viernes, 13 de marzo de 2020

¿Quién teme al lobo feroz?







¡Viernes Splatterpunk! Ya podéis disfrutar de otro de los relatos que tuvimos el placer de disfrutar a lo largo de nuestra convocatoria splatterpunk. En esta ocasión, se trata de una sangrienta, perturbadora y original alegoría de Caperucita roja que nos llega de la mano del autor sevillano oculto bajo el pseudónimo de Javier Lobo. La experiencia de Javier es amplia no sólo como autor, ya que ha editado un sinfín de trabajos de varios géneros y colaborado con varias revistas digitales entre las que se encuentra Círculo de Lovecraft, sino también al frente del programa de radio "El brillo de la tinta". Si queréis seguir a Javier podéis hacerlo a través de sus blogs El brillo de la tintaSecretos de R´yleh  y Smokin´ Guns, amén de en las redes Twitter Facebook Instagram o Wattpad. Para alquirir sus trabajos, tenéis el siguiente enlace de Amazon. Y ahora, sin más os dejo con Javier.




Camino por las calles, oliendo su podredumbre, disfrutando del gélido candor de esta noche de otoño, un otoño que parece más invierno que estación de paso. Camino libre sobre los aceitosos charcos, dejando mi impronta sobre las sucias aceras, bajo esta preciosa luna llena que me alumbra, que me observa con su pálida cara picada de viruela desde la oscura bóveda celeste. 

  Estoy de caza, y mi territorio es ilimitado. Cada avenida, cada bulevar, cada portal, cada sombra que va tomando consistencia y densidad más allá de las luces de las farolas, cada metro cúbico de aire, es mi coto privado. 

   Y esta noche busco presa... 

   Me gusta ese contacto íntimo y personal que me permite la caza. No me gustan las armas de fuego, aunque no sería la primera vez que las uso, pero prefiero, como ya he dicho, un contacto más íntimo y personal. 

  Me gusta sentir cómo la hoja de mi cuchillo separa las fibras delicadamente, obligándome a ir despacio y a saborear el dolor de cada milímetro de tejido que corto con su afilado acero. Es singularmente placentero el desollarlas vivas antes de comenzar el despiece de las piezas más jugosas... 

   Me gusta usar las manos porque me permite sentir ese último latido, ese momento en el que se extingue la vida y ya solo queda una carcasa mortal con la que poder entretenerme hasta destrozarla. 

   No todo es placer sanguinario; también me queda el placer sexual, en el que desarrollo todo su miedo, en el que logro que se estremezcan de pavor ante mí. 

   A fin de cuentas, soy el lobo... 

  Llevo años cazando, y nadie me ha encontrado aún. Soy una abstracción, una pesadilla viviente para recordarles que deben irse pronto a la cama, que los horrores existen sin necesidad de ver una película de miedo, que la más truculenta fantasía nunca podrá superar el infierno de la realidad. 

   Busco mi nueva presa... 

  Veo algo que me gusta: es una chica de unos diecisiete años, morena, menuda, de piel de porcelana y, al igual que ésta, de frágil belleza. La veo a través del ventanal de la biblioteca, estudiando como si el mundo fuera a desaparecer en cero coma dos segundos. 

  Curioso, porque así será... para ella. 

  Entro sin prisa, busco un libro al azar en una estantería y me siento enfrente, dibujando una invisible línea en diagonal que nos une y permite que nos veamos con facilidad. 

   Alza la mirada de sus apuntes, me sonríe, y se me queda mirando con cara de boba, como hipnotizada. Soy atractivo, lo sé. Llevo años cuidándome en los gimnasios y con mi dieta a base de carne humana. Conozco bien la psiquis humana, y puedo apreciar mil detalles con un solo vistazo que el resto obviarían. 

   Vive sola, no tiene a nadie que la pueda echar de menos o que viva cerca; necesita amor, pero ella misma se lo niega, no sé por qué; y también percibo la ausencia de una madre en su vida. 

   Frágil, muy frágil. Pobre huerfanita… 

   Bien. Me relamo por dentro, como el lobo que soy. 

 Nos presentamos. Comenzamos a hablar en voz baja, bisbiseando sobre temas insustanciales, lanzando risas quedas a la vez que miramos a nuestro alrededor para observar alguna mirada curiosa o reprobadora por nuestra conducta. Al cabo de un par de minutos, llega el primer roce de nuestras manos, al principio un instante fugaz apenas perceptible, que luego se convierte en un contacto continuo en el que ya no aparta su mano de mí. 

   Ya es mía. 

  Le ofrezco una taza de café mi piso, que vivo muy cerca, para seguir hablando, y le digo el nombre de una calle a muy poca distancia de donde estamos, una zona que puede conocer y que, a todas luces, tiene fama de tranquila. 

   Mortalmente tranquila. 

   Sonríe. Me dice que sí. 

 Tengo que contener un estremecimiento de placer al escucharla. Siento una poderosa erección entre mis piernas, excitado ante la perspectiva del sabor de su sangre en mi paladar, y de su miedo flotando en el ambiente cuando me quite la máscara. 

  Cuando le muestre mi verdadero yo. 

  Salimos a la fría noche y caminamos despacio. Ella sonríe de manera estúpida, como lleva haciendo todo el rato, aparentemente divertida por mis gracias. Le digo que la llevo a mi coche, lo que sí es verdad, pero no dónde vivo, dónde pienso llevarla en realidad. 

   Tengo hambre... 

  Hago como que he pisado algún excremento de perro para retrasarme un par de pasos y así ganar distancia al quedar atrás mientras dejo que ella doble la esquina. Veo que, por delante, no queda nada ni nadie. Sólo estamos la noche, unas farolas de luz amarillenta que parpadea intermitentemente, y nosotros dos. 

  Es el momento. 

  Le salto encima, atenazando su cuello con los brazos y lo aprieto con fuerza. Es un sistema que me ha dado numerosos éxitos, ya que mis víctimas pierden el sentido en unos pocos segundos, pero siguen vivas, permitiéndome trasladarlas a mi madriguera para jugar como quiera con sus cuerpos y con su miedo. 

  —Caperucita, Caperucita... —le susurro al oído, apretando aún más su cuello. 

  Pero algo va mal. Súbitamente, un inmenso dolor me traspasa la pierna, se me afloja y pierdo pie. Un gruñido agudo que trata de ser un grito de dolor ahogado muere aplastado entre mis mandíbulas, mientras me llevo las manos al muslo para contener el daño. Cuando aterrizo en el suelo, veo una oscura y húmeda masa pardusca que se extiende por mi muslo. Un caño de sangre brota con fuerza prodigiosa a través del agujero en la tela, salpicando mis manos con su deliciosa calidez. 

   Me mareo. 

  La busco con la mirada sin encontrarla. Apenas sí percibo unas columnas de luz que no cesan de parpadear y que me supongo que son las farolas que nos rodean, alumbrando tristemente este rincón de la ciudad. Noto cómo una arcada trepa por mi garganta, dejando un regusto ácido en mi boca. 

  Oigo mi propia voz reducida a un grotesco sonido similar al de una rana al croar, pero logro contener el vómito que pugna por salir desde mis entrañas. 

  Mientras mi mente está calculando la cantidad de sangre que pasa por la arteria femoral, escucho un lejano repicar de zapatos acercándose. Parpadeo hasta que logro enfocar bien la mirada. 

   Veo a la frágil muchacha sosteniendo un cuchillo en una de sus manos. Tiene una hoja curva que se lanza al frente como el pitón de un toro. Lo conozco, es un kerambit. Yo mismo tengo un par, y sé perfectamente el daño que esa hoja es capaz de infligir en un cuerpo. 

  Me doy por muerto, pero sonrío. 

 Miro a mi Caperucita. De pronto, esa pátina de fragilidad a punto de romperse ha desaparecido. Su rostro es ahora una inexpresiva máscara en la que brillan dos oscuros ojos que emiten un frío glacial y no me pierden de vista ni por un instante. 

   —Lobo, Lobo —me dice en tono de reproche. 

  Camina muy despacio hacia mí. Siento un frío inhumano que se apodera de mi cuerpo y me hace temblar de manera incontrolable. Cada vez me cuesta más respirar, siento mucha sed, y moverme se convierte en una odisea, ya que mis miembros me pesan cada vez más y más. 

  —Te estaba esperando —me dice de sopetón. Ante mi mirada de incredulidad, se explica—. Mi mamá murió hace dieciocho años en este mismo lugar. Al parecer, hubo algún cabrón desalmado que la asaltó y la mató arrancándole la garganta con las manos. La policía dijo que podía ser obra de un asesino en serie al que llamaban el Lobo. Yo tenía en ese momento siete años. 

  Me quedo impactado. Parece más joven. 

  Todo esto es un engaño, y yo soy el tonto más grande del mundo. Recuerdo lo que me dice. Fue la primera vez que maté usando las manos desnudas. Recuerdo esa imagen de la piel y la carne desgarrada, con la sangre salpicándome a borbotones, y una cara de estúpida incredulidad que me excitó hasta hacerme llegar al orgasmo. El sabor de su piel en mi boca era salado, y se conjugaba a la perfección con el gusto metálico de la sangre que había entrado en mi paladar. 

  Continué masticando y mordiéndole el cuello para llenarme aún más el buche con su carne, hasta que ya no cupo más. Apenas sí podía masticar y respirar por todo el tejido muscular y dérmico que se me aglutinaba entre los maxilares, pero me daba igual. Me sentí frenético, y muy frustrado cuando entendí que, por mucho que la mordiera, no le iba a poder arrancar ni un pedazo más de su ser con los dientes, así que pasé a usar las manos. Tironeé de los jirones que aún mantenían su cabeza unida al cuerpo, que se agitó de un lado para otro como una pelota en una bolsa de plástico, mientras me salpicaba de la cabeza a los pies con su sangre, regándolo todo con la lluvia escarlata que manaba de su cuerpo. 

  Es la única vez que he sido tan sucio trabajando. Entendí inmediatamente que debía controlar mi frenesí si no quería pasar a ser yo la presa. 

  De aquello han pasado muchos años, muchos despojos en el camino, pero no soy capaz de dar crédito a lo que está sucediendo. ¿Esta chiquilla es, realmente, la hija de la mujer que abrió mi marcador particular de presas cobradas? 

  —Te crees un gran cazador, pero en verdad eres un torpe, y lo son aún más esos policías que te han estado persiguiendo durante todos estos años: no se han dado cuenta de que siempre actúas en las mismas zonas, ni cuál es el perfil de víctimas que te gusta acechar, ni que tienes debilidad por las noches de luna llena próximas a Todos los Santos. Pero yo sí, y me he estado preparando dieciocho largos años nada más que para disfrutar de este momento. 

  Se inclina sobre mí. Curiosamente, no siento miedo. El cuchillo brilla malévolo ante mis ojos. Su curvatura se adapta de manera siniestra a mi rostro. Un simple gesto y me quedaré sin mejilla, pero no me importa. Soy incapaz de dejar de mirar su fulgor. Me tiene tan hipnotizado como una serpiente. 

  Es un brillo que me encanta. 

  —¿Quién teme al lobo feroz? —canturrea esta versión de Caperucita, que es mi ejecutora. 

  Es la mismísima Némesis surgida por los pecados de mi pasado para acabar conmigo. Sí, quiere mi vida y, no sé por qué, no me importa; es más, la perspectiva de morir me hace sentir vivo de nuevo, agitando mis tripas con una emoción que no sentía hace muchísimo tiempo. 

  Me encanta, mi Caperucita. Me acabo de enamorar de ti. Una puesta en escena genial. Una ejecución impecable. Ni yo lo hubiera podido hacer mejor; de hecho, no se me ocurre un final mejor que éste para mis correrías. Una viuda negra cubierta con la capucha y la capa escarlatas, en plena cópula, a punto de devorarme cuando se haya satisfecho de mí… 

  —Te voy a contar un cuento —me dice, sentándose a mi lado. Se acomoda en el asfalto y carraspea—. Digamos aquello de érase una vez que se era… 

Me rio quedamente. Casi no me quedan fuerzas para hacerlo. 

  —No seas frívola, Caperucita. No te va —replico. 

  Sonríe. 

  —El lobo le salió al paso a Caperucita en mitad de un bosque, junto a un riachuelo en el que gustaba dejar los despojos de sus víctimas. “Caperucita, Caperucita”, se relamió el lobo, “¿Adónde te crees que vas, Caperucita?” Por toda respuesta, Caperucita se sacó un cuchillo de debajo de la falda y sonrió maliciosa a la fiera. Sus ojos refulgieron más afilados que la hoja misma del arma —Y levanta su kerambit hasta que queda a la altura de su cara. La luz de las farolas resbala sobre su afilada hoja allí donde mi sangre no se ha quedado retenida. 

  —Ya lo veo. 

  Sin dejar de sonreír, sigue con su versión del cuento de los hermanos Grimm: 

  —El lobo tragó saliva. “Vaya, sí que ha cambiado el cuento” balbució. Fue lo último que dijo —Baja la hoja curva hasta mi cuello, apoyado su filo sobre mi garganta, adaptándose perfectamente a su contorno. Apenas hace una ligera presión, suficiente para hacerme sentir cómo corta las primeras capas de dermis sin llegar a hacer sangre. Si quisiera abrirme el gañote, sólo tendría que dar un golpe de muñeca, y mi esófago quedaría expuesto como una tubería sucia en el suelo—. ¿Últimas palabras, Lobo? 

  Quiero decir algo, pero me invade una intensa sensación de vértigo y no puedo. El frío es aterrador, y mi cuerpo tirita de manera incontrolada en un intento desesperado por hacerme entrar en calor, en tanto se me escapa la vida a chorros por una herida en la cara interna del muslo. 

 —Ahora viene mi parte favorita del cuento —dice, inclinándose sobre mí. 

  Coloca el curvo filo a un lado de la cara. La luz resbala sobre la hoja, haciendo brillar acero y sangre de manera siniestra. Pienso que es una lástima no haber traído los míos esta noche, porque habría sido un duelo muy interesante. Presiona con la punta de metal sobre mi párpado inferior, haciendo presión hacia el globo ocular. Mi mente me dice lo que va a pasar un momento antes de que ella misma me lo diga, pero es que es… evidente. 

  —En vez de abuelita te diré lobito, ¿vale? —me dice componiendo un puchero con los labios—. Lobito, lobito. ¡Qué ojos más grandes tienes! 

  Pero guardo un silencio que sé que la va a enfurecer, y eso me pone. Resulta paradójico estar a un paso de morir y no tener miedo al beso de la Parca. Más bien, me embarga una placentera sensación de éxtasis, absolutamente sexual, que hace retumbar mi corazón con gran fuerza. 

  Sí, casi deseo ya ese beso final, aunque aún no es el momento… 

  Podría decir que me muero por besar a la Dama de Negro… 

  Su rostro se congestiona, llegando a dibujarse algunas de las venas de sus sienes, bajo un ojo, en el cuello, al apretar el arma aún más fuerte contra la piel del párpado. Siento que me hace un corte por el que brota sangre. Vuelve a repetir la famosa fórmula del cuento, mucho más despacio que la vez anterior. 

  —Qué… ojos… más… grandes… tienes… lobito. 

  Le dedico una sonrisa un instante antes de lanzarle un esputo al rostro. Es una flama rojiza y espumosa que se resbala por sus mejillas muy lentamente. Su piel se sonroja aún más; las pequeñas venas que la surcan laten con vivacidad. 

  Me encanta, mi Caperucita… 

  No dice nada más. Empuja la punta del cuchillo dentro de la órbita, hundiéndola con mucho cuidado. El dolor es insoportable. Siento cómo un cortocircuito asalta mi cerebro y me deja aturdido, creando una intensa confusión en mí. Abro la boca para aspirar aire, para gritar, no sé para qué, pero lo único que logro es emitir un extraño gorjeo que me quema la garganta. 

  —¡Para verte mejor! —canturrea feliz, mientras trincha el globo ocular. 

  Con sumo cuidado, hace palanca durante unos segundos que se me hacen interminables hasta que, tras emitir un repugnante sonido de succión, una esfera sanguinolenta sale de mi cráneo, aún unida a la cuenca por un filamento carnoso. 

  —Te voy a hacer pagar lo de todos estos años, hijo de puta —me promete, al tiempo que cercena el nervio óptico de un rápido movimiento. 

  No siento nada en la mitad derecha de mi cara, excepto que ya no veo nada por ese lado. Deja caer al suelo ese fragmento de mi cuerpo que no forma parte de mí, y que rebota un par de veces como un huevo cocido antes de chafarlo con la suela de su zapato. 

  —Bueno, ¿seguimos contando el cuento? —propone, inclinándose sobre mí. Me acaricia la cara con el filo de la cuchilla, haciéndome un par de cortes superficiales en la piel—. ¡Qué orejas más grandes tienes, lobito! –me gruñe, en lo que resulta un remedo de voz masculina —Y noto el filo posicionándose tras mi oreja. 

  Cierro el ojo que aún me queda y, sin poder remediarlo, me entra la risa. Quiere hacer una faena que ni Manolete: me va a cortar las orejas, pero espero que me respete el rabo… 

  Como dije, contengo la risa. 

  —Córtamela de una puñetera vez —le pido—. Así no podré escuchar más tus putas sandeces, niña. 

  Escucho su respiración, pesada y ronca, mientras me tira del cartílago auricular. La he vuelto a cabrear, y eso me hace reír aún más, aunque me sale una tos aguda como un pitido. 

  —¡Son para oírte mejor! —grita, cercenándome los tejidos. 

  Siento que caigo por un tobogán. Me estoy desangrando muy despacio, y la pérdida de fluidos hace que me desmaye por unos instantes. Pero regreso a la luz, a esa penumbra que parpadea al ritmo de las bombillas de las farolas, en tanto me abofetea las mejillas. 

  —¡Ni se te ocurra morirte, hijo de puta! —me chilla, furiosa—. ¡Te voy a hacer pasar lo mismo que le hiciste pasar a mi madre, cabrón! 

  Toso. Una flema sanguinolenta me sube a la boca y me cae sobre la punta de la barbilla y el cuello, resbalando de manera repugnante en dirección al suelo. 

  —Tranquila. Antes de que termine la noche te reunirás con ella —le prometo—. Os voy a reunir después de tantos años… 

  Ciega de ira, me lanza un golpe al rostro, con la punta del kerambit asomando por el talón de su mano como el colmillo de un narval. Siento el impacto sobre el ojo que me queda sano y, al cabo de una fracción de segundo, el dolor me ciega. 

  Literalmente. 

  —¡Te voy a joder, hijo de puta! —grita por encima de mis alaridos para que la pueda escuchar—. ¡Cuando la veas, le dices que te mando yo, y luego será ella la que te haga sufrir para toda la eternidad! 

  Jadeo mientras trato de recomponerme; si aún tuviera mis ojos, lloraría de dolor, pero no es así, por lo que me imagino que las lágrimas que recorren mis mejillas son de sangre. 

  —Ya… te… queda… menos para… ver… a mami —gimoteo, incapaz ya de mantener la compostura. 

  La oigo bufando durante unos segundos interminables mientras tironea de la pechera de mi chaquetón, obligándome a levantar el torso hasta que me deja sentado sobre el frío asfalto. 

  —¿Qué viene ahora, lobito? —canturrea con los dientes apretados, mientras golpetea de manera rítmica mis mejillas. 

  —Mis manos, Caperucita —gimoteo, procurando reubicar el dolor para mantenerme consciente. Aún no he dicho mi última palabra—. Para abrazarte mejor. 

Ríe. 

 —Exacto —Y me apuñala en los brazos, lanzando tajos para tratar de cortarme los ligamentos de las articulaciones para que no los pueda usar. 

  Mis extremidades caen lasas a ambos lados del cuerpo mientras la sangre mana, resbalando cálida sobre mi piel. Mi cuerpo tiene cada vez tengo menos sangre, y no puedo dejar de temblar estremecido por este frío que me muerde como un perro hambriento. 

  No, no puedo morir ahora. Ahora no. 

 Algo me golpea en la cara, provocándome un tremendo dolor. De pronto, me cuesta respirar, y la zona donde debiera tener la nariz deja de tener sensibilidad, pero el daño es atroz. Colapsado, mi cerebro deja de funcionar durante unos instantes. 

  —Lobito, lobito. ¡Qué nariz más grande tienes! —se burla—. ¡Uy, perdona! Que tenías. 

  La sangre brota a borbotones por la herida y se derrama dentro de mí como si fuera una cascada. No tardo en tener problemas para respirar. Toso sin parar, y mi boca expulsa una espuma sanguinolenta. 

  —¡Ya no me podrás oler mejor, como en el cuento! —se ríe—. Simplemente, no me olerás. 

  Frio, tengo muchísimo frío… 

  Noto un pinchazo bajo la barbilla. Usa la hoja como palanca y me obliga a levantar la cabeza, seguramente hasta donde las miradas quedan enfrentadas. 

  Bueno, la mía ya no. 

  —En fin, esto se acaba —suspira. 

  Noto que se sienta sobre mis piernas, dejando caer su exiguo peso sobre mis muslos, impidiendo que me pueda mover. Aferra con más fuerza el cuello de mi chaquetón y me zarandea. Una intensa sensación de mareo me sacude y me desorienta. 

  —Ya era hora —bromeo. 

  Se queda en silencio durante unos segundos. 

  —¿Cómo puedes seguir bromeando después de todo lo que te he hecho? —me pregunta sorprendida. 

  Logro esbozar una sonrisa en mi destrozada cara. Creo. 

  —¿Crees que no sé qué se siente, o cuánto se puede prolongar todo esto? — balbuceo entre toses. Mi voz emite pitidos intermitentes, sonando como un silbato roto—. ¿Cuántas veces crees que lo he hecho a lo largo de los años? 

  Suspira. 

  —Lo sé. ¿Sabes qué toca ahora? 

 Toso en lo que procuro que suene como una risa. 

 —Sorpréndeme. 

 —Ahora tocaría lo de los dientes, pero sólo tengo este colmillo —me explica, refiriéndose a la curva hoja que tiene apoyada sobre mi garganta—. Así que te rajaré la garganta poco a poco, como si te estuviera segando con una guadaña, hasta que se te caiga la puta cabeza de tus jodidos hombros. 

  Vuelvo a sonreír. 

  —Pues entonces tendrás que empezar preguntándome, Caperucita —desafío—. No querrás empezar rebanándome el pescuezo directamente, ¿verdad? 

  Silencio. Se prolonga durante varios segundos, como si estuviera meditando mis palabras; al final, desde una fría lejanía, escucho su voz decirme: 

  —¡Qué dientes más grandes tienes, lobito! 

  Su aliento me acaricia la piel, mientras aprieta la hoja hacia mi nuez. Sé perfectamente dónde se encuentra el arma y, sobre todo, dónde se encuentra ella. 

  Y, a fin de cuentas, soy el lobo. 

  —¡PARA COMERTE MEJOR! —rujo con voz ronca. 

  Mis brazos salen disparados desde el suelo: uno aparta lateralmente la hoja, mientras el otro la agarra por la nuca y atrae su cabeza hacia mí. La pillo completamente desprevenida, y la sorpresa de que aún sea capaz de usar mis brazos la deja helada durante un largo segundo, que es todo lo que necesito para actuar. 

  Siempre suelo llevar este chaquetón en las noches de invierno que salgo a cazar: no sólo es muy abrigado y me permite pasar desapercibido en la negrura, sino que también es de un material muy duro. El cuero, que tiene la curiosa virtud de dificultar las estocadas y los tajos que me puedan lanzar quienes se intentan proteger de mí. Descubrí su utilidad una noche cuando una de mis presas me destrozó un plumas con una pequeña hoja de esas que se disimulan en la hebilla de un cinturón y que se pueden comprar por internet por cuatro duros. 

  Ha creído que me ha cortado los ligamentos, pero no ha sido así, aunque no he logrado evitar que me perforase los músculos, y no paro de sangrar por esas heridas, aunque no me han incapacitado del todo, como está descubriendo horrorizada en estos mismos instantes. 

  Al cabo de un instante, siento la tersa piel del cuello contra mis labios. 

  Separo las mandíbulas hasta que escucho cómo chascan por la tensión de los maxilares, y la muerdo con fuerza. Un gran pedazo de carne queda atrapado entre mis dientes mientras la escucho chillar de dolor. Se debate con fuerza, desesperada por soltarse, pero sigo apretando la dentellada. 

  Mi boca se llena con el sabor de su sangre. Siento sus arterias palpitando contra mis incisivos antes de estallar, haciendo manar el geiser de sus humores fuera de su cuerpo. 

  Giro la cabeza y escupo el bocado mientras el caño de hemoglobina me empapa la cara. No se rinde, y me golpea con el brazo libre en un intento desesperado por escapar de mí, pero le demuestro que todo esfuerzo es inútil ya. 

  Soy el lobo… 

  Vuelvo a morder, arrancando nuevos jirones de tejidos de su cuello. Un nuevo torrente de sangre me salpica por todas partes mientras siento su cuerpo relajarse. Un extraño gorjeo llega a mis oídos. La piel de su cabeza se enfría de golpe. 

  —Te prometí que, antes de terminar la noche, iba a hacer que os reencontraseis tu madre y tú —le recuerdo. Acerco mi boca a donde creo que se encuentra su oreja—. Salúdala de mi parte —le susurro entre toses. 

  Su cuerpo se afloja por completo. Por mi oreja mutilada puedo escuchar el sonido del metal golpeando el asfalto. Su piel se ha enfriado más que la noche. 

  Ha muerto. Y a mí no me queda ya demasiado. He perdido mucha sangre. No podría salvarme ni con una transfusión; de hecho, considero que he tenido una suerte increíble al haber aguantado lo suficiente como para poder haberme cobrado esta última víctima. 

  La policía no tardará mucho en encontrar nuestros cuerpos helados en este desolado lugar. Es posible que lo hagan antes del amanecer. 

  Y me encontrarán tendido a su lado, junto a ella. 

  Mi Caperucita…


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