viernes, 26 de octubre de 2018

El amor verdadero (Eros y Thanatos)



Imagen sujeta a derechos de autor

Hace cuatro años me propusieron escribir un relato de amor. A falta de más imaginación se me ocurrió una historia donde el amor, la muerte, las concepciones freudianas y la venganza comparten protagonismo. Si vais a ponerme a parir, tened en cuenta que está escrito desde lo más profundo del corazón (y de la conciencia)




El ritmo constante de aquel suave deslizar se propalaba a través de los lechosos corredores que conformaban la edificación. Había llovido bastante desde los tiempos, ya inmemoriales, en que el buen nombre de aquella próspera empresa se erigiera como sinónimo de dignidad, respeto y seriedad. Dos siglos, ni más ni menos, eran los que trazaban un largo y anecdótico mapa sobre el restaurado armazón de la ilustre funeraria Para Elisa, curioso y musical nombre que su fundador, Eduardo Cambaine, eligió como homenaje a su primera hija fallecida en terribles circunstancias, motivo que le llevó a la inversión en tan seguro negocio. Infinitos cambios se habían sucedido en el transcurso de aquellas dos centurias que, no en vano, habían apocopado su estructura, ahora modernizada y transformada en un lineal y austero conjunto arquitectónico. Poco o nada quedaba ya del espíritu Cambaine, aniquilado al mismo tiempo que la regiedad de sus muros. Sin embargo, la proliferación de esta fiebre contemporánea no impedía que el tránsito de la parca siguiese deslizándose, casi a diario, sobre vertebradas estructuras de rodante aluminio. Así mismo, la política de renovación del centro había sufrido otras tajantes variaciones, algunas de ellas referentes a las leyes filiales que rigiesen su estricto código laboral. No cabía duda que Cambaine había sido un hombre serio, un hombre aferrado a la matriz de sus ilusiones; espejismo vilipendiado por la abulia de las nuevas y frívolas generaciones. Atrás quedaban esos días en los cuales una limitada sociedad familiar constituía la piedra angular de aquella institución erigida en el dolor. Ampliada la oferta de servicios funerarios, se había orquestado un crecimiento que dio lugar al paulatino desarrollo de una plantilla conformada por ocho trabajadores. 

  Ubicada en el marco de este selecto y profesional sínodo destacaba una personalidad en concreto. Bautizado con el nombre de Iósif debido a los excesos de unos padres ideológicamente contradictorios, aquel ser solitario bendecía en silencio el despertar de su adormecida vocación. Su felicidad proliferaba entre las cuatro paredes de aquel siniestro pabellón, módulo situado en la parte sur de la construcción que se bifurcaba en dos pequeñas salas reservadas para los procesos de embalsamamiento. Perdido entre aquella vorágine de inyectores de cavidades, bombas succionadoras de fluidos, tubos nasales y demás variopinto instrumental, anhelaba el constante devenir de la privación del sentir, acepción rescatada de los textos de su alabado Epicuro, genio helénico del raciocinio que se había transformado en uno de sus principales referentes. Sí, Iósif era un gran amante de la cultura, filósofo donde los hubiese, devoto de las letras como pocos pudieran definirse. Disfrutaba de su profundo desglose analítico, del estudio pormenorizado de pensamientos ligados a toda época y cultura, pasión imprimida a fuego gracias a la prohibición de unos anclados progenitores. Precisamente, fueron tan estrictos e impuestos tabúes los que cultivaron esta secreta afición, proveniente de su rendición ante los preceptos clave del maniqueísmo freudiano. Eros y Thanatos, ambivalencias de la dualidad humana, fascinante concepción urdida por la mente de aquel maestro que tanto aportó al mundo de la psicología contemporánea. La tensión inevitable de estos confrontados instintos confluía en el interior de su pecho desbocado y le ofrecía una inquietud que sólo lograba aplacar mediante la comunión de aquella forzosa disparidad. Orgulloso de su determinación, recurría a imposibles fantasías en las cuales un rejuvenecido Sigmund le manifestaba su más ferviente y sincera admiración. Imaginaciones casi lúbricas que alimentaban su grandilocuencia. 

  Iósif había aprendido a amar la muerte con un énfasis desgarrador y era constante en su particular culto diario, disfrazado de la más baja y terrenal de las formas. Se mofaba para sus adentros de la banalidad humana y su poder para abolir sentimientos como la culpabilidad o la deshonra. Sobre todo, deploraba esas tediosas costumbres que, en una determinada época del año, sólo servían para engalanar comerciales superficies, grandes almacenes aficionados a exhibir acartonados y alados ídolos que parecían disparar un puñado de invisibles saetas. Corazones mullidos, peluches esperpénticos y demás empalagosa parafernalia descollaban entre la lista de objetos convenientemente elegidos para alimentar aquella absurda pantomima. Él era incapaz de predicar con tan innobles preceptos y prefería entregarse a los dictados de sus combativas pulsiones. Escudado en el anonimato, el embalsamador se colmaba de gozo mientras daba rienda suelta a su infinita depravación. Mas quiso la sibilina casualidad que cierto acontecimiento malograse sus fines. Todo sucedió justo en el instante en que las manos del obeso funcionario se deslizaban, con fruición, sobre la piel apergaminada de un decrépito cadáver. Iósif había cometido un grave error, pues creyéndose resguardado en su particular fortificación, olvidó el espíritu precavido que siempre le acompañaba. Ese día no había cerrado el pabellón con llave y este descuido le puso en manos de la silenciosa presencia que espiaba sus fogosos arrebatos. No le cabía la menor duda de que la noticia de sus parafílicas obsesiones se propalaría con el auge de un cauce vertiginoso. Lejos de apocarse o intentar agredir al inoportuno traidor, Iósif mantuvo todo el tiempo la altanería en su mirada y esperó pacientemente las consecuencias. Poco podía importarle el oprobio que habría de pesar sobre su cabeza, o el desprecio imperante en los semblantes de quienes se topaban frente a frente con su patizamba figura. Sí, era bien cierto que había perdido su trabajo y con él la pasión que daba sentido a su vida, pero también lo era que al menos podía disfrutar del inmenso placer de la libertad. Tales eran los privilegios de trabajar en una empresa enemiga de la notoriedad, sociedad defensora de catapultar las verdades a golpe de billetera. Condenado al vilipendio, aquel cúmulo de adiposidad se dedicaba a soñar en compañía de sus filosóficos libros y coexistía únicamente con la salvaje naturaleza que bordeaba la vallada extensión, un perímetro acomodado para cubrir las necesidades del abúlico trozo de carne. ¡Cuán lejano se tornaba el olor de su amada muerte entre aquellos parajes alejados de la mundanidad!, execrable sombra cuya proximidad comenzaba a desear con inusitado ahínco. Parecía que, finalmente, el peso de la desidia hubiese desestabilizado la misantrópica condición de Iósif. La soledad y el sufrimiento se aliaban en una conjunción amenazante que predisponía su creciente vulnerabilidad. El desventurado flaqueó y no quería recordar el enorme lastre que pesaba sobre su figura repudiada. Poco regía ya su obtuso entendimiento. 

  Anclado en una tormentosa época de noches en vela, quiso un buen día el azar que el rostro del gordo neurótico se transmutase en una mueca esperanzadora. Los primeros albores de aquella mañana lívida y otoñal fueron los testigos de tan repentino cambio. El forzado eremita se disponía a despejar su mente con la ayuda de un matinal paseo cuando sus ojos repararon en el curioso ítem que había sido abandonado junto a la herrumbrosa entrada de la parcela. Lejos de insuflar vida a sus precavidos instintos, el hallazgo consiguió emocionar profundamente al alienado embalsamador que, con presteza, se aproximó al sospechoso y oscuro maletín que más pareciera propiedad de un refinado ejecutivo. Al tomarlo entre sus manos, apreció el peso mínimo del extraño objeto, así como su textura endurecida y satinada. Sin siquiera pararse a reflexionar acerca del insólito acontecimiento, cambió instantáneamente de planes y dio media vuelta con la dádiva aferrada entre los brazos. Casi imponía piedad la turbación de aquella mórbida y solitaria figura que, amparada bajo las cuatro paredes de su desvencijada y maloliente vivienda, se devanaba los sesos en inútiles elucubraciones. Depositó el maletín sobre la mugrienta mesa del comedor y tembló mientras sus dedos se acercaban a los cierres de acero niquelado. Con una dilación eterna levantó las pestañas inferiores y liberó ambos enganches de su siniestra tirantez. Un sudor abundante se deslizaba a través de los pliegues de su frente ancha y protuberante. La caja de Pandora reveló su contenido de un modo visceral; el rollizo cuerpo trastabilló en el aire cuando sintió la mordedura de la bífida alimaña que se abalanzó sobre su rostro asombrado. La rauda acometida le permitió apreciar, únicamente, los ojos blanquecinos del curioso reptil de piel azabache. El ermitaño maldecía su profunda ineptitud entre bramidos y blasfemias. En un último y desesperado intento, trató de arrastrar su excesivo peso a lo largo de la superficie, pero los inminentes signos de parálisis ralentizaban el débil avance; densas brumas enturbiaban su visión, transformada en un cúmulo de humores cristalizados. El murmullo de aquellos labios tumefactos fenecía entre un coro de sibilantes jadeos. A su alrededor, la oscuridad garabateaba líneas de burbujeante impaciencia. El azote de una húmeda gelidez arrancó al desgraciado de sus turbias ensoñaciones. Todavía acertaba a sentir el peso de aquel agravado entumecimiento que, esta vez, venía acompañado de una insoportable cefalea. La intensidad del dolor que inflamaba su vientre le provocó un maremágnum de náuseas. Extraviado en su creciente plumbeidad, pugnaba en pos de vencer el abotargamiento de sus párpados descoloridos. Salivales hebras brotaban de aquellos labios corruptos de los cuales comenzó a surgir una abrupta regurgitación. La grumosa miscelánea se deslizó por el saliente mentón e impregnó el tórax. Perdido en los surcos de aquella dimensión ignota, percibía los ecos de un murmullo distante, un conjunto de lejanas y entremezcladas voces que su pabellón auditivo interceptaba a intervalos. Sentada en posición cabizbaja y con las manos aferradas a la espalda, la obesa figura había sido despojada de sus ropajes y exhibía sin decoro un cúmulo de tibias adiposidades. Sintió un salvaje impacto que inclinó hacia atrás la hundida cabeza e, instantes después, notó la ligera presión que se posaba sobre los velos esponjosos que cubrían su mirada. Obligadas por la inercia, las dilatadas pupilas volvieron a reconocer la luz y le ofrecieron los primeros planos de un mundo desenfocado y turbio. A pesar del deterioro de sus funciones cognitivas y físicas, el enigma parecía despejarse con una terrible certeza. Inicialmente, creyó distinguir lo que parecía cabello matizado por un particular tono anaranjado; el rostro, ligeramente enjuto, mostraba un tono blanquecino e insano, singularidad que contrastaba con el tono grisáceo de aquella penetrante mirada. Cuando contempló la frialdad en el semblante, Iósif creyó morir de pánico. No le cabían dudas acerca de su destino. Imposible olvidar semejante faz que, para su desgracia, había sido capaz de reconocer incluso al borde de la locura. El encuentro sucedió durante una de esas raras ocasiones en las cuales el funcionario se permitía un ligero descanso.

  La tarde estaba avanzada pero aún hacía algo de calor, el embalsamador había salido a disfrutar de su vicio por la nicotina mientras, ensimismado en sus pensamientos, bordeaba el perímetro del edificio. Quiso la casualidad que, al pasar junto a la fachada principal del recinto, se cruzase en su camino aquella efigie demacrada y esbelta. El hombre en cuestión se movía nerviosamente de un lado a otro, al tiempo que sus labios parecían musitar algo ininteligible y angustioso. La escena despertó tal piedad en el interior de Iósif que, movido por un invisible resorte, se apresuró a extraer la pitillera del bolsillo de la chaqueta con la intención de ofrecer consuelo al cuitado personaje. Lejos de declinar la oferta, el transeúnte pareció receptivo y, una vez se hubo tranquilizado lo suficiente, abrió su alma de par en par ante la piadosa mirada del obeso funcionario. Resultó que su joven y bella hija de dieciocho años se encontraba postrada en el interior de una sala de velatorio. Iósif escuchaba la triste historia en silencio y sin pestañear mientras rememoraba las delicias del fragante cadáver al que había profesado un amor infinito. La evocación de aquella joven y fría turgencia aún era capaz de avivar sus instintos, por lo cual procuró abandonar tales ensoñaciones antes de que una fiera erección se adivinase bajo la tela de sus pantalones. A modo de consuelo, sin saber muy bien si su forma de obrar era o no la correcta, el embalsamador comenzó a divagar peligrosamente y liberó palabras más propias de la filosofía Shopenhaueriana. El especulativo Arthur, cómo a él le gustaba denominar a éste titán heredero de la filosofía de Kant, era otro de esos idealistas a los cuales guardaba infinita pleitesía. Tomó prestados ciertos argumentos utilizados por tal filósofo prusiano con la única intención de consolar a su nuevo amigo: la muerte es el genio inspirador, el musagetes de la filosofía. Sin ella es muy difícil que se hubiera filosofado algo. Esperaba no estar sonando muy frío, porque aquello era lo único que sabía hacer, desglosar pensamientos y tomar el pulso de sus instintivos y freudianos estímulos. Y lo cierto es que su intervención estuvo cuidadosamente medida, pues el desconsolado padre parecía fascinado por la inteligencia del funcionario, tanto que le propuso terminar aquella conversación en otro momento. Iósif asintió complacido y, aunque no solía ser partidario de entablar amistades, antes de despedirse le entregó una tarjeta con sus datos personales. 

  Inmerso en un mar de moribundos estertores, el gordo acertaba a discernir la furia de aquellos seres preñados de venganza. Una lágrima resbaló por sus mejillas cuando las retinas lograron enfocar el cortante brillo que titilaba entre las manos enemigas. El canto de su alabada libre concepción le había jugado una mala pasada. La justicia clamaba entre los labios de la furiosa comitiva que, expectante, solicitaba un acerado resarcimiento. El recuerdo de sus seres queridos y ultrajados, inertes efigies a merced de los arrebatos de aquella obsesa bola de sebo, avivaba la iniquidad de sus instintos. 

  Perdido en una comparsa de tenues silbidos pulmonares, suplicó que la ponzoña ofídica ganase terreno al sufrimiento….

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