viernes, 29 de junio de 2018

El amor es una flor carnívora







Directo de las filas de la página Splatterpunk, liderada como ya sabéis por nuestro colaborador Vincent Hammet, nos llega un nuevo artículo de Jorge Zarco, devorador de libros, películas y todo lo que sea cultura general. Os dejo con Jorge y su análisis de la terrible y decadente relación de Pola Kinski con su padre, el afamado actor Klaus Kinski. Una historia verdaderamente oscura...





Dice un dicho popular alemán: «Por la boca de los niños y los locos siempre sale la verdad». Pola Kinski, la hija mayor del mítico actor germano-polaco Klaus Kinski, conmovió al mundo al revelar a mediados de 2012 que su padre, cuya voracidad sexual no era un secreto para nadie tras sus explosivas memorias Yo necesito amor, la había convertido en su particular juguete sexual. 

  Papá Kinski había devorado literalmente la vida de su hija, dejando tras de sí un rastro de dolor y ensañamiento del que su propia ex esposa y el futuro padrastro de la niña llegaron a ser cómplices, con un comportamiento que rayó en el más abyecto proxenetismo.

  Adicto al sexo hasta el último día de su vida, Klaus Kinski rodó centenares de películas, la mayoría detestadas por él mismo. Rechazó a directores importantes, y con su carácter incontrolable, violento y excesivo (decir que era un maniaco es quedarse corto) sólo el también cineasta germano-polaco Werner Herzog le hizo justicia como interprete a lo largo de cinco obras maestras: Aguirre la cólera de Dios (72), Woyzek (79), Nosferatu: Vampiro de la noche (79), Fitzcarraldo (82) y Cobra verde (87). Tras su muerte, Herzog dejó un excelente documental sobre su relación con Kinski como testimonio al que tituló Mi enemigo íntimo (1999). Pero Kinski nunca mencionó a Pola, ni en sus memorias ni en ningún otro medio. Algo olía a podrido.



Portada de la edición de Tusquets
de Yo necesito amor (1995)



  Fue a raíz de la dolorosa confesión de Pola Kinski en 2012 cuando el mito empezó a desmoronarse. Pola era una actriz totalmente desconocida en España al igual que su hermano Nicolai (sobreprotegido hasta la asfixia por el propio Klaus y llamado Nanhoi por su origen vietnamita), pero sus declaraciones la colocaron en primera plana. «¿Por qué has tardado tanto en confesarlo?», le preguntaron. «Porque nadie me habría creído», respondió.

  No voy ha engañarles señores. Yo fui uno de aquellos imberbes de los noventa que devoraron el libro Yo necesito amor (como si fuera hierba de la buena), donde Kinski daba incontables pistas sobre lo que había sido, era y continuaría siendo la vida de un verdadero esclavo del deseo sexual. Sin embargo, sería su libro Me muero por tu boquita de fresa, prohibido en Alemania en la década de los setenta, el que dio la primera voz de alarma sobre las inclinaciones pedófilas y sexualmente amorales del actor.

  Pola nació en 1952 de un embarazo no deseado, el de su odiosa madre Gislinde Kühbeck, que jamás sintió el menor afecto por ella. Mientras, su padre se cepillaba todo lo que se ponía a su alcance y peleaba por convertirse en el actor más grande de Alemania, pasando por encima de quien hiciese falta, pues su egoísmo era legendario. Durante estos primeros cinco años de vida, Pola es “aparentemente” feliz. “Aparentemente”, claro, pues no era difícil observar el rastro de los castigos desproporcionados que ya por entonces le infringían su madre y su padrastro. Un buen día, Kinski la llevó a la habitación de a un hotel; allí perdió para siempre su inocencia y se convirtió en el juguete sexual de su padre. La adicción de Kinski por su hija dio comienzo oficialmente en aquella habitación, y se alargó durante años. Al principio, el depredador se sirvió de oportunos pagos a Gislinde, que le permitía el acceso a su hija como si de una prostituta se tratase; posteriormente, sin embargo, Kinski tuvo que recurrir a un acoso brutal para conseguir sus fines, al menos hasta que Pola conoció a quien se convertiría en su compañero sentimental: Wolgang Hoepner.



Portada del libro de Pola Kinski
Nunca se lo digas a nadie (Circe, 2014)




—¡No volverás a tocarme! —sentenció una Pola algo más crecidita, enfrentándose al odio de un padre vengativo y rencoroso que acababa de perder su “boquita de fresa”, y que amenazaba con hundirle su carrera de actriz. Así como a la rabia no menos podrida de una madre que se había quedado sin su “fuente de ingresos”.



El amor, muchas veces, es una flor carnívora.

  











viernes, 22 de junio de 2018

El otro Jack







Ilustración de Alejandro Colucci
para la portada del libro
"El segundo asesino" de Sarah Pinborough (2013, Ed. Hidra)


El dr. Pombo Contraataca con su particular visión sobre los crímenes del asesino del torso del Támesis, todo un monstruo que cohabitó con el famoso serial victoriano Jack el destripador. No corrían buenos tiempos para Londres. 



Muchas gracias a Gabriel por cedernos este artículo de su blog Pombo & Pombo





¿Pudo un asesino en serie, aún más sádico que Jack el Destripador, coexistir con él y cometer sus atroces hazañas en similar tiempo y lugar? Si así hubiese ocurrido, vale preguntarse cómo pudo pasar tan inadvertido y "sin pena ni gloria" en la historia del delito. No cabría descartar, a priori, que las presuntas víctimas de homicidio no fuesen más que piezas anatómicas birladas de salas de disección clínica, y arrojadas en el río Támesis y en otros puntos de la geografía británica por inescrupulosos guasones. Tampoco correspondería obviar que en la mayoría de las encuestas judiciales, celebradas a raíz de esos abominables hallazgos, el jurado no emitió un veredicto de "asesinato premeditado". Ello fue así dado que los médicos forenses no fueron capaces de establecer con convicción que se trataba de crímenes. Formuladas estas salvedades, nos referiremos a esos cuerpos desmembrados, cuyas inquietantes apariciones dieron origen a la hipótesis del "Descuartizador del Támesis" o del "Asesino del Torso de Támesis". 

   La sombra de ese presunto victimario se proyectó con ominosa fuerza por primera vez en mayo de 1887, en el pueblo del valle del río Támesis, localidad de Rainham. Dos trabajadores portuarios extrajeron de las aguas un paquete que guardaba el torso de una mujer. Estaba ausente la cabeza y una porción superior del pecho. Durante los meses de mayo y junio, partes de ese mismo cuerpo emergieron en distintas zonas de Londres. 





   Los médicos forenses consideraron que las mutilaciones denotaban algún grado de conocimiento anatómico, pero que el cadáver no había sido disecado para fines clínicos. En suma, avalaron la teoría de un homicidio. Los galenos no pudieron discernir la razón de la muerte ni acreditaron que un acto violento hubiese tenido lugar, por lo que el jurado convocado para la encuesta judicial no tuvo más remedio que regresar trayendo a la sala un ambiguo veredicto de "Found Dead" ("Encontrado Muerto"). 

   La segunda eventual víctima de la serie de despojos humanos esparcidos en el río Támesis y sus aledaños fue advertida en setiembre de 1888, cuando cursaba su apogeo la cacería del exterminador de prostitutas de Whitechapel. El día 11 de aquel mes un brazo femenino fue avistado flotando en el río en la región de Pimlico. A su vez, el 28 de setiembre otro brazo se encontró en la carretera de Lambeth. 

   Finalmente, el 2 de octubre se descubrió el torso de una mujer al cual le faltaba la cabeza. Ese fragmento se ubicó en los terrenos de la obra de construcción del Nuevo Scotland Yard, y al suceso la prensa lo apodó el "Misterio de Whitehall" en honor al nombre de la calle donde se emplazaba dicho edificio. 

   Se llamó para estudiar los restos cadavéricos a varios forenses, entre ellos al doctor Thomas Bond. Este profesional evaluó que, de tratarse de un crimen, el matador había justificado ostentar algún grado de conocimiento médico. En general, los cirujanos no pudieron dar con evidencia que dilucidase de qué forma pereció la infortunada difunta. 

   El también forense Charles Alfred Hibbert (o Hebbert), ayudante de Bond, opinó que el brazo rescatado en el río pertenecía a aquel torso por la limpieza del corte asestado para separarlo del tronco y por el diámetro de las amputaciones que exhibía el cuerpo en dónde le fueron arrancados los miembros. Tras examinar los brazos, apuntó que: "Pensé que el brazo fue cortado por una persona que, si bien no era necesariamente un anatomista, sin duda sabía lo que estaba haciendo, pues conocía dónde estaban las articulaciones y daba muestras de que practicaba este tipo de cortes con bastante regularidad ". 





   La encuesta judicial subsiguiente se llevó a cabo el 8 de octubre bajo la presidencia del juez John Troutbeck, de Westminster. 

   Frederick Wildborn, primera persona en percatarse de los restos en el sótano del edificio, fue llamado para presentarse en el estrado. El testigo declaró que residía en el 17 de la Avenida Mansell, en Clapham Junction, y trabajaba de carpintero para la empresa Grover and Sons en la obra de construcción de la Nueva Scotland Yard. Manifestó que a las 6 en punto de la mañana del 1º de octubre se dirigió a las bóvedas para recuperar herramientas que allí guardaba, y vio lo que le pareció un abrigo raído tirado en una esquina. 

    Ese sector estaba muy oscuro incluso en el medio del día, y no pudo dar con sus herramientas. Por la noche, a las 5.30, volvió a descender al escabroso reducto y notó que el paquete continuaba en el mismo sitio, aunque no despedía mal olor. Esta vez decidió avisar a otros dos obreros, quienes destrabaron las ligaduras del cordel que rodeaba aquel envoltorio de ajados periódicos. Ante la mirada atónita de los tres hombres emergió el repugnante contenido. 

   Se infiere a partir de éste, y de otros testimonios, que el individuo que transportó el torso hacia dónde fuera hallado necesariamente lo hizo sirviéndose de luz artificial, dadas las penumbras del lugar. El perímetro estaba protegido mediante vallas que dificultaban el acceso. Quedó claro que el bromista -si fuese un cuerpo robado de una sala de disección- o el criminal –si se tratara de un homicidio- corrió un enorme riesgo de ser visto y atrapado. 





   Al cabo del sumario el jurado, obviando los indicios de que estaban frente a un asesinato, de nuevo pronunció un veredicto de "Found Dead" (1).

   Aunque en 1888 Jack el Destripador era la indiscutida "estrella criminal" -pues en apenas diez semanas de reinado había estremecido al Londres victoriano- al final de ese año el interés por sus fechorías principiaba a disminuir. Para junio de 1889 casi siete meses habían transcurrido sin un ataque que pudiera serle endilgado, y se alentaba la esperanza de que su sanguinario ciclo hubiese concluido. 

   Pero, en cuanto a los trozos de cuerpos diseminados en torno al Támesis, la siniestra retahíla recrudeció. En la mañana del 4 de junio, parte de un torso femenino se capturó de las aguas sobre la ribera de la localidad de Horselydown. Ese mismo día, en horas de la tarde, una pierna izquierda apareció debajo del puente Albert, en Chelsea. En la ulterior semana varios pedazos más de ese organismo fueron recobrados en las cercanías del río. 

   El influyente periódico Times de Londres, en su edición del 11 de junio de 1889, reprodujo un fúnebre resumen consignando que "los restos humanos encontrados hasta ahora son los siguientes: Martes, pierna izquierda y muslo en Battersea, parte inferior del abdomen en Horselydown; jueves, el hígado cerca de Nine Elms, la parte superior del cuerpo en Battersea-Park, el cuello y los hombros en Battersea; viernes, el pie derecho y parte de esa pierna en Wandsworth, la pierna y el pie izquierdos en Limehouse, sábado, el brazo izquierdo y la mano en Bankside, las nalgas y la pelvis en Battersea, en el muslo derecho en el Chelsea Embankment; y ayer, el brazo derecho y la mano en Bankside".




  Todos esos hallazgos originaron un sumario judicial que tuvo su inicio el 17 de junio del citado año. Según declaración de los profesionales forenses: "la división de las partes humanas demostró habilidad y método. Sin embargo, no se nota la destreza anatómica de un cirujano, sino más bien la sapiencia práctica de un carnicero o un desollador. Hay una gran similitud en la manera que se cortaron estos restos con los que fueron hallados en Rainham y en el nuevo edificio de la policía metropolitana en Whitehall".
   Por su lado, el 5 de julio el Times de Londres abundó que: "es opinión de los médicos actuantes que las mujeres habían fallecido sólo 48 horas antes de que sus organismos fuesen troceados, y que los cadáveres resultaron diseccionados por una persona que debe haber tenido algún conocimiento sobre las articulaciones del cuerpo humano". 

  También esta vez, los cirujanos fueron incapaces de determinar la causa de la muerte. No obstante, ahora el jurado arribó a un veredicto de "asesinato cometido con premeditación contra alguna persona o personas desconocidas".
    Al igual que aconteciera en las restantes emergencias, no se pudo ubicar la testa de la presunta asesinada; pero ahora su identidad fue establecida. Gracias a cicatrices de los brazos se identificó a la fallecida como Elizabeth Jackson, una prostituta que ejercía su oficio en Chelsea. Se trataba de una ramera muy pobre que carecía de hogar y a menudo dormía en el parque de Battersea. Había adoptado el hábito de colarse entre las roturas de las rejas circundantes cuando en la noche cerraban las puertas de aquel lugar público. 

   El perpetrador dejó una gran parte del torso en un sitio apartado del parque, lejos del acceso de la mayoría de los viandantes, y fue el jardinero quien se topó con esos despojos. Otra extremidad del cuerpo se localizó a corta distancia del anterior hallazgo, e iba envuelto en ropa vieja que portaba impreso el nombre "L. E. Fisher". 





    En la autopsia se constató que el útero estaba extirpado. El doctor Thomas Bond fue del parecer de que podría tratarse de un aborto mal practicado, con consecuencias fatales. El posterior fraccionamiento y dispersión de trozos del cadáver habría resultado, de acuerdo con esta conjetura, la infame tarea de un malogrado obstetra intentando ocultar las huellas de su delito. 

    Sea como fuere, conocer la identidad de la occisa, aunque resultó trascendente, no sirvió a la pesquisa policial pues en definitiva el caso quedó sin solucionar.
    El 17 de julio de 1889 se perpetró en el este londinense el homicidio de la prostituta Alice McKenzie, del cual se sospechó que pudo ser faena del Destripador. La prensa se encargó de dar pábulo al temor de que el mutilador del East End irrumpía de nuevo. Todos los médicos intervinientes -excepto el doctor Thomas Bond- coincidieron en que aquel crimen no pertenecía al nefasto psicópata. Pero quien sí parecía haber retornado a sus andadas vesánicas era el "Descuartizador del Támesis" o el "Asesino del Torso de Támesis".
    El 10 de septiembre, el agente de la policía metropolitana William Pennett cumplía su ronda a lo largo de la calle Pinchin, en Whitechapel, cuando dio con el torso de una mujer bajo un arco de ferrocarril. De igual manera que ocurrió con el caso de Alice McKenzie, este tétrico episodio produjo una frenética actividad en la policía del distrito. Pocos minutos después de descubrirse el cadáver el Comisionado de la Policía Metropolitana y numerosos detectives que habían participado en la investigación del caso Ripper se hicieron presente en la escena del presunto delito.


Alice McKenzie

   Oficialmente, los pesquisas incluyeron este eventual crimen en la categoría de los llamados "Asesinatos de Whitechapel" o "Muertes de Whitechapel", atento al distrito dónde apareció aquel cuerpo desmembrado. Pero, más allá de la localización geográfica, ponderando el modus operandi empleado y otros factores, este hallazgo cabría catalogarlo dentro de la saga atribuible al homicida de torsos del río, quien aquí habría mutado de hábitat a la hora de agredir. Alternativamente, se manejó que los restos constituían material de estudio anatómico desechado por estudiantes de medicina. Pero aún los investigadores que creían estar frente a un asesinato aceptaron, siguiendo la opinión forense, que no era una faena de Jack, dada la disimilitud entre las mutilaciones que aquél infligía con la amputación que presentaba ese cadáver.
   El especialista Michael Gordon propuso la teoría de que Jack el Destripador y quien por esas mismas fechas desmembraba cuerpos y los tiraba en las inmediaciones del Támesis, conformaron una misma persona y, además, también se atrevió a identificar al culpable que se ocultaba tras estos aberrantes procederes, y a quien sindicó como autor fue a Severin Klosowski, alias George Chapman, sin dar mayor importancia a la edad de este postulado sospechoso, ya que en efecto, el recién citado nació en 1865, y era apenas un niño de ocho años cuando comenzaron a verificarse los macabros hallazgos corporales de partes desmembradas de cuerpos humanos en la capital inglesa.
   No obstante, y en 1887, este sospechoso cifraba veintidós años, y podría sí haber sido un precoz desmembrador de mujeres así como un furibundo asesino de prostitutas. Que el citado supo asesinar féminas ya lo sabemos; pues acreditadamente ultimó a varias mediante envenenamiento. En apoyo de su teoría, el referido estudioso destacó que su sospechoso estuvo en Inglaterra durante los crímenes del Destripador y que habría regresado, luego de una estadía en el exterior, justo en el intervalo cuando ocurrieron las siniestras apariciones de cuerpos desmembrados en las cercanías del principal río británico.


Severin Klosowski 

   Los misteriosos y sórdidos descubrimientos verificados en torno al Támesis contaron con un posible antecedente entre los años 1873 y 1874. El 5 de setiembre de 1873, una patrulla de la policía del río, próxima a la localidad de Battersea, recogió fuera del agua un fragmento del tronco de una mujer. Poco más tarde, se fueron recolectando otras partes del mismo cadáver, a saber: un pecho derecho en Nine Elms, una cabeza en Limehouse, el antebrazo izquierdo en Battersea, la pelvis en Woolwich; y así sucesivamente, hasta que se armó un cuerpo casi completo. Al igual que sucediera con el caso de Rainham en 1887, al cabo de ese mes se reportó casi a diario en los periódicos sobre las partes del cuerpo que se iban recuperando. 

   Nuestro tan nombrado doctor Thomas Bond, a la sazón Cirujano Jefe de la Policía Metropolitana, emprendió un encomiable y lóbrego trabajo y fue reconstruyendo el cadáver cosiendo una a una las piezas. Recomponer el rostro de la finada significó un enorme desafío, pues la nariz y la barbilla estaban desolladas, y a la cabeza le había sido arrancado el cuero cabelludo. La piel de la cara de la víctima fue equipada de la manera más natural posible en esas horribles circunstancias.
   A pesar de que este pionero intento de reconstrucción forense se llevó a cabo con sumo "ingenio y habilidad" -conforme a expresiones de los periódicos- el cuerpo sólo podría ser reconocido por aquellos que estaban más "íntimamente familiarizados con las características físicas de la persona fallecida". La policía rechazó a muchos sujetos que se acercaron para saciar su morbo de contemplar el cuerpo destrozado. Entre éstos estaban "los comerciantes de horrores" que trataron de obtener un esbozo de los restos. Pero la policía obró con celo profesional, y únicamente a quienes se consideró con legítimas razones para ver los restos les fue exhibida una fotografía de los mismos.


Dr. Thomas Bond

   Comentando aquellas lesiones, la revista médica The Lancet informó que: "Contrariamente a la opinión popular, el cuerpo no había sido troceado, pero era cierto que las articulaciones se han abierto con habilidad, y los huesos resultaron perfectamente desarticulados, incluso en las articulaciones complicadas del tobillo y el codo. A su vez, en la articulación de la cadera y del hombro los huesos fueron toscamente aserrados".
Dado que esta vez devenía notorio que había atrás una mano criminal, un veredicto de "asesinato con premeditación contra alguna persona o personas desconocidas" fue alcanzado por el jurado en la encuesta judicial. El gobierno ofreció una recompensa de doscientas libras, y un perdón gratuito para cualquier cómplice que denunciara al ejecutor. Pese a ello, jamás se supo la identidad de la víctima, no se practicaron aprehensiones, y el asunto quedó a fojas cero. En el mes de junio del siguiente año de 1874 el organismo descuartizado de una fémina se extrajo de las aguas del Támesis, en la región de Putney.
   El rotativo News of the World del 14 de junio destacó que el cadáver carecía de cabeza y de extremidades, salvo una pierna, y que el torso fue trasladado a la morgue de Fulham. En ese ámbito, el cirujano forense E.C. Barnes manifestó que el cuerpo había sido dividido por su columna vertebral, y que se utilizó cal a fin de agilitar su descomposición antes de ser vertido en el agua. A despecho de parecer que se trataba de un homicidio, el jurado dictó un veredicto abierto. 

   Tal cual ocurriera en el incidente similar del año anterior, nunca se supo a quien pertenecían los fragmentos humanos, ni se capturó a sospechoso alguno.
   Aunque lo supra relacionado es lo único que goza de apoyo documental respecto a estas secuencias de muertes con desmembramiento, cabe anotar que el ensayista Michael Gordon en su libro The Thames Torso Murders of Victorian London (2002), pags. 14 a 16, introdujo la posibilidad de que en noviembre del año 1886 se consumase el descuartizamiento de una prostituta en el pueblo francés de Montrouge, que podría haber constituido faena del mismo matador. La información en la cual se basó proviene, empero, de una fuente escasamente confiable, a saber: "las crónicas del crimen", atribuidas al Dr. Thomas Dutton, presunto experto forense británico citado por el escritor Donald McCormick, creador a su vez de "La identidad de Jack el Destripador" (1959).



  De hecho, el enteléquico Dutton, en sus nunca editadas memorias, habría acusado a un feldcher (o sea, ayudante de cirujano) de origen ruso (o polaco) de haber estado residiendo desde 1885 a 1888 en Francia, y constituir el posible responsable de ese no registrado homicidio. Esta equívoca información la utiliza Gordon a fin de apuntalar su tesis de que el susodicho debió ser Severin Klosowski alias George Chapman; es decir: el candidato que este teórico postula a la identidad tanto de Jack el Destripador como de "The Killer Thames Torso".
  Dicha versión fue adoptada por la novelista Sarah Pinborough, quien en su thiller sobre el caso del Descuartizador de Támesis, editado en habla hispana bajo el rótulo de El segundo asesino (2013), comienza su narración recreando ese eventual crimen acaecido en Francia. El problema consiste en que los ripperólogos Stewart Evans y Keith Skinner en su libro Jack el Destripador. Cartas desde el infierno, publicado en español en el año 2003, demostraron que Donald McCormick se inventó la existencia del médico Thomas Dutton para poder respaldar así, con pretendidas pruebas, sus hipótesis acerca de Jack the Ripper. Por ende, todo cuanto a este personaje fabricado se vincula deviene, como es obvio, falso y ficticio.







(1) Lo señalado de que, al igual que otras veces, en la encuesta judicial instruida a raíz de los trozos corporales hallados en Whitehall y en la ribera del Támesis el jurado emitió un dictamen ambiguo, no se condice con lo que entendía la policía. 


En el reporte del CID del 10 de setiembre de 1889 suscrito por el inspector jefe Donald Swanson, asociado al hallazgo del torso de la calle Pinchin, consta que ese último caso se estimaba semejante a los de Rainham, Whitehall y Chelsea, y diferente a la serie de crímenes cometidos en 1888 en Whitechapel, sin dejarse dudas de que los tres casos aludidos eran considerados homicidios por las autoridades policiales. Luego de listar características de los crímenes que van desde el de Buks Row hasta el de Miller´s Court, y cotejar el de la calle Pinchin con éstos, se concluye que son muy disímiles, y que ese último caso:“…parece más bien ir al lado de los asesinatos de Rainham, Whitehall y Chelsea.” (“…It appears rather to go side by side with the Rainham, Whitehall and Chelsea murders.” 


Extraido del Reporte de la Policía Metropolitana N° 3/140, folios 136-140 del 10 de setiembre de 1889, citado en The ultimate Jack the Ripper sourcebook and illustrated encyclopedia de Stewart Evans y Keith Skinner, ps.531-533


* Reproducido en: "Jack el Destripador. La leyenda continúa", edición actualizada, Montevideo-Uruguay, 2015, editorial Torre del Vigía. ISBN. 978-9974-99-868-1, pags. 116 a 122, cuya portada se aprecia supra. 










viernes, 15 de junio de 2018

Entrevista a Nacho Ares






Hoy en Caosfera toca hablar de los prodigios y el glamour post mortem del mundo antiguo. Estrellas invitadas: Tutankhamón, Akhenatón, y un viejo amigo de ellos, el gran Nacho Ares, egiptólogo, historiador y escritor.






1. ¿De dónde nace su pasión por la historia de las civilizaciones antiguas?

Cuando tenía trece años leí el libro de C. W. Ceram Dioses, tumbas y sabios. Es una obra sobre arqueología que cuenta la historia de varios descubrimientos en Egipto, Mesopotamia, Grecia y América. Me fascinó, sobre todo, la parte de Egipto y Mesopotamia. Desde entonces vivo "enganchado" a la historia, y muy especialmente a la egiptología. 

2. Sabemos que siente una predilección especial por la figura de Tutankhamón. ¿Qué es lo que ha impulsado su fascinación por esta figura en particular? 

El modo en que C. W. Ceram describió el hallazgo de la tumba de Tutankhamón me sobrecogió. Leí después el propio libro de Carter, el descubridor, e intenté hacerme con otros libros que ampliaran mi conocimiento de la historia de este hallazgo. En aquella época, estoy hablando de mediados de la década de los ochenta, no había casi nada en castellano y los libros del extranjero eran caros y muy difíciles de conseguir en España. No había internet y el acceso a la información no era como ahora. Aún así, con tesón, conseguí hacerme con muchos trabajos que me ayudaron a aprender.

3. Tiene usted una importante producción literaria. De todos los libros que ha escrito, ¿cuál diría que es su preferido?

De las novelas me quedaría con La tumba perdida (2012), y de los ensayos, Tutankhamón, El último hijo del sol (2002). Este último es un ensayo sobre la historia del hallazgo y la novela empieza justo después del descubrimiento.

4. Háblenos sobre La hija del sol, que precisamente tiene al Faraón Akhenatón como eje central. ¿Cómo definiría el proceso creativo de esta obra? 

Habiendo sido un tema recurrente para mí desde mi infancia, y tras varios viajes a Egipto y diferentes estudios sobre la misma temática, mi conocimiento de esta cultura acabó siendo bastante amplio. Cuando me enfrento a una novela como La hija del sol, la historia es la que es. Sabemos que Akhenatón subió al trono y que más tarde murió. Hay muchas lagunas en este período y personajes singulares absolutamente desconocidos como los protagonistas, la hermana del faraón Isis, y Hat, un escriba. Esto me permite usarlos para recrear lo que las investigaciones modernas piensan que pudo pasar. Antes de empezar a escribir siempre tengo un esquema de lo que se va a contar, normalmente las dos terceras partes de la novela. El final suele aparecer por sí mismo.

5. ¿Diría usted que la figura de Akhenatón es una de las más enigmáticas de la historia? 

Más que enigmática yo creo que lo que se ha contado de él ha estado en muchas ocasiones tergiversado. Es cierto que no sabemos mucho, pero hoy sabemos infinitamente más de lo que se conocía de él hace un siglo, cuando se le tachaba de pacifista, visionario de la religión monoteísta, etc. Hoy sabemos que todo eso son mitos construidos a finales del siglo XIX. 

6. ¿Hasta qué punto la figura de monoteísta, déspota, totalitarista y cruel que nos ofrece en su novela, es irrebatible? ¿Encontró señales de un comportamiento opuesto o que le hiciera dudar de su visión? 

Lo que digo en la novela está basado en hechos históricos. La imagen de Akhenatón se ha idealizado siempre. Se decía que era monoteísta, y es una afirmación falsa. Hemos encontrado en Amarna capillas y amuletos de otros dioses. Su persecución al culto a Osiris es relativa. ¿De qué otro modo podría explicarse la presencia de ushebtis, figuras funerarias creadas por y para Osiris, en su tumba? Lo de pacifista debe ser tomado con la misma prudencia; una persona que empala a sus enemigos no puede ser considerada pacifista, tampoco sanguinaria, porque todos en aquella época eran iguales. Pero por este motivo no podemos decir que Akhenatón fuese la excepción a la regla. ¿Que fue singular?, eso no lo puede negar nadie. ¿Único?, también. Pero no iba por el desierto levitando y colmándose de los rayos de Atón como se ha contado. 

7. ¿Cree que realmente la tumba descubierta por Ayrton en el año 1907 podría corresponderse con la de Akhenathón, o sólo es una suposición? 

Yo creo que es un almacén donde se depositaron objetos de la tumba de Akhenatón. Seguramente fuese Tutankhamón quien los llevara hasta allí. Pero no hay confirmación de nada. La momia parece que es, según el ADN, el padre de Tutankhamón, pero eso no quiere decir que fuera Akhenatón. Podría ser otro el padre. 

8. Como comentábamos anteriormente, si hay una figura por la que usted siente una especial fascinación es la del faraón Tutankhamón. En el año 2002 la editorial Oberon lanzó su obra titulada El último hijo del sol. En ella narra el descubrimiento de la tumba KV62 en el año 1922. ¿Cree en la verdadera posibilidad de una maldición o se decanta más por una explicación “natural” de los acontecimientos?

No creo que haya maldición, pero las muertes están ahí. ¿Casualidad? seguramente, pero cuando la ciencia busca una razón lógica para explicarlas, es que las muertes se produjeron. 

9. ¿Piensa que algún día llegarán a resolverse todos los misterios de la tumba de Tutankhamón?  

No, sería una decepción. El encanto de Tutankhamón reside en el hecho de todo lo que no sabemos de él. Aunque contamos con su tumba casi intacta, es mucho lo que queda por conocer de él, y eso lo convierte en un personaje carismático. 

10. En su extensa carrera no sólo podemos encontrar libros de egiptología, también ha tocado personajes como Ana de Mendoza. ¿Podría darnos alguna pista de su próximo trabajo? 

En octubre saco un nuevo ensayo sobre historia de la arqueología en Egipto. Es un viejo proyecto que me apetecía hacer desde hace años y que por fin he podido abordar.






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viernes, 8 de junio de 2018

Buques del infierno

Prisioneros con las manos atadas a la espalda durante la marcha de la muerte de Bataan

Hoy nuestro colaborador David López Cabia, escritor de novela bélica, articulista bélico y economista, nos habla del infierno en la tierra: la brutalidad japonesa durante la segunda guerra mundial y los llamados hell ships, buques japoneses para el transporte de prisioneros. La historia que jamás debemos olvidar.






El 7 de diciembre de 1941, las fuerzas japonesas atacaron a la flota estadounidense en Pearl Harbor. Poco después, los ejércitos nipones se lanzaron al ataque, conquistando vastas extensiones de terreno en Asia y el Pacífico. Rápidamente cayeron en manos japonesas territorios como Hong Kong, Filipinas, Singapur, Malasia o las Indias Orientales Holandesas. 

  El comportamiento del soldado japonés durante la conquista y la ocupación fue brutal e implacable. Fanatizados por años de propaganda y adoctrinamiento, los japoneses no mostraban piedad con los prisioneros. El código del bushido, profundamente interiorizado por el soldado japonés, establecía que la rendición era una deshonra. 

   El 3 de abril de 1942, en la provincia de Bataan (Filipinas), tropas filipinas y estadounidenses quedaron acorraladas por los japoneses y se vieron obligadas a capitular. Las penurias de aquellos prisioneros de guerra no habían hecho más que empezar.
  
  Las tropas capturadas recorrieron largas marchas a pie mientras eran conducidas a los campos de prisioneros. Los japoneses, que habían previsto un número muy inferior de prisioneros, no disponían de suficientes recursos para alimentarlos. Los hombres sucumbieron a la desnutrición y a los malos tratos de los japoneses. Los nipones golpeaban y clavaban sus bayonetas a quienes no podían seguir la marcha. Se calcula que entre siete mil y diez mil hombres murieron a causa de la malnutrición y la brutalidad japonesa. Tan amargo trayecto fue denominado la marcha de la muerte de Bataan.

  Los supervivientes fueron recluidos en diversos campos de prisioneros. Una de aquellas instalaciones era el campo de Cabanatuan. La situación no fue precisamente mejor tras la marcha de la muerte de Bataan. En aquel recinto, cercano a la ciudad de Cabanatuan, hasta ocho mil hombres llegaron a estar recluidos. Los internos en Cabanatuan subsistían con una pobre dieta, que consistía en insuficientes raciones de arroz cocido, fruta, sopa o carne. Para poder complementar la alimentación, los prisioneros mataban animales como ratones, patos, perros callejeros o serpientes. Si la situación lo requería, robaban alimentos o se las arreglaban para sobornar a los guardias. La malnutrición debilitó a los prisioneros; las costillas se les marcaban sobre la piel y muchos sucumbían a enfermedades como la disentería y la malaria. Sólo gracias a que la resistencia filipina logró introducir de manera clandestina pastillas de quinina, cientos de prisioneros lograron sobrevivir a la malaria.


Prisionero torturado en uno de los campos japoneses


  Los internos eran obligados a trabajar para los nipones en la construcción de armamento, descargando buques y reparando campos de aviación. En Cabanatuan la Convención de Ginebra era papel mojado. Los prisioneros sufrían las vejaciones y torturas de unos guardias japoneses que los despreciaban por haberse rendido. 

  Pero a medida que transcurrían los meses, la guerra en el Pacífico dio un vuelco. Los japoneses comenzaron a perder terreno, los marines avanzaban de isla en isla y el ejército del general Douglas MacArthur se acercaba a las Filipinas. 

  La desesperación se apoderaba de los nipones, que veían cómo los estadounidenses se aproximaban inexorablemente hacia su patria. Antes de que las tropas de MacArthur desembarcasen en Luzón, el Comando Imperial Japonés ordenó enviar a Japón a todos aquellos prisioneros que se encontrasen en buenas condiciones físicas. Estas órdenes afectaban directamente a los hombres prisioneros en Cabanatuan. Aquellos prisioneros iban a ser utilizados como esclavos en fábricas de municiones, minas, astilleros y fundiciones. 

  En octubre de 1944 los japoneses habían perdido el control aéreo de los mares. Por ello, se decidió efectuar un último envío de prisioneros estadounidenses a Japón. Mil seiscientos hombres debían partir hacia Japón.

  Los prisioneros comenzaron a sospechar que tras aquel viaje no aguardaba nada bueno. La única forma de librarse de ir a Japón era estar enfermo, pero para ello era necesario probarlo. Se tomaron muestras de las heces de los prisioneros para comprobar si padecían disentería. Los enfermos de disentería más avispados vendieron sus heces frescas a los sanos, para de ese modo hacer creer a los japoneses que estaban enfermos. Fueron muchos los que valiéndose de aquel ardid lograron posponer la travesía de Japón.

  Una vez cerrada la lista de embarque, un total de mil seiscientos hombres fueron transportados en camiones hasta Manila. Al llegar al puerto fueron conducidos hasta un viejo transatlántico de lujo construido en 1930. El buque había sido bautizado como Oryoku Maru.

Oryoku Maru


  Los prisioneros compartirían barco con dos mil pasajeros japoneses, muchos de los cuales viajaban con sus esposas e hijos. Estos pasajeros eran quienes ocuparían la primera clase. Se trataba de diplomáticos, ingenieros, oficinistas, contables y comerciantes de regreso a su patria. 

  Mientras aguardaban bajo el sofocante calor de Filipinas, contemplaron un espectáculo de destrucción en el puerto de Manila. Por doquier había buques hundidos. Y es que la aviación estadounidense había causado estragos entre los barcos japoneses. Fueron muchos los que se estremecieron ante un futuro incierto. 

  Los prisioneros descendieron por las escalerillas hasta quedar encerrados en los lúgubres compartimentos de carga. El calor era insoportable y los hombres estaban hacinados. Los hombres sudaban y temían sucumbir a la sed. Hubo quienes se desplomaron por la falta de oxígeno. Los más desesperados comenzaron a lamer los laterales de la cubierta tratando de hallar gotas de condensación. El pánico cundió y los gritos llegaron a escucharse en cubierta.

  Un intérprete japonés amenazó a los estadounidenses, diciendo que si continuaban gritando cerraría la escotilla de la compuerta. Poco después, el Oryoku Maru se puso en marcha. El aire fresco no fluía en los compartimentos de carga. Se produjeron nuevos gritos de pánico y el intérprete japonés, cumpliendo su amenaza, cerró la escotilla.

  La desesperación provocó que los hombres colisionasen unos contra otros. El tumulto era una masa hacinada languideciendo en un habitáculo asfixiante. Solo la intervención de un oficial llamado Frank Bridget logró imponer algo de calma. Bridget habló con el intérprete y le explicó la terrible situación que estaban padeciendo, también pidió cubos de agua y que dejase la escotilla abierta. El intérprete accedió y permitió a los prisioneros subir a cubierta en grupos de cuatro.

  El Oryoku Maru zarpó de la capital filipina el 13 de diciembre de 1944, dejando atrás la bahía de Manila y bordeando la península de Bataan. Inmersos en la profunda oscuridad, los hombres gritaban, lloraban, se golpeaban y se arañaban. Los estragos causados por la sed obligaron a muchos a beber sus propios orines. El delirio de aquella claustrofóbica mazmorra llegó a que los más sedientos, con tal de satisfacer sus necesidades de líquidos, acabasen mordiendo a sus compañeros para beber su sangre. 

  Con la primera luz del día, contemplaron los resultados de aquella pesadilla. Cincuenta hombres habían muerto a causa de la falta de oxígeno y por culpa del calor.

  Alrededor de las 08:30 de la mañana del 14 de diciembre de 1944, los aviones surcaron los cielos. El Oryoku Maru, navegando lentamente, se dirigía hacia la costa occidental de Bataan. Tronaron los cañones antiaéreos del barco, llenando el cielo de volutas de humo negras y grises. Los aviones estadounidenses dispararon contra la cubierta y las balas rebotaron en la bodega, hiriendo a varios prisioneros. Frank Bridget, tratando de tranquilizar a sus hombres, se encargó de narrar la batalla mientras los aviones volaban en círculos alrededor del Oryoku Maru.

  Los pilotos ametrallaban con insistencia la cubierta, dejando un reguero de japoneses muertos. El Oryouku Maru era un blanco fácil para los aviones estadounidenses.



  Una bomba impactó muy cerca del buque japonés, provocando un agujero justo encima de la línea de flotación. Los hombres sintieron la sacudida de la explosión. El barco, dañado, se dirigió hacia Punta Olapongo.

  Al caer la noche, los japoneses fueron evacuados hasta la costa en botes salvavidas. Llegado el 15 de diciembre, el intérprete ordenó a los prisioneros que se prepararan para abandonar el buque. Debían nadar cuatrocientos cincuenta metros hasta llegar a tierra. Mientras se disponían en grupos, escucharon el rugido de los aviones abalanzándose sobre su indefensa presa. Las bombas impactaron contra el barco y doscientos hombres murieron al instante.

  Los prisioneros abandonaban una humeante bodega. Los médicos trataban de atender a los heridos como buenamente podían y los guardias señalaban con sus armas el lugar hacia el que los prisioneros debían nadar.

  En la playa, los guardias, con el dedo pegado al gatillo de sus ametralladoras, disparaban a cualquiera que considerasen que se acercaba demasiado. Mientras tanto, en cubierta, los americanos, gesticulando a los pilotos, consiguieron hacerles comprender que estaban bombardeando un barco que transportaba prisioneros. Los pilotos se percataron, viraron y sus aviones se desvanecieron como insignificantes puntos en el firmamento.

  Tras abandonar la playa, los prisioneros fueron agrupados en un campo de tenis. Bajo un sol implacable se procedió al recuento de hombres. Quedaban mil trescientos prisioneros, muchos gravemente heridos, sufriendo heridas abiertas y con sus cuerpos desgarrados por la metralla.

  Horas después, los pilotos regresaron y terminaron de hundir el Oryoku Maru. Los prisioneros, desde la pista de tenis, celebraron el hundimiento del barco.

  Durante seis días, los estadounidenses aguardaron en la pista de tenis. Allí soportaron las temperaturas de un sol inclemente sin ningún tipo de protección, sufriendo graves quemaduras en su piel. Fueron alimentados con exiguas raciones de arroz y disponían de un único grifo para saciar su sed. Decenas de hombres perecieron en aquellas circunstancias tan miserables. 

  Los médicos solicitaron a los japoneses el traslado de los hombres que revestían un mayor estado de gravedad. Suplicaron que fuesen enviados a un hospital de Manila o al campo de Cabanatuan. Los japoneses subieron a un camión a los quince heridos más graves y los condujeron a un lugar apartado en la selva, donde, valiéndose de sus sables, fueron decapitados.

Liberación del campo de prisioneros de Cabanatuan


  Los mil trescientos supervivientes tuvieron que esperar en una vieja escuela próxima a las playas del golfo de Lingayen, hasta que el 28 de diciembre de 1944, subieron a un viejo barco llamado Enoura Maru. Aquella patética embarcación había sido utilizada para transportar caballos y en su interior flotaba la pestilencia del amoniaco, entremezclándose con los orines animales y la fetidez del estiércol. 

  El Enoura Maru zarpó del golfo de Lingayen, atravesando las aguas del mar del sur de China. El mal tiempo brindó la oportunidad de recoger agua en sus escudillas y cantimploras a los prisioneros. Los japoneses, de vez en cuando, les daban un cubo de arroz hervido, que rápidamente quedaba cubierto por un enjambre de moscas negras. Pasado un tiempo, los nipones dejaron de alimentar a los prisioneros, que rebuscaron entre el heno rancio copos de avena con los que alimentarse. Cuatro o cinco prisioneros morían cada día. Los cuerpos eran envueltos en sacos de arpillera cargados con piedras y eran lanzados al mar. 

  Finalmente, el 1 de enero de 1945, el Enoura Maru atracó en el puerto de Takao, en Formosa. Los japoneses desembarcaron a sus heridos, pero los prisioneros permanecieron a la espera mientras el viejo barco permanecía anclado en el puerto. 

  El 9 de enero de 1945, la aviación estadounidense volvió a aparecer. El Enoura Maru fue alcanzado. La explosión penetró en la bodega y una lluvia de astillas cayó sobre los hombres. Un enorme timón de acero cayó en la bodega y cientos de prisioneros perdieron la vida aplastados. Algunos trataron de levantar el timón para ayudar a sus compañeros, pero sus fuerzas no fueron suficientes. En la bodega el espectáculo era aterrador, los cuerpos estaban desmembrados y apilados en extrañas posturas. Para colmo de males, los japoneses no ofrecieron ningún tipo de ayuda hasta pasados tres días. 

  Los cadáveres de los prisioneros muertos en el bombardeo al Enoura Maru fueron llevados a seis kilómetros de la playa y enterrados en una fosa común. Un total de doscientos noventa y cinco estadounidenses habían muerto en el Enoura Maru.



  Decididos a cumplir con su misión de transportar a los prisioneros hasta Japón, los nipones embarcaron a los estadounidenses en un tercer barco: el Brazil Maru. El 13 de enero de 1945 el barco partió del puerto de Takao, llegando a Moji (Japón) el 29 de enero. Unos quinientos hombres murieron durante la travesía.

Brazil Maru


             
Liberación de prisioneros estadounidenses en un campo de concentración japonés




Bibliografía: "Némesis, la derrota del Japón. 1944-1945". Max Hastings.

                      "Soldados del olvido". Hampton Sides





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