viernes, 24 de julio de 2020

Aullido







¡Viernes de relato! Por fin, os traemos otro de los cuentos que pudimos disfrutar durante la convocatoria de nuestra antología splatterpunk. Su autor: Iván Medina Castro, cuyos relatos hemos podido disfrutar en otros proyectos como Tentacle pulp o la revista Cruz Diablo. Disfrutad de este terrorífico paseo ;)





El alma ahíta cruel inmola 

lo que la alegra, 

como Zingua, reina de Angola, 

lúbrica negra. 

Rubén Darío 



Hace mucho tiempo que se escuchan incontables quimeras del llamado continente olvidado, pero este particular relato que van a escuchar logrará que el sigiloso gemido que aún puedo sentir colándose entre la niebla impregnada de terror zumbe por siempre dentro de sus oídos. Cenobitas míos, fui testigo de la noche y sus abismos, de las desviaciones y la perversidad por la carne. 

  Teníamos una vaga noción de los peligros que se avecinarían, pero todo riesgo era menor al constatar con nuestros ojos la mítica metrópoli de marfil en el corazón del África negra. Embarcamos en el puerto de Liverpool con la única guía concedida por la Fortuna y, ya próximos a pasar por la península de Cabo Verde, el “Liverbird” naufragó; súbitamente, con la celeridad de un rayo, una tormenta inesperada hizo que las enormes olas del Atlántico nos lanzaran de allí como se hace a los metecos en tierra ajena. No recuerdo más, cuando desperté me encontraba hecho prisionero junto a mi tripulación y a otros desconocidos con grilletes y cadenas. Nos condujeron dentro de canoas sobre un caudaloso río llamado por los primitivos N’gola. Al arribar fuimos arrastrados a través de la jungla hasta llegar a una ciudad trastocada por los infiernos y perdida en el tiempo, donde fui vendido: ¿Qué nefasto destino seguirá a continuación, Dios misericordioso?, cavilé acongojado. 

  Al poco tiempo de llegar a nuestro destino, un alarido retumbante como eco de felino en celo rebotó hasta extinguirse en los troncos de baobab, dándonos la acogida. Inmediatamente, anunciaron nuestra llegada a un lugar sin retorno, a un sitio tan oscuro como la más lóbrega sima de la selva. 

  Me quedé solo, maniatado a un madero de cuya extremidad superior sobresalía una cabeza antropomorfa. Vi un rostro femenino con facciones delicadamente torneadas, pero era su hocico, sí, un hocico desproporcionado con una hilera de puntiagudos dientes lo que me estremecía. No dejaba de ser un rostro de aspecto femenino como digo, con una anatomía coronada por unos senos de circunferencia perfecta y vientre marcado. Sin embargo, a partir de las caderas, todo era confuso, pues unas extremidades como las de un perro sostenían el emblema totémico. Mas mi consternación, evidencia de mi interminable sudor, se debía a la insoportable fetidez de la carne putrefacta. Esta carne procedía de las partes mutiladas de un cuerpo donde todavía de apreciaban trozos de pellejo. Vomité varias veces hasta que mi epitelio olfativo se acostumbró. No había duda, aquella carroña seguramente tendría la intención de incitar a alguna bestia famélica de la espesura: Seré sacrificado, pensé involuntariamente. 

  De repente, el inicio de unos clamores viperinos que ningún dios de luz entiende, comparsa procedente de la ejecución sincopada y monótona de yembes y batás, alteró el silencio. Miré desesperado en dirección de donde provenía aquel sonido. Observé una miríada de salvajes adamitas portando únicamente pieles de color marrón grisáceo con franjas negras diagonales en las patas y verticales en los costados, a modo de cubre espalda. Sostenían artefactos en forma de bálano. Las hembras danzaban al compás con la muerte entre las manos, retorciéndose incomprensiblemente alrededor de un desamparado hombre de facciones morunas que yacía desnudo en el suelo, en posición supina, con el miembro viril rígido. El sólo hecho de ver esa danza blasfema me provocó un frío que abrazó mis entrañas. Del miedo, mi quijada se paralizó. De pronto, condujeron al desventurado dentro de una choza y, posteriormente, se escuchó un grito colérico de chacal que estremeció la selva. Los babuinos huyeron brincando entre las ramas y los loros revoloteando abandonaron sus nidos. El baile paró y los tambores también. A continuación, dos negros colosales sacaron al efebo del umbrío chamizo en medio de aquella quietud mortal y sin sedante alguno mutilaron el flácido falo que arrojaron en donde yo me encontraba, como tantos más durante lo largo del día: ¡lujuriosa réproba!, traté de proferir. El cielo y la tierra se separaron. 

  La tarde se precipitó y los chillidos de la noche avanzaron. Sonidos graves al principio que subieron de tono hasta volverse agudos y penetrantes. Ya en el calosfrío de la noche, la luna extranjera encendía su brillosa claridad permitiendo ver el contínuo centelleo de los cuchillos de marfil que segaban los alientos tras un largo estertor bajo las estrellas iridiscentes. 

  Tras un corto intervalo de confusión, lo esperado se hizo presente. Los titanes fueron a por mí y, azuzando a una tríada de hienas que llevaban amarradas, me obligaron a formar parte del ritual. Pero antes, fui forzado a beber una sustancia aceitosa y amarga como el polvo de cantárida que de manera espontánea erectó mi pene como nunca antes. Ya terminado el rito, me condujeron a la barraca maldita. Entré cauto, y allí vi una voluptuosa mujer de piel sudorosa. También escurría el líquido de su oronda y palpitante vulva, plétora de deltas lechosos que contrastaban con sus etíopes piernas. Ella esperaba como una humilde beata en cuclillas. Ante mi pasividad, con las manos me pidió que me acercara. Frente a ella, me tomó con violencia de las nalgas hasta clavarme sus cortantes uñas, y delicadamente reposó sus obscenos labios rebosantes de sangre contra mi falo, sin dejar de batir, en espera de recibir el fluido de la victoria. Mis brazos todo el tiempo permanecieron en los costados temblando, no me atrevía a tocarla. Ella, insaciable, con el oleaje de sus belfos a punto de grana, mamaba con natural dominio, friccionando su suave borde con el glande. Sus ojos continuaban bien cerrados y la oscilación de la boca no dejaba de incrementar la velocidad, hasta que jubilosa alcanzó el triunfo. Los ojos lentamente se abrieron y del fondo de sus pupilas que habían girado por completo, pude observar un destello de muerte, el deseo de la agonía. Después, tras un súbito jadeo, abrió su boca derramando de las comisuras el fluido seminal y un lamento quejumbroso se escuchó una vez más. Presa de un trance cayó inconsciente. Al contemplar la transformación de su rostro, no supe cómo responder, mi cuerpo era pesado y estaba lleno de aletargada perplejidad. Los tambores continuaban con su percusión invariable e hipnotizante. Apenas me quedaba tiempo, de un brinco impulsivo me afané denodadamente de la testa de aquella arpía y con un movimiento brusco le quebré el cuello. Reposé su cabeza sobre un manto de cuero en su lecho y miré a través de sus ojos semiabiertos extinguirse la inquieta flama de la lascivia. 

  Escapé a través de la ventana trasera y corrí farfullado entre la maleza, sin dirección alguna. De vez en cuando giraba para comprobar desde la distancia cómo se iba empequeñeciendo aquel averno. Al final, las horas de la noche transcurrieron en paz. Ahora, a salvo pero con el fantasma martirizándome a cuestas, bendigo al Señor por permitir que su orden misionera me hallase con vida.  


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