¡Ya estamos aquí! Pues tal y como os prometí ayer, os tengo preparada una entrada especial de halloween, pero que muy especial. Este delicioso cuento que vais a disfrutar, me llegó con motivo de la convocatoria Splatterpunk organizada por Ediciones Vernacci hace ya algunos años. Halloweeeh es una deliciosa historia protagonizada por diabólicas calabazas, niños intrépidos y fantasmales presencias. ¿Qué puede salir mal? Su autor es José Luis Díaz Marcos desde Alicante. Este autor ha publicado en varias antologías y webs nacionales y extranjeras. ¡Siempre es un placer contar con tan maravillosos invitados! Y dicho esto, no os entretengo más: ¡FELIZ NOCHE DE HALLOWEEN!
1
Algunas aventuras son tan extraordinarias que, incluso sus protagonistas, nos resistimos a creerlas. Contrarias a la razón y a la lógica, son, al mismo tiempo, ciertas e inolvidables. «No puede suceder. Sin embargo, lo estoy viviendo», piensas.
Álex y yo teníamos doce años, y además de compañeros de clase, éramos amigos inseparables. No sospechábamos que aquel treinta y uno de octubre, festividad de Halloween, y víspera de Todos los Santos, nuestra vida cambiaría para siempre.
En silencio, conteniendo la risa, avanzamos por el pasillo hasta llegar a la puerta de la cocina. Asomé la cabeza: mi madre estaba de espaldas, atareada con algo. Hice un gesto a Álex: «Ahí está». Él asintió, con picardía: «Sí, sí…».
De repente, pretendiendo sorprenderla, aparecí ataviado con mi flamante disfraz de Chucky, el muñeco diabólico: jersey multicolor, peto vaquero y zapatillas. Solté una estentórea carcajada mientras apuñalaba el aire con un cuchillo de goma.
Mi madre nos había oído desde el principio (la sonrisa de oreja a oreja la delataba). Aun así, fingió sorprenderse:
–Sí, ya lo veo... –protesté, molesto.
–¡Que sí, que casi me muero del sus…!.
La risa le impidió terminar la frase. Poco después, siguiendo la broma, formuló una pregunta cuya respuesta conocía de sobra:
Álex se dio por aludido y apareció en escena: lucía (también) jersey de rayas y sombrero, y amenazaba con clavarnos un guante con cuchillas de plástico.
–¡Oh! ¡Freddy Krueger en persona! –exclamó mi madre, casi aplaudiendo–. Estáis muy… muy…
–¿Terroríficos? –sugerí.
–¡Eso! ¡Los dos asustaríais al miedo!
–¿Terroríficos? –sugerí.
–¡Eso! ¡Los dos asustaríais al miedo!
Sonreímos, halagados.
–Yo también tengo una sorpresa.
–¡¿Qué?! –preguntamos, al unísono.
–¡¿Qué?! –preguntamos, al unísono.
Mi madre se hizo a un lado, y como si fuese la azafata de un concurso, la señaló, sobre la encimera:
–¡Nuestra calabaza de Halloween!
Había cortado la parte superior a modo de tapadera.
Había cortado la parte superior a modo de tapadera.
–Tendremos que dibujarle una cara –propuso Álex.
–¡Claro! Una de mala malísima.
–¡Eh, mirad lo que tenemos aquí! –exclamó mi madre sacando las semillas de la calabaza.
–¡Qué raras! Tienen una mancha en cada lado…
–Sí. Pero fijaos bien: ¿qué forma tienen esas manchas?
–Parecen una… una… ¡¿calavera?! –soltó Álex, incrédulo.
–¡Es verdad!
–¿Sabéis qué significa eso? –preguntó mi madre, enigmática.
–No tengo ni idea –reconocí.
–Yo tampoco.
–Significa que son unas semillas muy especiales y peligrosas: ¡las únicas que pueden convertirse en auténticas calabazas de Halloween!
–¡Claro! Una de mala malísima.
–¡Eh, mirad lo que tenemos aquí! –exclamó mi madre sacando las semillas de la calabaza.
–¡Qué raras! Tienen una mancha en cada lado…
–Sí. Pero fijaos bien: ¿qué forma tienen esas manchas?
–Parecen una… una… ¡¿calavera?! –soltó Álex, incrédulo.
–¡Es verdad!
–¿Sabéis qué significa eso? –preguntó mi madre, enigmática.
–No tengo ni idea –reconocí.
–Yo tampoco.
–Significa que son unas semillas muy especiales y peligrosas: ¡las únicas que pueden convertirse en auténticas calabazas de Halloween!
Nos miramos, intrigados.
–¡Auténticas…! –repitió Álex, pensativo.
Mi madre, con la actitud sigilosa (y teatral) del espía que teme ser descubierto, echó un vistazo a nuestro alrededor. «Acercaos», nos indicó en silencio.
Y entonces, muy próximas nuestras cabezas, nos embrujó con la magia de las palabras, suaves y misteriosas:
–Se trata de una vieja leyenda: si se plantan en un cementerio durante la noche de Halloween y se riegan con agua de lluvia, brotan convertidas en calabazas poseídas por el mismísimo Diablo. En su interior arde el fuego del Infierno, y para evitar que se extinga, lo alimentan con las almas de quienes atrapan.
2
En mi cuarto, Álex y yo dibujábamos el rostro que mi madre («¡De eso nada! El cuchillo lo manejo yo») tallaría en la calabaza.
–¿Por qué?
–Porque te ha salido una cara de buena persona.
–Será de buena calabaza.
–¡Da igual! ¡Las calabazas de Halloween tienen que dar miedo!
–Como las de la leyenda.
–Por ejemplo.
–¿Imaginas que fuesen reales?
–¡Ya lo creo! Sería… sería… –no encontraba la palabra adecuada para expresar una idea tan fascinante.
–¡…para morirse!
–¡Eso! ¡Para morirse y arder en el fuego del Infierno!
–Sí…
Estuvimos callados un rato, perdidos en nuestras respectivas fantasías.
–Comprobémoslo. –soltó Álex, de repente.
–¿El qué?
–Si la leyenda de las auténticas calabazas de Halloween es cierta.
–¿Hablas en serio?
Álex asintió con determinación.
–P, pero… –no daba crédito a las palabras de mi amigo.
–¿Por qué no? Esta noche, en el cementerio, con las semillas de la calavera. ¡Y el agua de lluvia! –dijo señalando el balde colocado junto al armario.
En él reposaba el líquido que, filtrado por la gotera del techo, habían descargado oscuros nubarrones en los últimos días.
–¡Lo tenemos todo! ¡Es ahora o nunca!
«¿Qué hago?», pensé. ¿Aceptaba la propuesta, quizá la locura, de entrar en el cementerio durante la noche de Halloween? ¿Dudaba para siempre de la existencia de las auténticas calabazas? Suspiré hondo y repetí mentalmente lo que mi madre decía a la hora de tomar grandes decisiones:
Sonreí con sincero afecto:
–¡Está bien…!
–¡¡Guay!!
En la cocina, Álex y yo reunimos un pequeño montón de semillas.
–¡Está bien…!
–¡¡Guay!!
Chocamos «los cinco», y así inauguramos la experiencia más intensa de nuestras vidas. «Teníamos doce años», he intentado justificarme, justificarnos, muchas veces. En nuestros jóvenes corazones y desbordante imaginación, sólo había lugar para la aventura y, quizá, sabíamos (imposible precisarlo ahora) que, de algún modo, estábamos obligados a hacerlo. De lo contrario, si dejábamos transcurrir el inexorable paso de los años, acabaríamos convertidos, casi sin darnos cuenta, en grises adultos incapaces ya de inquietarse por ninguna leyenda.
3
–¿Para qué las queréis? –preguntó mi madre terminando de tallar el rostro de la calabaza.
Álex me miró de reojo.
–Para plantarlas. Queremos ver cómo crecen –dije con toda naturalidad.
Álex tosió, inquieto.
–¡Estupendo! –aprobó, divertida–. Cuando maduren regaladme una.
Álex suspiró, aliviado.
–¡Ya casi está! –anunció mi madre poco después–. Sólo falta el toque final.
Cortó una vela en dos mitades, encendió una de ellas, y con su propia cera, la fijó en el interior de la calabaza. Colocó la parte superior de ésta.
–¡¿Qué tal?!
–¡Mola! –exclamó Álex.
Tenía razón. Había quedado bastante bien.
–¿Y si apagamos la luz? –propuse.
Los nubarrones habían hecho que oscureciese antes de tiempo.
–Buena idea –aprobó mi madre dirigiéndose hacia el interruptor.
¡Clic!
Quedamos a oscuras, hechizados por la luz (el fuego del Infierno) de la calabaza (poseída por el mismísimo Diablo). Su torva sonrisa escondía perversas intenciones.
–¡¿Es o no es una auténtica calabaza de Halloween?! –voceó mi madre, detrás de nosotros.
Bañados por el dorado resplandor, nos miramos al tiempo que tragábamos saliva.
4
La noche de Halloween, reino de pesadillas, nos aguardaba. Álex y yo, Freddy Krueger y Chucky respectivamente, debíamos reunirnos en la plaza con los amigos de la pandilla. Desde allí, haríamos la tradicional ronda («¡¿Truco o trato?!») por las casas del pueblo.
Salimos habiendo prometido a mi madre seguir ciegamente todos y cada uno de sus consejos y advertencias. Se empeñó, además, en que nos llevásemos mi mochila con sendos chubasqueros, una linterna y un teléfono móvil en su interior.
Nosotros añadimos, sin que lo advirtiera, las semillas (envueltas en papel de aluminio) y mi cantimplora con el agua de lluvia (las densas nubes no garantizaban que volviese a llover) filtrada por la gotera de mi habitación.
Al final de la calle, nos volvimos («¡Sólo queremos comprobar si la leyenda es cierta!») y saludamos con la mano. Mi madre nos despidió con idéntico gesto.
Anduvimos un trecho y, en lugar de seguir hasta la plaza, nos desviamos por una de las callejas que llevan a la parte baja del pueblo. Iluminados por la luna semioculta, y pegados al arcén, seguimos el curso de la carretera.
Veinte minutos más tarde, sin habernos cruzado con nadie, llegamos al cementerio.
5
Era un recinto cuadrangular sobre el que despuntaban las cruces y los panteones. Desde la entrada, aferrados a los barrotes de la verja, contemplamos la angosta avenida que discurría hasta una florida rotonda. A la derecha, y adosada a la tapia, una humilde casita.
Silencio y quietud.
Un coche se acercó por la carretera. Nos agachamos. El fugaz barrido de sus faros pasó sobre nuestras cabezas.
–Probemos por detrás, antes de que alguien nos vea –sugerí.
Rodeamos la vieja tapia hasta llegar al solar que, según habíamos visto en otras ocasiones al pasar rumbo a otros destinos, los visitantes usaban como aparcamiento.
–¡Mira! –dijo Álex señalando un contenedor de basura.
Aunque los desperdicios se acumulaban a su alrededor, incomprensible y afortunadamente para nosotros, estaba vacío.
El suelo irregular convirtió su desplazamiento en un pesado y ruidoso traqueteo que nos obligó a detenernos varias veces. Temimos despertar a los muertos.
Situado el contenedor, nos subimos encima. Con un pequeño salto y mi ayuda, Álex logró sentarse a horcajadas sobre la pared. Le pasé la mochila y me ayudó a subir. En aquel momento ni siquiera reparamos en ello, pero tuvimos suerte de no encontrar una afilada dentadura de cristales rotos que cortara (literalmente, me temo) nuestro propósito.
Un laberinto de sepulcros, estatuas y cruces se extendía a nuestros pies.
Silencio y quietud.
«Está lleno de gente y, sin embargo, no hay nadie», pensé. –Deberíamos usar la linterna –dijo Álex, nervioso. Aunque pretendiera disimularlo, el lugar lo impresionaba tanto como a mí.
–Buena idea.
Abrí la mochila y la saqué. No tuve tiempo de encenderla: el repentino grito de Álex me hizo soltarla.
Sentado sobre la tapia, cerca de nosotros, un gato negro nos observaba. No parecía inquieto por nuestra presencia. Más bien al contrario: su penetrante mirada y su inmovilidad parecían retarnos.
Estuvimos así, observándonos mutuamente, durante un tiempo que nos pareció eterno. Al cabo, el felino se levantó y, con fría indiferencia, se alejó unos pasos. Nos dedicó una última y enigmática mirada antes de perderse en la oscuridad.
–¡Para susto el mío, que casi me tiras! –protesté.
Nos tomamos un respiro y, todavía inquietos, bajamos a una colmena de nichos adosada a la tapia. Después, sólo tuvimos que descolgarnos hasta el suelo.
6
Estábamos dentro.
Recogí la linterna y la agité: en su interior chocaban piezas sueltas. –Genial…
–¿Hacia dónde vamos?
–Ni idea –dije encogiéndome de hombros–. Busquemos algún sitio con tierra.
–¿Hacia dónde vamos?
–Ni idea –dije encogiéndome de hombros–. Busquemos algún sitio con tierra.
Empezamos a recorrer estrechos pasadizos de grava…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
…una y mil veces entrelazados. El camposanto era un intrincado y silencioso laberinto.
De vez en cuando, oíamos el rumor de algún coche en la carretera.
Tardamos un rato en encontrarla: alineada junto a otras más antiguas, una tumba a medio excavar. A su lado, la tierra extraída.
–¡Justo lo que necesitábamos! –exclamó Álex.
–No perdamos el tiempo... –dije con evidente ansiedad.
Saqué de la mochila el papel de aluminio y la cantimplora.
–¿Listo?
Álex suspiró antes de contestar:
–Listo.
Desenvolví las semillas y las tiré dentro de la tumba. Las cubrimos con unos puñados de tierra.
–¿Puedo? –preguntó Álex tendiendo la mano.
Le entregué la cantimplora.
De súbito, por el rabillo del ojo, algo llamó mi atención: a nuestra izquierda, en una de las avenidas, una débil y temblorosa claridad.
–¡Mira! –exclamé.
De manera instintiva, Álex soltó la cantimplora y se escondió detrás de la tumba. Yo había quedado petrificado por la sorpresa y tuvo que tirar de mí.
Poco a poco, el fulgor, acompañado por el inconfundible crujido de unos pasos,…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
… fue haciéndose más intenso.
Quien (o lo que) quiera que fuese, se acercaba.
7
En el suelo, una afilada sombra precedió a una figura masculina, alta y corpulenta, que portaba un farol. Su rostro era una incógnita en la oscuridad.
Álex y yo nos miramos, aterrados: «¡¡Un fantasma!!».
Pasó ante la tumba a medio excavar sin advertir nuestra presencia. Temí que pudiera oír el latido atronador de nuestros corazones.
Esperamos unos segundos antes de asomarnos: se alejaba.
Conteniendo la respiración, y de puntillas,…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
…salimos de nuestro escondite dispuestos a poner tierra de por medio. El deseo de comprobar la leyenda de las auténticas calabazas de Halloween se había esfumado en el acto.
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
–¡Eh, vosotros! –atronó una voz.
Quedamos petrificados. Nuestras caras, blancas como el papel:
«¡¡Nos ha descubierto!!».
–¡Quietos! ¡No os mováis! –ordenó, tajante.
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
–¡Viviviennne…!
–¡…a por nosssotr…!
Corrimos como nunca lo habíamos hecho:
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
¿Hacia dónde y durante cuánto tiempo? No lo sé.
Al fin, extenuado por la angustia y el esfuerzo, me detuve. Los latidos se confundían con los jadeos. Si era posible morir de miedo, yo estaba a punto de hacerlo.
–Álex… –resollé.
No hubo respuesta. Busqué a mi alrededor.
Había desaparecido.
8
«No puede suceder. Sin embargo, lo estoy viviendo», pensé, desesperado. Debía escapar y pedir ayuda. Pero, ¿cómo lograrlo? El ruido de mis pisadas,…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
…amplificado por el silencio de la noche, me delataba de manera escandalosa. ¡No tenía ninguna posibilidad!
Respiré hondo e intenté tranquilizarme. Sin demasiado éxito.
«Él tiene el farol» –pensé–. «Sabré por dónde viene. A menos que…».
No me atreví a pensarlo.
«¡A menos que lo haya apagado! Escondido en la oscuridad,… ¡¡me atrapará antes de que pueda verlo!!».
Un escalofrío me estremeció.
Silencio y quietud.
9
Pasé junto a una pared de nichos cuando, de repente, tuve la intensa e incómoda sensación de ser observado. Me detuve, alerta.
No había nadie. Mejor dicho: no veía a nadie. Sin embargo,… ¡me miraban! Estaba seguro. Sentía el penetrante aguijón de unos ojos. Lo sentía muy cerca.
Desde… ¡una de las fotografías incrustadas en las lápidas!
Las inquisitoriales pupilas (imposible apreciar su color) pertenecían a una chica de rasgos tan hermosos como afligidos. Miraba (¡¿me miraba?!) con profunda amargura. Recordé una poesía leída en clase:
La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?
Era la chica más guapa del mundo.
La inscripción cincelada en la losa reveló su nombre y edad: Rosario, trece años.
Y fue al moverme cuando tuve la pavorosa confirmación. El presentimiento había sido acertado: ¡desde la fotografía, los ojos de Rosario me siguieron!
Sendas lágrimas surcaron sus mejillas.
«¡Ayúdame!», suplicaba en silencio.
10
Me alejé, conmocionado.
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
La estrecha avenida desembocaba en otra perpendicular a ella. Medité un instante y decidí continuar por la derecha. Poco después, me detuve en seco: una tenue y oscilante claridad asomaba al fondo.
Huí en dirección opuesta.
Y caí en la trampa. Literalmente, en brazos del fantasma. Solté un grito de aterrada sorpresa.
Comprendí que había usado el farol como señuelo para llevarme hasta él. Imposible escapar de sus enormes manos, sólidas como grilletes. Acercó su cara a la mía. Percibí su olor seco y áspero.
–¡Por fin te encuentro! Es hora de reunirte con tu amigo –dijo con voz grave y satisfecha.
Se me doblaron las piernas y todo, como el agua en un sumidero, giró hasta desaparecer.
11
Recobré la consciencia de manera lenta, pesada. Intenté abrir los ojos, pero la luz me cegó.
–¡Ya despierta! –exclamó una voz que reconocí enseguida.
–¡¿Álex, eres tú?! –pregunté con feliz incredulidad. Protegía mis pupilas con las manos.
–Sí. ¿Cómo te encuentras?
–¡No te atrapó! ¡No te atrapó! –vociferé, exultante. Ni siquiera oí su pregunta.
Superado el deslumbramiento inicial, pude ver el sitio en el que me encontraba: un desconocido dormitorio. A un lado de la cama, mi amigo. Al otro,… ¡¡no!!... ¡¡no podía ser!! Las mismas facciones. El mismo olor seco y áspero…
¡¡Era el hombre del farol!!
La pesadilla continuaba.
Grité.
–¡No, no! –me sujetó Álex.
–Tranquilo, chaval –dijo aquél–. Soy Vicente, el sepulturero. Siento haberte asustado.
Miré a Álex, los ojos abiertos como platos: asintió con una tranquilizadora sonrisa en los labios.
Un alivio infinito hizo que me desplomase en la cama. La naturaleza terrenal del hombre lo cambiaba todo.
–¿Dónde estamos? –pregunté cuando fui capaz de hablar.
–En mi casa. En el cementerio. ¿Tienes hambre, chaval?
12
Sentados a la mesa, dimos buena cuenta de nuestras respectivas tazas de chocolate caliente. A través de la ventana, se veía la carretera: aún era de noche.
«No he debido estar desmayado mucho tiempo», supuse.
–Esperáis que os lo pregunte, ¿verdad? Esperáis que os pregunte por qué estáis aquí –inquirió Vicente.
Cabizbajos, guardamos silencio.
–No hace falta. Lo sé.
Nos miramos, atónitos.
–¡¿Lo sabe?! –preguntó Álex.
Vicente asintió, apesadumbrado:
–Habéis venido para comprobar si la leyenda de las auténticas calabazas de Halloween es cierta.
–¿C, cómo…? –tartamudeé.
Sin decir nada, Vicente abandonó el salón.
–No sois los primeros que lo intentan –dijo ya de vuelta, ofreciéndome el portarretratos que había ido a buscar–. Hubo otros. Incluida mi hija.
La fotografía haba sido tomada en un prado: Vicente posaba junto a una niña de rasgos tan hermosos como, entonces, alegres.
¡¡Era Rosario, la chica más guapa del mundo!!
Sujetaban sendos ramos de campanillas de otoño.
Con mano temblorosa, pasé el marco a mi amigo.
–Se llamaba Rosario. Tenía trece años –declaró Vicente, nostálgico.
Recordé la inscripción de la lápida.
–¿Se llamaba? –apuntó Álex, sin entender.
–Está muerta –dije yo.
Me miraron, sorprendidos.
–¿La conocías? –quiso saber el hombre.
–He visto la foto de su tumba. Era muy guapa.
–La mataron las malditas calabazas –. El semblante de Vicente se endureció–. Después, como cuenta la leyenda, condenaron su alma al suplicio del fuego–.
Los ojos le brillaban.
«Por eso llora», pensé.
La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?
«Por eso lloráis».
Vicente tardó un poco en volver a hablar:
–Cuando la encontré, todo había terminado –. Apretó los puños con rabia contenida–. En uno de sus bolsillos guardaba esto –dijo buscando entre sus ropas.
Mostró un diminuto frasco de cristal con tres semillas de calabaza ya viejas, secas. La mancha con forma de calavera no había desaparecido.
–Sí. –reconocí.
–¿Cuántas tenéis?
–Diez… doce… – calculó Álex.
–¡¡Tenemos que destruirlas! –exclamó Vicente. Su feroz y repentina determinación nos sobresaltó.
–Primero tendremos que encontrarlas –informé.
–¡¿Encontrarlas?! ¿No las tenéis?
–Las enterramos.
Un trueno retumbó sobre nuestras cabezas.
El sepulturero se levantó atropelladamente y abrió el armario que había tras él. Sacó un rosario y me lo entregó:
–Guárdalo. Nos ayudará.
Cogió su vieja escopeta y se llenó los bolsillos de cartuchos.
13
Salimos corriendo de la casa. Los relámpagos partían la noche. Álex y yo nos habíamos puesto los chubasqueros.
–¡Tenemos que encontrarlas antes de que empiece la tormenta! –exclamó Vicente con asfixiante urgencia–. ¡¿Por dónde?!
Intentamos hacer memoria.
–¡Por allí!
–¿Estás seguro? Yo creo que era por allá.
Vicente, decidido a no perder el precioso y escaso tiempo, se puso en marcha. Lo seguimos.
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
Torcía a la derecha, avanzaba, se detenía, dudaba, iba a la izquierda, retrocedía unos pasos…
–¿Veis algo? ¿Recordáis haber pasado por aquí?
–Puede…
–Sí, a lo mejor…
Caían las primeras gotas.
–¡¿Dónde estarán?! –soltó Vicente presa de la frustración.
Seguimos buscando.
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
El tamaño y el número de gotas caídas aumentaba sin cesar.
–¡Un momento! –exclamó Álex–. Creo que era por aquí. ¡Sí, por aquí!
Lo seguimos.
La lluvia arreciaba por momentos.
Encontramos la cantimplora poco después, junto a la tumba medio excavada en la que habíamos enterrado las semillas.
«Qué curiosa imagen», pensé. La cantimplora estaba, literalmente, entre dos aguas: la contenida y la externa.
Vicente suspiró, abatido:
–Demasiado tarde.
El aguacero había convertido la tierra en una encharcada papilla.
–¿Y ahora qué? –pregunté, asustado.
14
–¡Mirad! –exclamó Álex señalando el interior de la tumba.
La tierra, azotada por la intensa lluvia, se removía dando paso a emergentes curvas enlodadas. Sobre éstas, pequeños fuegos… ¡inmunes al líquido elemento! Un coro de voces, semejantes a torturados chirridos metálicos, comenzó a oírse:
¡...HALLOWEEEH... HALLOWEEEH...!
Poco a poco, las llamas fueron dibujando los perfiles tras los que ardían: perversas sonrisas, ahora retorcidas por el dolor del parto, talladas en diminutas calabazas. En su interior, los atormentados espíritus de sus víctimas.
¡...HALLOWEEEH... HALLOWEEEH...!
Crecieron ante nuestros atónitos y desorbitados ojos. A medida que aumentaban de tamaño, su quejido adquirió potencia y gravedad hasta convertirse en una ronca amenaza:
¡…HALLOWEEEH… HALLOWEEEH…!
Las orondas criaturas, amontonadas como serpientes en su nido, cubrieron el fondo de la tumba.
De repente, y con la velocidad del rayo, saltaron hacia nosotros.
El susto nos hizo caer de espaldas sobre la gravilla.
Las calabazas, sujetas a la tierra por el tallo, fibroso cordón umbilical, mordían el aire como perros rabiosos sujetos por sus correas.
Una logró morder la punta de mi zapatilla. Sentado en el suelo, agité la pierna, frenético. Por fin, y sin saber cómo, logré soltarme. Los afilados dientes habían rasgado el caucho.
Vicente recuperó su escopeta, y de un certero disparo, reventó una de las calabazas.
El fuego quedó suspendido en el aire antes de desaparecer. Una ligera humareda de rostros humanos ascendió hacia el cielo lluvioso.
–¡¡Huyamooos!! –vociferó el hombre.
No tuvo que repetirlo. Nos pusimos en pie y
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
15
Miramos hacia atrás: la jauría tiraba de sus amarres. De pronto, y a pesar del ruido de la lluvia, oímos el chasquido que producía la rotura de uno de los tallos.
La escalofriante sonrisa de la calabaza pareció ensancharse:
…¡HALLOWEEEH!...
–¡¡Se ha soltado!!
Vino hacia nosotros con pasmosa rapidez, botando como si fuese una pelota. Su rostro de fuego dejaba una estela de luz en la negrura de la noche.
Vicente apuntó.
La calabaza estaba cerca,…
–¡¡Dispara!! ¡¡Dispara!!
…muy cerca,…
–¡¡Nos va a coger!!
…demasiado…
La calabaza explotó. Una espiral de ánimas ascendió al Paraíso.
Vicente cargó la escopeta. Quería destruirlas mientras aún fuese posible. Disparó en falso. Volvió a apretar el gatillo. Nada.
–¡¡La lluvia la ha inutilizado!!
Nuevos chasquidos nos helaron la sangre. Las calabazas empezaron a botar hacia nosotros.
–¡¡Viviviennnen…!!
–¡¡…t, todaaaas…!!
–¡Por aquí! –gritó Vicente echando a correr.
Lo seguimos.
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
El espeluznante grito de las calabazas parecía mordernos mientras corríamos:
¡…HALLOWEEEH… HALLOWEEEH…!.
Sólo dos palabras en nuestras mentes: «lejos» y «rápido».
…CRUNCH, CRUNCH
Vicente se detuvo, sin previo aviso, ante una caseta. Álex y yo, «¡¡Ay!!», chocamos con él.
La puerta… ¡no se abría!
«¡Esta cerrada con llave!», pensé, aterrorizado.
Las calabazas estaban cerca,…
–¡¡Rápido!! ¡¡Rápido!!
…muy cerca,…
–¡¡Vamos, vamos…!! –exigió Vicente, golpeándola.
…demasiado…
La puerta…
16
…cedió.
Oscuridad absoluta. Portazo y corrimiento de un cerrojo. Sonoros golpes en la entrada. Repiqueteo de la lluvia en el techo de uralita. Penetrante olor a desinfectante y humedad.
Se hizo la mortecina luz de una bombilla. A nuestro alrededor, se apiñaban multitud de herramientas, cajas, botes… Pálidos y mojados, intentamos recobrar el aliento.
–Y ahora,… ¿q, qué hacemos…? –quise saber, jadeante por el esfuerzo y el miedo.
Fuera, las calabazas golpeaban la puerta.
…¡HALLOWEEEH!…
–Buscar la luz –dijo Vicente sopesando el rosario que colgaba de mi cuello –. Aunque alumbra como el fuego, sólo ella ilumina.
–Si tuvieras tu escopeta… –se lamentó Álex.
Unos bidones de plástico llenos con un líquido de intenso color verde llamaron mi atención.
–¡Tengo una idea! ¡El herbicida! Las calabazas no son hierbas, pero sí vegetales. Quizás…
A Vicente se le iluminaron los ojos:
–…el veneno produzca el mismo efecto en ellas.
–¡Claro! Podemos llenar esos pulverizadores con pistola –sugirió mi amigo.
–¡Bien pensado, chavales!
Aquéllos contenían un producto abrillantador. Lo sustituimos por el herbicida.
Más golpes. La puerta vibraba en su marco.
…¡HALLOWEEEH!...
Vicente indicó una rejilla de ventilación en la pared trasera.
–Este es el plan: yo las entretengo, vosotros escapáis.
–¡¿Qué?!
–Ellas son muchas y nuestras posibilidades muy pocas. Si os quedáis, nos cogerán a los tres.
–P, pero… juntos… podríamos… –balbuceé.
–¡Sí! ¡Juntos! –recalcó Álex.
Vicente posó su mano en el hombro de mi amigo, afectuoso, paternal:
–No permitiré que corráis la misma suerte que mi hija.
No supimos qué decir.
Desencajó la rejilla. Por la pequeña ventana, casi a ras del suelo, se asomó al exterior. Ya no llovía.
–¿Ves…
Mi pregunta quedó interrumpida por el brusco e inesperado movimiento: el hombre metió la cabeza antes de que una calabaza se la arrancase de un mordisco:
…¡HALLOWEEEH!...
De modo automático, más instintivo que voluntario, Álex y yo dirigimos nuestros respectivos pulverizadores hacia la abertura: el herbicida produjo una inmediata y devastadora corrosión en el rostro de la calabaza. El fuego, y sus torturadas víctimas, quedaron al descubierto. Creí ver a Rosario entre la ardiente multitud.
La endiablada criatura profirió (ya sin rasgos, de alguna manera) un agudo chillido de rabia y dolor antes de alejarse. En el aire quedó un intenso olor a azufre.
–¡¡Funciona!! –exclamamos, pletóricos.
–Por poco… –suspiró Vicente–. No perdamos el tiempo.
Nos miramos sin articular palabra.
–No temáis. Tened fe –dijo mientras volvía a sopesar el rosario.
–Hasta pronto –se despidió Álex. Sus ojos brillaban.
–Hasta pronto, chaval.
Vicente se dirigió a la puerta y comenzó a golpearla:
–¡Eh, montón de melones! ¡Os vamos a cortar en rodajas!
Las calabazas respondieron a la provocación, enfurecidas:
…¡HALLOWEEEH, HALLOWEEEH…
Nos hizo una señal: «¡ahora!».
Escudriñamos el exterior: no había (no veíamos) ninguna calabaza. Por si acaso, lanzamos una generosa nube de herbicida. Acto seguido, sintiendo que podían arrancármela de un momento a otro, saqué la cabeza.
No había (no veía) calabazas en la costa.
Salí. Pistola en mano, sintiéndome el protagonista de una película de acción, guardé el paso de mi amigo. Oímos a Vicente:
–¡¿Cuál de vosotras llevó a Cenicienta al baile?! ¡Seguro que no os dio propina!
«¡Suerte! ¡Para todos!».
17
…CRUNCH…
…nos paralizó.
¡La gravilla! ¡La delatora gravilla!
«Si pudiéramos avanzar sin pisarla…».
Álex chasqueó los dedos en silencio: «lo tengo». Levantó el pie y, alargando la zancada, se subió en la losa de una tumba cercana. Con el dedo, trazó varios arcos seguidos en el aire.
Asentí. Había captado la idea.
Saltando de sepulcro, «¡Perdón!», en sepulcro, «¡Perdón!», nos alejamos de las calabazas. De la caseta. De Vicente.
Volvimos la vista: la distancia y la superposición de estructuras nos impedía ver la caseta.
¡TIRURITUTIII… TIRURITUTIIII...!
La musiquilla, tan inoportuna como diáfana, salía de mi mochila.
–¡Tu madre!
–¡Mi móvil!
Aterrado, pulsé todos los botones que encontró mi dedo. Todos menos el que debía, porque…
¡…TIRURITUTIII… TIRURITUTIII…!
–¡Shssss! ¡Apágaloooo…!
–¡No grites, que nos van a oír!
¡…TIRURITUTIII… TIRURITUTIII…!
Una estridente voz, semejante a un chirrido metálico, interrumpió nuestra pelea con la electrónica:
…¡HALLOWEEEH!...
Una calabaza nos observaba sin dejar de votar. Estalló una súbita detonación tras ella. Humo y llamas.
–¿Q, qué es eso…?
–Es… en la caseta.
Los votes de la calabaza se hicieron más altos y su expresión, si cabe, más feroz.:
…¡HALLOWEEEH!...
Reanudó la caza.
18
Dimos media vuelta y…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
…emprendimos la huida. Los latidos se confundían con los jadeos.
De repente, surgiendo de las tinieblas, otra calabaza…
…¡HALLOWEEEH!…
…nos cortó el paso.
–¡Por aquí! –exclamó Álex señalando una avenida perpendicular a la nuestra, ya rebasada. Retrocedimos.
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
Incomprensiblemente, las calabazas aminoraron el ritmo de la persecución. ¿Por qué? Para mayor sorpresa y desconcierto, desembocamos en la rotonda ajardinada. Al fondo, la verja principal y la carretera.
¡¿Nos dejaban escapar?!
–¡¡Salvados!! –exclamé con infinita alegría.
–¡¡Lo conseguimos!! –chilló Álex con voz quebrada.
Corrimos hacia la salvación:
…CRUNCH, CRUNCH, CR…
Una tercera calabaza, aparecida de repente, se interpuso entre la verja y nosotros. Volvimos a la rotonda. El pérfido juego llegaba a su fin: las calabazas habían interceptado todas las avenidas (escapatorias) que confluían en nosotros.
Estábamos rodeados.
Se aproximaban con botes lentos y cortos. No sólo no permitían nuestra huida (como ingenuamente habíamos supuesto), sino que, además, como si de una manada de crueles gatos se tratase, disfrutaban con el sufrimiento de los indefensos ratones.
Sus grotescas sonrisas se estiraron de manera imposible:
…¡HALLOWEEEH, HALLOWEEEH!…
Casi sin darnos cuenta, nos metimos en el ajardinado redondel. Espalda contra espalda, y con la única defensa del herbicida de nuestros respectivos pulverizadores, presenciamos con aterrada fascinación el estrechamiento del cerco. Pronto nos reuniríamos con Vicente…
«No permitiré que corráis la misma suerte que mi hija».
…y Rosario, la chica más guapa del mundo.
Tropecé con algo. Caí sobre el césped y las flores.
19
Bajo mis pies, semienterrado en el lodo, el farol de Vicente. Apagado. Lo cogí mientras me levantaba.
–¡S, se acercan…! –gimió Álex.
Las calabazas, muy juntas ya, estaban a pocos metros. Su intenso hedor llegaba hasta nosotros.
…¡HALLOWEEEH, HALLOWEEEH!…
Aferré la cruz del rosario.
«No temáis. (¡Estaba… caliente!).Tened fe».
Bajé la vista y advertí que el rosario, colgado de mi cuello, emitía un resplandor intermitente. Sus cuentas, ensartadas muy juntas, semejaban…
¡DIOS…
…semejaban…
…MIO!
–¡Álex!.
Miró de reojo, un instante:
–¿Q, qué significa eso?
–¡¿No lo ves?! ¡Son ellas!
–¡¿Las calabazas?!
–¡Sí!
Se habían detenido. Muy cerca. Nos observaban sin dejar de botar:
…¡HALLOWEEEH, HALLOWEEEH!…
Un repentino y extraño hormigueo recorrió mi mano. Levanté el farol.
«¡¿Qué más?! ¡¿Qué más puede pasar?!».
Su puertecilla se abrió. Lentamente. Sola.
Entonces recordé.
«…la luz. Aunque alumbra como el fuego, sólo ella ilumina».
Y comprendí:
Sólo la Luz te salva del Infierno.
Introduje el rosario, sarta de diminutas calabazas, en el pequeño receptáculo de hierro y cristal. La puertecilla se cerró. Lentamente. Sola.
Lo levanté sobre mi cabeza. El parpadeo luminoso del rosario se hizo más intenso.
De improviso, el coro de chirriantes voces fue bajando el tono hasta enmudecer. El desconcierto primero, y la zozobra después, hicieron que las macabras sonrisas desapareciesen.
–¡¿Qué les pasa?!
–¡¡Es la Luz, Álex!! ¡¡La Luz!!
El farol, colgado de mi mano, se había convertido en un potente foco. Álex y yo nos descubrimos mirándolo… directamente. Sin ceguera. Sin sufrimiento. Para ellas, en cambio, su contemplación suponía un auténtico martirio:
…¡¡¡HALLOWEEEH!!!...
De súbito, fibrosas raíces brotaron en sus flancos, uniéndolas entre sí. Las llamas de su interior, devoradoras insaciables, comenzaron a aflorar convirtiéndolas en torturadas bolas de fuego:
…¡¡¡HALLOWEEEH!!!...
El humo de la combustión ascendía dibujando efímeros y sinuosos semblantes. Dos de ellos quedaron flotando frente a nosotros.
Eran Vicente y Rosario.
Sonrieron felices antes de disiparse en las alturas.
A nuestro alrededor, el rosario de calabazas se consumía:
…¡¡¡HALLOWEEEH!!!...
La luz del farol (del rosario), sujeta sobre mi cabeza, osciló varias veces antes de estallar en un fogonazo blanco que lo llenó todo.
20
Lentamente, la nada lechosa fue oscureciéndose hasta convertirse en penumbra. Sobre el horizonte, un suave y resplandeciente hilo dorado. La noche de Halloween, tiempo de sombras y misterios, de pesadillas y vigilias, llegaba a su fin.
Álex y yo nos levantamos del barro al que habíamos caído:
–¿Estás bien?
–Eso creo –contesté sujetándome la cabeza. Recogí el farol, intacto. Sin el rosario.
A nuestro alrededor, sobre la gravilla, había quedado impreso el negativo calcinado de las calabazas.
21
La caseta era un perímetro de pocos ladrillos irregularmente devorados por las llamas. Dentro, el intenso calor había actuado sobre las diversos materiales: fusión, incineración, evaporación…
En cuanto a Vicente…
Su espíritu, ya liberado, demostraba que no había podido escapar de las calabazas. Pero, ¿dónde estaba su cuerpo?
¿Había sido totalmente devorado por el fuego? ¿Era posible que no quedase ningún vestigio de él?
–Puede que saliera por detrás, como nosotros, y lo cogieran en otra parte –aventuró mi amigo.
Depositamos el farol. Como ofrenda.
–Es hora de marcharnos –suspiró Álex. El cansancio, físico y emocional, se reflejaba en su rostro.
–Aún no. Queda algo por hacer.
Me acompañó hasta la rotonda.
–Ayúdame –le dije mientras empezaba a cortar flores.
Entre los dos formamos un hermoso ramo de campanillas de otoño.
22
A la luz del día de Difuntos, no fue difícil encontrarla. Era la misma y era distinta. Sus rasgos eran tan hermosos como felices. En la fotografía de la lápida, sus ojos estaban llenos de vida.
«La princesa ya no está triste».
–Seguro que le gustan.
Un débil y breve fulgor titiló en su cuello: lucía,…
…¡el rosario desaparecido!
Me agaché para depositar el ramo al pie del nicho y entonces lo vi.
Tuve que apoyarme para no caer.
Álex, inquieto, advirtió mi azoramiento:
–¿Qué…
Atónito, no pudo terminar la frase.
El difunto que ocupaba el nicho inferior al de Rosario era…
23
…¡¡Vicente!!.
La fecha de la lápida anunciaba que había muerto el mismo día que su hija: ¡un año atrás!
Por tanto, como imaginamos la primera vez que lo vimos, farol en mano, Vicente era (había sido)…
…¡¡un fantasma!!
En la fotografía, su rostro, como el de su hija, reflejaba una dicha inmensa.
Estaban con la Luz.
24
Camino de la verja,…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
…reparamos en la puerta de la humilde casa adosada a la tapia. Estaba entreabierta.
Imposible resistir el impulso. La movimos. Sus bisagras chirriaron.
Para nuestra (enésima) sorpresa, la morada de Vicente, la misma en la que yo me había repuesto del desmayo, la misma en la que habíamos compartido mesa y chocolate caliente, estaba vacía.
La ausencia de enseres, el polvo acumulado y el olor a humedad indicaban que llevaba mucho tiempo deshabitada.
Al menos un año.
Entramos.
Tirado en el suelo, viejo y amarillento, un periódico. Su cabecera, dos palabras impresas con solemnes mayúsculas:
«GACETA LOCAL»
Una súbita corriente de aire lo abrió. Las páginas aletearon, frenéticas, durante unos segundos.
En la página derecha, encajada entre las columnas de texto, la misma fotografía enmarcada que Vicente nos mostró horas (siglos) antes. Arriba, un titular:
«NUNCA SIN TI. PARA SIEMPRE CONTIGO»
En cuclillas, sin atrevernos a tocar el papel, seguimos leyendo:
«Ayer, día de Difuntos, fueron encontrados, a primera hora de la mañana, los cuerpos sin vida de Vicente, el sepulturero, y de Rosario, su hija. Según el jardinero del cementerio, autor del hallazgo, “la chica estaba tendida en el suelo y su padre, con un rosario entre las manos, reposaba de rodillas, sobre ella”.
Se cree que la pequeña ha sido víctima de una dolencia cardiaca.
“Vicente ha muerto de pena”, declara el jardinero».
25
Salimos cabizbajos, perdidos en nuestras cavilaciones.
Un torturado chirrido metálico…
«¡¡Las calabazas!!».
…nos sobresaltó.
Era la verja de entrada. Se estaba abriendo. Lentamente. Sola.
El cementerio (abarrotado y, al mismo tiempo, sin nadie) nos despedía. No así a Chucky y a Freddy Krueger. Éstos quedaban allí, enterrados para siempre.
Nos dirigimos hacia aquélla,…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
… y la cruzamos.
A nuestra espalda, silencio y quietud. Delante, el creciente tráfico de la carretera.
26
Llegado este punto, podría pensarse que aquí termina nuestra asombrosa historia. Pero no es así.
Antes o después, alguien, en alguna parte, volverá a encontrar una calabaza cuyas pepitas tengan unas extrañas manchas con forma de calavera.
Si el involuntario descubridor es un adulto gris, como yo lo soy ahora, pensará, atareado y desdeñoso, que tiene cosas más importantes y serias a las que dedicar su tiempo.
Pero si es, como diría Vicente, un chaval de doce años y tiene la imaginación y el valor suficientes, ocurrirán tantas y tan extraordinarias cosas que, incluso sus protagonistas, se resistirán a creerlas. Contrarias a la razón y a la lógica, serán, al mismo tiempo, ciertas e inolvidables. «No puede suceder. Sin embargo, lo estoy viviendo», pensarán.
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