viernes, 9 de abril de 2021

El cine de la zona púrpura: la corriente esotérica del celuloide

 





A estas alturas, Jose Ángel Conde no necesita presentación, pues es uno de nuestros colaboradores más habituales que, además, ha nutrido el universo de Caosfera con artículos verdaderamente interesantes e indispensables. Se le quiere. Esta semana está de nuevo entre nosotros para hablar de uno de nuestros temas preferidos: el esoterismo en el cine. Disfrutad de este artículo plagado de información y, sobre todo, tomad nota de todos los nombres que en el aparecen y de las principales producciones que todo aficionado al ocultismo y esoterismo debe disfrutar...





Ocultismo y esoterismo


La relación que vincula ocultismo y esoterismo, las llamadas ciencias ocultas, con el cine se remonta a los mismísimos inicios de este y se extiende como una corriente subterránea no siempre fácil de identificar. Quizá una de las razones de esta indeterminación sea la incomprensión del correcto significado de ambos complejos conceptos. El término “ocultismo” quedaría bien delimitado en la definición de la RAE: “Conjunto de conocimientos y prácticas mágicas y misteriosas, con las que se pretende penetrar y dominar los secretos de la naturaleza”. Pero no es tan preciso lo que se refiere allí sobre la palabra “esoterismo”, la que conviene matizar más. En su relación con las ciencias ocultas, el “esoterismo” se entendería como el conjunto de doctrinas, ritos, tradiciones o prácticas que se transmiten a una minoría de iniciados. En su sentido literal, lo “esotérico” se refiere a lo interior, lo íntimo, lo oculto, frente a lo “exotérico”, lo exterior, lo común, lo accesible. El “esoterismo” sería pues aquella rama del conocimiento que busca entender el mundo y el hombre atendiendo a sus causas internas, mientras que el “exoterismo” se referiría a las causas externas.

  ¿Qué podría entonces entenderse como cine ocultista y/o esotérico? Como certeramente expone Jesús Palacios en su artículo Cine y ocultismo: Apuntes para una visión mágica del cinematógrafo no se trata tanto de la utilización del ocultismo como recurso argumental, tan propia del cine fantástico, sino que es más bien una cuestión de intención y de forma que no se limita a un género específico. La intención tiene que ver con la convicción seria que tienen ciertos creadores de que el celuloide puede ser una suerte de proceso alquímico con el que revelar y transmitir un saber oculto que se esconde más allá de nuestra percepción habitual y nuestras concepciones establecidas. La historia del séptimo arte, como la de cualquier otra disciplina, está plagada de ejemplos de artistas vinculados a todo tipo de sociedades herméticas y cultos iniciáticos, pero esto no es condición indispensable para que algunos realizadores se sientan fascinados por su doble naturaleza mágica, mágica en su sentido más literal, por su capacidad de plasmar lo etéreo y de crear a su vez mundos y realidades propios. El cine se movería así en la “Zona Púrpura” (“Mauve Zone”), concepto acuñado por el ocultista Kenneth Grant, discípulo a su vez del célebre mago Aleister Crowley y miembro de la sociedad OTO (Ordo Templi Orientis), que se refiere a una especie de mundo introspectivo situado en los límites de la realidad, entre lo que podemos experimentar y lo que no existe, lo que sólo podemos concebir. “El artista crea misteriosamente la verdadera obra de arte por vía mística” expresa Wassily Kandinsky en su ensayo de referencia De lo espiritual en el arte (Über das Geistige der Kunst, 1911). Aquí es donde entra la cuestión de la forma, ya que la misión de los cineastas es oficiar un ritual visual con el que moldear el plasma de lo posible, explorando los caminos expresivos de la imagen, su poder simbólico y sensorial, dando como resultado obras de gran fuerza sugestiva pero de difícil comprensión racional.







La serpiente fílmica

Esta labor de exploración comienza ya dentro del movimiento que sentará las bases del lenguaje cinematográfico en general y del género fantástico en particular, el mal llamado Expresionismo alemán, ya que, y aquí coincido de nuevo con Jesús Palacios, tiene más de simbolista que de expresionista. Y es que esta corriente teutona será el resultado del trabajo pionero de numerosos artistas de vanguardia, muchos de ellos ocultistas, como es el caso del novelista Hanns Heinz Ewers, guionista, entre otras, de El estudiante de Praga (Der Student von Prag, 1913), o Albin Grau, artista, arquitecto, productor, director artístico y uno de los principales responsables de la seminal Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (1922) de Friedrich Wilhelm Murnau, primera versión cinematográfica no oficial de la novela Drácula. Unos y otros dejarán una marcada impronta esotérica en sus películas mediante el uso expresivo del claroscuro, innovadores y antirrealistas decorados, fantasmagóricos trucos de montaje e historias cargadas de alegorías: Robert Wiene con El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920) y Las manos de Orlac (Orlacs Hände, 1924); Fritz Lang con Der Müde Tod (1921) y Metropolis (1927); o el propio Murnau con Satan (1920), Fausto (Faust: Eine deutsche Volkssage, 1926) o Amanecer (Sunrise, 1927). En esta tendencia de principios de siglo se podrían incluir también dos títulos del primer cine escandinavo, La carreta fantasma (Körkarlen, 1921) de Victor Sjöström y La brujería a través de los tiempos (Häxan, 1922) de Benjamin Christensen, aparte de las películas mudas del genio danés Carl Theodor Dreyer, en especial Vampyr (Vampyr - Der Traum des Allan Grey, 1932), aunque sus más célebres y abstractas obras sonoras tampoco dejarán de bascular entre el misticismo religioso y el ocultismo.

  Tras el doble Armagedón del nazismo y la guerra las audacias esotéricas quedarán mayormente diluidas en el cajón de sastre del cine de género y la Serie B, aunque en estos campos algunos nombres demostrarán más osadía que otros en la presentación de la temática, como es el caso de Jacques Tourneur y su trilogía de horror formada por La mujer pantera (Cat people, 1942), Yo anduve con un zombie (I walked with a zombie, 1943) y La noche del demonio (Night of the Demon, 1957). La necesidad transgresora de la tendencia ocultista provocará que sus películas y autores se alejen de los circuitos comerciales y se expresen o bien en el cine de autor más arriesgado, o bien en el cine experimental y el underground, identificación que seguirá hasta nuestros días. En este sentido tenemos la figura fronteriza del órfico artista total francés Jean Cocteau y, en especial, los dos grandes profetas de la experimentación en EEUU: Maya Deren y Kenneth Anger.

  La breve obra de Maya Deren se desarrolla sobre todo en los años 40 y está cargada de espiritualidad, fusionando danza, artes plásticas, mitología y arquetipos jungianos en una serie de cortos y mediometrajes (Meshes of the afternoon (1941), Ritual in transfigured time (1946)), un documental en torno a rituales vudú en Haití (Divine horsemen: The living gods of Haiti, terminado de montar en 1977), así como varios proyectos inacabados que bastarían para dejar huella en la vanguardia cinematográfica posterior. Kenneth Anger por su parte es el auténtico gurú e icono viviente de algunas de las tendencias culturales más decisivas de la segunda mitad del siglo XX, como son el movimiento hippie y la psicodelia, la cultura pop o la militancia queer. Thelemita practicante, su dilatada y polémica filmografía se extiende hasta la actualidad y se desarrolla tan sólo en los campo del corto y el mediometraje. Su denominado “Ciclo de la Linterna Mágica” será decisivo en la creación de la disciplina del videoclip e influirá en cineastas tan importantes como Martin Scorsese, Guy Maddin o David Lynch, en especial Inauguration of the Pleasure Dome (1954), Invocation of my Demon Brother (1969) y Lucifer rising (1972), películas en las que no duda en hacer proselitismo de la religión revelada por su admirado Aleister Crowley.

  A partir de aquí la serpiente púrpura del esoterismo reptará libremente bajo la corriente fílmica, apareciendo de forma esporádica y aleatoria, adoptando todo tipo de formas, rompiendo fronteras e inspirando el daimon de numerosos visionarios de lo audiovisual. Sería interminable ahondar en las características que los distinguen, dada la vastedad del espectro abarcado. Por ello nos limitaremos a nombrar los principales nombres y títulos en un resumen lo más sucinto posible. En una esfera internacional el polifacético genio de Alejandro Jodorowsky que, más allá de las ínfulas surrealistas de sus inicios en el Grupo Pánico en su primer film, Fando y Lis (1969), nos legará una obra magna caracterizada por la plasmación de sus teorías sobre la psicomagia, inclusive en los terrenos de la literatura y el comic, con tres películas esenciales: el viaje iniciático de El Topo (1970), la metáfora alquímica de La montaña sagrada (The Holy Mountain, 1973) y el gnosticismo de Santa Sangre (1989). En EEUU el cine ultraexperimental de Harry Smith, Craig Baldwin y Edmund Elias Merhige, uno de los creadores audiovisuales más influyentes de finales del pasado siglo, merced a la alucinada alegoría monocroma de Begotten (1991) y sus innovadores videoclips para el artista Marilyn Manson, además de ser, a modo sincrónico, responsable de la revisitación del mito de Nosferatu La sombra del vampiro (Shadow of the vampire, 2000). En la mágica Gran Bretaña The Wicker Man (1973), de Robin Hardy, se convertirá en película emblemática del folk horror y el neopaganismo, y los principales druidas audiovisuales serán Nicolas Roeg, Robert Fuest y Ken Russell. En Europa del Este se harán valer las tradiciones del folklore eslavo y el mestizaje centroeuropeo, con varias películas insignia como la soviética Viy, espíritu del mal (Viy, 1967) de Konstantin Yeshov, la checa Valerie y su semana de las maravillas (Valerie a týden divu, 1970) de Jaromil Jirés, y el más reciente y conspiranoico fresco ruso Generation P (2011) de Victor Ginzburg, además de un respetable puñado de cabalistas de la disidencia: los checos Juraj Herz y Jan Švankmajer, los polacos Wojciech Has, Jerzy Kawalerowicz y Andrzej Zulawski, y el armenio Sergei Parajanov. En Japón tenemos una temprana corriente literaria muy cercana al expresionismo alemán, el movimiento Shinkankakuha (Nueva Sensibilidad) que es descrito por uno de sus fundadores, Riichi Yokomitsu, como “la directa, intuitiva sensación de una subjetividad que desgrana los aspectos exteriores naturalizados y se sumerge en la cosa en sí” y que tendrá su mejor representación en la pantalla con el clásico A page of madness (Kurutta ippêji, 1926) de Teinosuke Kinugasa. Además de los numerosos ejemplos de animes con aliento ocultista, el campo de la animación no podía faltar con la lisérgica Belladonna of Sadness (Belladonna Smutku, 1973) de Eiichi Yamamoto. Entre los devotos de la sensibilidad esotérica en Japón se encuentran el Anger nipón, el cortometrajista y pionero queer Toshio Matsumoto, y los independientes Nobuhiko Obayashi, Masahiro Shinoda y Akio Jissoji. En Latinoamérica vibra con especial fuerza la tierra chamánica de Brasil, con el santón del Novo Cinema brasileño Glauber Rocha, los aquelarres y el vudú filmados en la exploitation erótica de José Mojica Marin (aka Zé do Caixão, aka Joe Coffin) y, más recientemente, el crowleyano grupo Paraísos Artificiais, formado en 1992 y comandado por Paulo Sacramento. México contribuirá por su parte con uno de los talentos visuales más originales de las últimas décadas: Carlos Reygadas. En África el film chamánico La luz (Yeelen, 1987) del maliense Souleymane Cissé y en el mundo árabe el cine zoroastrista del pakistaní Jamil Dehlavi. Y, por supuesto, la onda expansiva mística llegará también hasta España, arrancando desde los tiempos de la postexpresionista y teosófica La torre de los siete jorobados (1944) de Edgar Neville, para impregnar después todo el fantaterror nacional, proseguir con la experimental reinterpretación de la vampirización en Arrebato (1979) de Iván Zulueta, el mesianismo en Renacer (Reborn, 1981) de Bigas Luna y el simbolismo postmoderno de La Fura dels Baus en Fausto 5.0 (Alex Ollé, Isidro Ortiz y Carlus Padrissa, 2001), culminando con los nombres propios de Agustí Villaronga y Carlos Vermut.

  En la actualidad asistimos a un nuevo renacimiento de las cuestiones esotéricas y la espiritualidad, muy propio de los tiempos de crisis, tanto económica como de valores, que por supuesto ha vuelto a eclosionar en el cine, con la diferencia de que ahora las audacias formales no estarán tan reñidas con la repercusión comercial como en el pasado, quizá en parte por el cambio de paradigma que han forzado las nuevas tecnologías. Será el caso de películas de éxito como The Witch (2015) de Robert Eggers, A cure for wellness (2017) de Gore Verbinski, Hereditary (2018) y Midsommar (2019) de Ari Aster, Under the Silver Lake (2018) de David Robert Mitchell, o el presunto remake de Suspiria (2018) de Luca Guadagnino. Todas ellas cuentan con argumentos de enorme complejidad, narraciones no lineales y hallazgos visuales que no apelan precisamente a la comprensión racional del espectador, regodeándose además sin tapujos en la imaginería esotérica. Un ejemplo muy significativo es el de la irlandesa A dark song (2016), de Liam Gavin, que en ocasiones se confunde con un manual didáctico de invocación mágica. True detective (2014), de Nic Pizzolatto, Legion (2017), de Noah Hawley o el biopic del ocultista Jack Parsons, Strange angel (2018), de Mark Heyman, demuestran que el boyante mercado de las series norteamericanas no es en absoluto ajeno a todo esto. Y aún más lejos están llegando los novicios radicales Nicholas Winding Refn, discípulo reconocido de Kenneth Anger, el enoquiano Ben Wheatley y el mago del caos Panos Cosmatos, auténticos señores de la Zona Púrpura, de una nueva creatividad que se parece a todo y a nada. El cine anticomercial por su parte adquiere mayor complejidad abriéndose a todo tipo de formatos, desde la videocreación y el collage audiovisual, hasta las instalaciones, la performance o la música electrónica, con artistas que se erigen en profetas de una suerte de arte total, siendo sus sigilos más visibles los trabajos invocadores y evocadores del thelemita Raymond Salvatore Harmond y los delirios visuales y brujeriles, mezclados con fetichismo vintage, del padrino de la música witch house, Cosmotropia de Xam. Y cada vez son más los creadores individuales que se lanzan a producir sus propios mensajes revelados con las mínimas herramientas de distribución, un underground casi casero pero de enorme valor artístico, en el que se puede incluir al alemán Carsten Frank. Parece como si en una era tan tecnológica y falsamente positivista como la nuestra los alabados cambios en la comunicación no hubiesen hecho más que alimentar la paradoja de un resurgimiento de la inquietud espiritual y que lo audiovisual se hubiese transmutado de forma inconsciente en la auténtica Opus Magna que nos prepare para el advenimiento de un nuevo eón.







El sendero del mago audiovisual

Valga este comprimido resumen de nombres y títulos como perspectiva muy general de lo más manifiestamente esotérico que ha dado la pantalla, pero se hace necesario insistir que la sabiduría oculta es un motivo ancestral que ha permeado y permeará el arte de todas las culturas. Por ello se constituye como una opción estética y conceptual por la que muchos cineastas han optado en algún momento pese a seguir luego caminos más personales. Ejemplos hay muchos y algunos de ellos se cuentan entre los más grandes exponentes que ha dado este medio: Ingmar Bergman, Stanley Kubrick, Pier Paolo Pasolini, Andrei Tarkovsky, Werner Herzog, Darío Argento, John Boorman, William Friedkin, Derek Jarman, David Lynch, Darren Aronofsky, Gaspar Noe... Quizá el caso más ambiguo sea el de Roman Polanski y su bien conocida, parafraseando a los Rolling Stones, “simpatía por el diablo”, que ha estigmatizado su carrera ya desde aquella película “maldita” que fue La semilla del diablo (Rosemary's Baby, 1968), pese a su claro escepticismo religioso. Lo suyo es más una fascinación distante e irónica, aunque uno duda de ello al ver la erudita y seria pintura que hizo del luciferismo en la menospreciada La novena puerta (The ninth gate, 1999).

  Tras lo expuesto queda claro que es complejo determinar cuándo nos encontramos ante una forma de expresión netamente “ocultista”. Quizá arrojemos algo de luz cuando en un próximo artículo analicemos la obra concreta de un artista contemporáneo que por el contenido y la manifiesta complejidad simbólica de su propuesta deja pocas dudas para ratificarle como un conocedor y practicante de la filosofía esotérica, al menos en su faceta creativa. Intentaremos descifrar y exponer por un lado el dogma, la personalidad y el conocimiento que esconde, y por otro el ritual, la magia ceremonial que utiliza para transmitirlos, del cine de Carsten Frank y quizá así consigamos averiguar en qué consiste el sendero del mago audiovisual.


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