domingo, 23 de octubre de 2022

Díptico experimental de Marian Dora: "Peste de la humanidad" y "El deseo de María D.”

 



¡Estrenamos por todo lo alto! Jose Ángel Conde regresa a Caosfera, y lo hace para hablarnos de las dos últimas producciones firmadas por el controvertido director Marian Dora. Un artículo "exquisito" para los amantes del cine más crudo y difícil de digerir...



Marian Dora sigue ofreciendo una de las filmografías más incómodas, polémicas y transgresoras de lo que llevamos de siglo y que, pese a sus excesos formales y sus mixtificaciones promocionales, se nos revela cada vez más coherente y madura. En este mismo blog ya le dedicamos un extenso artículo, “Marian Dora, la melancolía de lo extremo”, donde analizábamos en profundidad el estilo y las principales obras del director de La melancolía del ángel (Melancholie der Engel, 2009), la película de culto que dio a conocer su universo extremo. A ese texto remitimos para ampliar más sobre su figura, la de un autor con devoción por los límites. El lector también encontrará muy útiles dos entrevistas en inglés publicadas por la web especializada Severed Cinema: Bending morality: the world of Marian Dora y Blight of morality: the world of Marian Dora, de la cual reproducimos algunos extractos a lo largo de este artículo.

    Las dos películas que analizamos a continuación, Peste de la humanidad (Pesthauch der Menschlichkeit / Blight of humanity) y El deseo de Maria D. (Das Verlangen der Maria D. / “The yearning of Maria D.” / “Dead center of desire”) fueron rodadas en 2018 y estrenadas en 2020 en el BUT Filmfestival de Holanda, para luego ser distribuidas en un cuidado mediabook de edición limitada a 666 copias, siendo como es el disco digital casi el único canal para un tipo de cine plenamente consciente de vivir al margen del gran público. El contenido incluye abundantes extras, como los dos documentales dedicados a cada una de las películas firmados por su productor ejecutivo y también influyente cineasta del underground alemán, Rene Wiesner: Tribut Der Unmenschlichkeit (2020) y Shooting underground (2020). El díptico supone el esperadísimo regreso al largometraje de Marian Dora tras Carcinoma, producida en 2014, un lapso de tiempo relativamente largo en el que sin embargo el realizador alemán no ha dejado de estar activo: mientras la deseada y ya maldita antología colectiva The Profane Exhibit (2013) sigue posponiendo su lanzamiento, el alemán aprovecha para pedir la retirada de su segmento Mors in Tabula, por “haber ido demasiado lejos y esto quizás podría tener graves consecuencias en Estados Unidos”, así que rueda un nuevo corto más “digestivo” y sin el material real que incluía el anterior; después de la congelación de otra película de episodios, Grimms Kinder, recupera algunas escenas de su capítulo Hänsel & Gretel y, tras la muerte de su maestro Ulli Lommel, las remezcla con escenas de la cuarta secuela de su saga Boogeyman, Boogeyman: Reincarnation (2016), donde Dora había trabajado en los efectos especiales bajo el pseudónimo “Marian Dallamano”, resultando la pieza Morbid Montage (2018), la cual se incluirá en una nueva versión extendida de Melancholie der Engel en Bluray; por último, este mismo año 2022 ha tenido lugar la premiere del que es hasta la fecha su último largometraje, Thomas und Marco, en el que vuelve a trabajar con el temperamental actor teutón Thomas Goersch.

    La idea del presente díptico es fruto de la perenne vocación experimental del director alemán. Según el propio Marian Dora, su intención era forzarse a rodar dos películas aprovechando una misma localización, una de las cuales se desarrollase de forma íntegra en exteriores y la otra en un escenario interior, un poco siguiendo las premisas que dieron origen a Reise nach Agatis (2010), que se filmó en pocos días en un yate navegando por aguas de Croacia. “Otra idea era llevar el concepto del minimalismo fílmico hasta sus extremos. Es prácticamente imposible emplear escenarios más reducidos: una película sólo con una actriz en una casa, la otra película con tres personas caminando en la naturaleza”. De hecho cada una de las dos películas comparte una secuencia que sirve de bisagra entre los dos espacios, al aparecer los personajes de ambas observándose y siendo observados a través de una misma ventana, cada grupo en su campo diegético correspondiente, un curioso y elegante juego de espejos metanarrativo que establece una unidad intencional y conceptual entre los dos relatos. Y esto es porque su objetivo común, bien que plasmado con tonos distintos y muy marcados como veremos, no deja de ser el mismo de toda la filmografía de Dora, a saber: la suspensión del juicio moral del espectador, una epojé que subvierta su sistema de valores habitual y le transporte a un estado de catarsis negativa donde todo es aceptado y los polos desaparecen para entremezclarse en una suerte de lucidez o inocencia oscura de la que no se puede escapar. El contrapunto deviene de nuevo la opción estética más lógica, en un sentido si se quiere brechtiano pero de facto más bien eisensteiniano, puesto que el montaje dialéctico es la principal arma técnica para llevar a cabo esta labor de extrañamiento, a base de promover la mayor colisión posible entre todos los elementos fílmicos a su disposición. A su cine se le suelen achacar elecciones formales ambiguas y el hacer gala de una truculencia tremendista, forzada y gratuita, y es seguro que estas dos nuevas películas no van a cambiar esa posición, pero a la hora de juzgarlo es imprescindible entender que la economía de medios resulta aquí decisiva, no menos el carácter minoritario de su cine. Porque Marian Dora se declara un creador de cine underground y esto para él significa seguir fiel a una filosofía que establece unas premisas muy concretas: autoría total (por la que el realizador lleva a cabo la mayor parte de los procesos de producción, incluida la música pese a carecer de formación en este campo, ya que al componerse ésta de forma intuitiva se consigue una mayor unidad expresiva y emocional), minimalismo técnico (ausencia de sonido directo, equipos ligeros y manejables), rodaje en continuidad (grabación espontánea y continua, es decir, filmarlo todo para luego darle sentido mediante el montaje), fisicidad en la interpretación de los actores (explotando su anatomía al máximo, fluidos incluidos) y anonimato (no sólo por razones de seguridad sino para que la obra sea apreciada por sí misma y no se vea enturbiada por el reconocimiento de la persona que la crea). La citada entrevista Blight of morality: the world of Marian Dora recoge detalles técnicos muy valiosos en torno a estas ideas y al proceso de producción de sus películas, lo que la hace muy recomendable para cineastas independientes, además de dejar en evidencia a la escolástica cinematográfica y mostrar un sabio escepticismo hacia el cine profesional, conceptos ambos con los que Dora siempre pretende (y consigue) establecer una separación militante y radical.





El deseo de Maria D.

(Das Verlangen der Maria D. / The yearning of Maria D. / Dead center of desire 2018)

Aunque el orden de visionado del díptico no debería ser estricto quizá sí que sería recomendable simular cierto crescendo comenzando por El deseo de Maria D., sin duda una de las cotas más líricas de toda la filmografía de Marian Dora, eso sí, teniendo siempre presente el muy personal concepto de belleza y la iconoclasta sensibilidad de su director. Se trata de una poética anticonvencional, dura para los sentidos, que enfrenta los aspectos más escatológicos, extremos y desagradables de la existencia, tabús que sin embargo son parte inseparable de ella al fin y al cabo. En este caso concreto se establece un marcado diálogo entre dos conceptos complementarios aunque habitualmente separados por el cine comercial, como son el eros y el thanatos, no en vano los dos ejes temáticos medulares del autor. Bien es cierto que Maria D. podría enmarcarse dentro de una serie de películas que en los últimos años se han atrevido a enfrentar al cuerpo femenino con la muerte y la decadencia, en títulos como Thanatomorphose (2012), Excision (2012) o Contracted (2013), por no olvidarnos del exponente más célebre en este terreno, la saga Nekromantik. Pero lejos de seguir una tendencia, y no olvidando que algunos de dichos films muestran diferentes intenciones, la dialéctica sexo-muerte siempre ha sido parte esencial del discurso del alemán. El título de la cinta remite en cierto modo al pseudónimo de su director, con lo que podríamos considerar que la peripecia de su protagonista no deja de ser una metáfora de la propia concepción existencial de Marian Dora, puede que no exenta de referencias autobiográficas.

    La trama de nuevo es tenue y sigue la evolución del personaje de Maria D., interpretado por Shivabel Coeurnoir, joven actriz y modelo cuya muerte se anunció el pasado 9 de julio de 2021, fatal casualidad que confiere un aura más maldita y alegórica si cabe al resultado final. Esta belleza israelí, aficionada al esoterismo y la magia, era una auténtica figura de culto por su vinculación con la escena witch house y en particular con Cosmotropia de Xam, otro de los representantes del underground teutón, convirtiéndose en uno de los rostros referenciales tanto de sus películas como de su proyecto video-musical Mater Suspiria Vision. Shivabel nos deja una interpretación soberbia que supera con sobresaliente el exigente y extenuante desafío que supone trabajar con un director como Marian Dora, que exprime al máximo la personalidad y el cuerpo de sus actores hasta el punto de la crueldad, o al menos ese es el estigma que lleva después de un rodaje tan traumático como el de Melancholie der Engel. De hecho ha declarado no haberse sentido cómodo trabajando con ella: “Tuve muchísimos problemas con Shivabel, se negaba a actuar. Cuando le pedía que mostrara emociones, se negaba. Me dijo que nunca le había ocurrido antes que un director quisiera que expresara emociones”. Y sin embargo Shivabel Coeurnoir lleva sobre sus hombros todo el peso interpretativo de la película como casi único actor de la misma, dando todo su ser, literalmente cuerpo y alma, para transmitir los complejos conceptos y navegar por todos los extenuantes niveles y registros que exige su personaje, en un inolvidable trabajo reminiscente del de Margarethe von Stern, musa del esotérico director Carsten Frank, ambos vinculados también en su momento al círculo del propio Dora. La desparecida actriz se erige en memorable psicopompo femenino que a través de la magia de la cámara nos introduce en su espacialmente limitado sancta sanctorum, pero abierto a infinitos portales de ternura, lujuria y violencia que culminan eventualmente en lo místico y lo sagrado, oficiando un auténtico ritual actoral.

    Maria D. es en realidad una sensual asceta, valga la contradicción, que desemboca en lo transcendente, quizá sin saberlo, pero de forma irreversible en el momento en que acepta su deseo y se entrega a él con todas sus consecuencias. Lo religioso y lo profano se funden y confunden en el enésimo contrapunto del director, que vuelve a recurrir a la imaginería cristiana para reforzar el impacto del mismo, en concreto la del cristianismo primitivo, con su fervor escatológico y brutal tanto en lo estético como en lo espiritual. Esta sensibilidad es la que impregna sobre todo el montaje de la primera parte del film, donde Maria D. se nos aparece en un entorno mediterráneo, abrasado por el sol, que no se especifica pero que recuerda a Grecia por la obsesiva presencia de la iconografía y el ritual ortodoxo. La protagonista se dedica a deambular por iglesias y toda suerte de lugares de culto, rodeada de devotos y turistas pero decididamente aislada de la multitud, abstraída en una atmósfera onírica pero no idílica, sino opresiva y asfixiante como lo era la de Reise nach Agatis, aunque en su fondo desesperado se respire esta vez un atisbo de melancolía que pugna por cristalizar. Es entonces cuando Maria D. profundiza en lugares más oscuros y menos transitados, principalmente panteones funerarios y osarios, entornos donde la cámara del director recupera el pulso necrófilo y la recreación en las imágenes macabras que caracterizaba a sus primeros cortometrajes (Die Toten von St.Angelo, Christian B., Subcimitero). En el abismo de las catacumbas percibimos que el personaje se siente más cómodo con los muertos que con los vivos, y así vamos conociendo la naturaleza de su soledad y como ésta es inevitable y elegida, autoconsciente. “Estoy siempre sola” dice insistentemente en el aislamiento íntimo de su casa, edén solipsista presentado con un aire infantil y vetusto, alejado de un mundo exterior que le parece hostil, donde los objetos y las sensaciones parecen tener vida propia y conformar un estado de cosas similar al de la infancia, un ensueño inocente, una nostalgia decrépita hacia no se sabe bien qué, remarcada por el implacable sonido de un reloj de pared.




    En la segunda parte de la película ya entramos en una narración plenamente intimista, con la voz en off, la música y las imágenes, lo interno y lo externo fundiéndose en una melodía audiovisual que nos va ir mostrando el ser completo (y complejo) de Maria D. a lo largo del relato de su clausura. Enseguida aparece el desencadenante, cuando la joven descubre en un edificio abandonado (de nuevo lo caduco) un cofre con unos restos mortales cuya identidad se resume en una placa con la fotografía de un hermoso muchacho, ante la que nuestra particular heroína tiene un flechazo, no se sabe si de amor o de puro deseo. Lo cierto es que a partir de aquí la película se centra en narrar las diferentes fases de la relación necrófila que se establece entre Maria D. y el cadáver, desplegando un poderoso contraste entre la suavidad etérea y la elegancia de una puesta en escena que recuerda a la de una película erótica de los años 70 (el cine exploitation como sempiterna referencia) y la crudeza en la presentación explícita de hechos escatológicos a la que Marian Dora nos tiene ya tan acostumbrados, envuelto todo en ese ambiente vaporoso y onírico que también es marca de la casa. Partimos desde el anhelo idealizado de una adolescente que descubriera el primer amor (de hecho así es, porque es la primera vez que conoce a la muerte), al que ella misma se refiere con el nombre “Thanos”, hasta la relación física cuando consigue hacerse con sus restos mortales tras pagar a un hombre para que los robe, Schroff, interpretado por el corpulento y experimentado Marco Klammer, único personaje que le sirve de enlace con el mundo exterior y que se muestra siempre primario y carente de empatía, progresivamente amenazador. Una vez reunida con su amado, Maria D. hace de su casa un templo y de su deseo una religión, desplegando todo su fervor en un crescendo de sensualidad y entrega mutua, desde el primer desnudo que abre la puerta al ciclo de intercambios sexuales entre la mujer y los huesos, para avanzar dejándose llevar por la voluptuosidad y el placer del sexo entre los cuerpos y las almas, una viva y la otra muerta, pero unidas y confundidas en un acto que tiene tanto de carnal como de místico. El desenlace tiene lugar mediante el martirio, en consonancia con la iconografía y el sentimiento católico latente durante todo el fluir fílmico, lo espiritual emergiendo cuando la sensualidad corporal sobrepasa sus límites. El dolor se suma al placer, como si hubiera que alcanzar los dos extremos para que la unión de los cuerpos se completara, condición de la trascendencia. El baile final con la muerte, casi un orgasmo visual, cierra el concepto de “danza macabra” (o cópula) que preside todo el film. Llegados a este punto no queda claro si el motivo central es el deseo o el amor, la necesidad de ambos o incluso el amor a la muerte como aceptación de su inevitabilidad, pero sin duda es esta ambigüedad una de sus mayores riquezas. Sobre ello podemos acudir de nuevo a la opinión de su director: “Al menos desde las películas de Nekromantik todo el mundo lo sabe: los necrófilos aman los cadáveres PORQUE están muertos. Pero María ama a Thanos INCLUSO AUNQUE está muerto”.




Peste de la humanidad

(Pesthauch der Menschlichkeit / Blight of humanity, 2018)

Culminar el díptico con Peste de la humanidad es aconsejable para el espectador que quiera ir en consonancia con la pretensión de epatar siempre inherente al cine de Dora, ya que si Maria D. es quizá su película más “accesible”, aquella es deliberadamente oscura y deja bastante desarmado al espectador para una posible explicación a las atrocidades contempladas. El resultado es realmente muy incómodo de ver y hace dudar de si hay en verdad un contenido detrás o si ese radicalismo gráfico no obedece sin más al afán de buscar el escándalo de forma gratuita para reafirmar su aureola de director maldito. Esta disyuntiva puede aplicarse a casi todas sus películas, pero sin embargo siempre parece inclinarse a su favor, no sólo porque las posibles razones comerciales quedarían ahogadas ante la minúscula distribución, sino porque estamos ante un autor tan visceral que sus obsesiones personales siempre acaban aflorando de un modo u otro, sin importar la brutalidad de las imágenes que utilice para distanciarnos.

    Continuando con el experimento comentado, Peste de la humanidad está íntegramente rodada en localizaciones exteriores en la provincia italiana de Varese, en los alrededores del mismo edificio donde Maria D. tiene lugar. Se trata de un paraje natural de bosques y lagos en cuya hermosura se regodea la cámara de Marian Dora, brindándonos planos de gran belleza visual, de factura casi publicitaria, demostrativos de que la madurez del alemán también es extensible a su capacidad fotográfica, sin renunciar nunca al amateurismo de los medios: “No usé cámara de cine, sino una cámara de fotos DSLR, y para las escenas de flashback de El deseo de Maria D. empleé Video 8. Algunas escenas las grabé con mi móvil cuando las baterías de la DSLR se acababan”. El tratamiento pues nos sumerge en una naturaleza casi idílica, tono bucólico que se refuerza aún más, al menos en un principio, si atendemos a lo pintoresco del comportamiento de los tres únicos personajes que van a hacer avanzar la historia: Frak (Jörg Wischnauski), un hombre maduro que parece ser un mentor o tutor que no para de dar repetitivos consejos sobre comportamiento a Marietta (Marietta Fiori), una joven de edad indeterminada, perversamente caracterizada como una niña, que muestra una pasividad y un mutismo cuyas razones no se nos explican (¿repentina orfandad?, ¿repudio familiar?) mientras carga con un cesto de mimbre (lo que remite a cierto simbolismo buñuelesco); cierra el trío Verus (Johnatan Maria von Gross), la desconcertante presencia de un enano incapaz de articular palabras inteligibles y que presenta evidentes indicios de retraso mental en su comportamiento caprichoso, impertinente e infantil. Bien pudieran ser figuras sacadas de un cuento de Lewis Carroll, entre lo lúdico y lo absurdo, pero cualquier ambigüedad victoriana que pudiera intuirse en un principio poco a poco va a ir desapareciendo para entrar en un terreno estrictamente vulgar. Una vez más la interpretación total es la que mueve el metraje, más que la inexistente anécdota argumental, una excusa para el acostumbrado ritmo progresivo de un nuevo teatro de la crueldad apoyado en la violencia hacia el cuerpo y el espíritu, algo en lo que tanto Jörg Wischnauski como Marietta Fiori poseen amplia experiencia por su trabajo con el director de porno ocultista Marco Malattia y su productora Vans La Furka Laboratories. Johnatan Maria von Gross es más desconocido, vinculado al productor Rene Wiesner, y sin duda logra convertirse en la gran estrella de la película, ya que logra una potente interpretación basculando entre la simpatía, la extrañeza y la náusea, no sólo por la naturalidad con que se sumerge en las acciones más repulsivas, sino porque la inocencia adánica, casi angelical (¿luciferina?) que logra conferir a un personaje a priori tan desagradable es fundamental para expresar el intrincado concepto que el propio Marian Dora nos escamotea a propósito con su narración.




    Durante toda la proyección seguimos al trío sin saber nada de su destino ni de sus intenciones, tan sólo asistiendo a la evolución y la metamorfosis de sus comportamientos como si de una terapia de grupo se tratase, con la naturaleza salvaje como único testigo y juez, pero también como influencia velada y eventual repositorio. Precisamente lo que supone este periplo es una regresión hacia lo primitivo, porque el aislamiento del campo, lejos de nuevo de la civilización, sin ataduras convencionales, contribuye a que aflore la auténtica humanidad, en el nihilista sentido en que la concibe Dora. Pronto la ridícula charla de adoctrinamiento moral con que Frak bombardea a la inane Marietta se revelará burda hipocresía ante la escalada en las molestas acciones de Verus, cada vez más hostil y agresivo hacia la joven. Frak le reprende al principio, incluso le golpea, pero como el enano insista en su intolerable conducta se producirá un incomprensible giro en su actitud al decidirse por dejarle hacer, excusándole primero por la supuesta inocencia de su condición, para después ir culpando a la propia Marietta de la violencia del enano. Porque este, ya no sin trabas, sino incluso con la connivencia y ayuda de Frak, llegará hasta el extremo, explorando primero su desnudez y todos sus orificios, invadiendo su cuerpo por medio de la tortura y la vejación después, hasta llegar a la aniquilación total de su ser, jugando incluso con sus restos y sus vísceras como si nada de lo que hiciera tuviera la más mínima importancia, para acabar dejando que el cadáver sea arrastrado por la corriente del río en otra alegoría de difícil comprensión. Por si esto fuera poco, el insano montaje de Dora no ha dejado de golpearnos sin piedad durante todo el nauseabundo proceso insertando imágenes de cerdos muertos y empalados en el barro del pantano, un repulsivo y estomagante paralelismo que puede llegar a exasperar al espectador por sus reminiscencias misóginas.

    Terminada la proyección, los posos de la indignación y la confusión fermentan en nuestro cerebro durante el duro proceso de buscar una explicación a lo presenciado. La primera lectura puede concluir que hemos asistido a un despliegue de torture porn con ínfulas artísticas, pero con Marian Dora nada es nunca tan unilateral: la técnica del contrapunto es de nuevo omnipresente y apela al movimiento de nuestra conciencia. La historia remite a otras alegorías primitivistas donde la presentación de edenes negativos sirve para vehicular visiones escépticas, cuando no pesimistas o nihilistas, sobre el comportamiento del hombre fuera del yugo social, como ocurre en gran parte del cine mondo. Gualtiero Jacopetti y Ruggero Deodato serían aquí los declarados referentes de nuestro director si nos quedamos con la lectura reaccionaria de este tipo de cine, no exento de paternalismo criptocolonialista, donde se especula, entre otras cosas, con que un exceso de tolerancia hacia ciertas actitudes no debería ser permisible porque desembocaría en un empeoramiento de las mismas. Además Dora elige presentar unas acciones deleznables de forma cruda, con ese realismo falseado tan característico suyo, en el que no emite opinión ni nos ofrece información sobre los implicados, una neutralidad aterradora que recuerda mucho a la elección estética de Pier Paolo Pasolini en Saló. Sobre si esta política visual está justificada, Dora es bastante claro: “¿Está justificado mostrar sacrificios con el motivo de evitar más sufrimiento? No es posible encontrar una respuesta universal, pero es cierto que la actitud del cine underground a veces es esta: en algunos casos y bajo ciertas condiciones puede estar justificado”. El realizador también afirma que el juego moral que quiere proponer es la exposición del drama natural y ecológico inherente al consumo animal, mediante la extrapolación de la tortura que sufre Marietta, polémico asunto con el que se conjuraría la posibilidad de la misoginia y se buscaría proyectar la impotencia del crimen individual en el crimen de masas que la humanidad comete diariamente sobre las diferentes especies animales para alimentarse. El título de la película refuerza esta interpretación, de modo que la especie humana sería una “peste”, una plaga para el resto de los seres vivos con los que convive en la naturaleza. A muchos les sorprenderá este enfoque cuando el alemán siempre ha sido muy criticado precisamente por la forma de tratar a los animales en sus películas, ante lo que él se excusa diciendo que estos o bien aparecen ya muertos, o bien sus muertes son provocadas por otros o simuladas mediante el juego con el montaje y la manipulación visual.

    Pero las interpretaciones no tienen por qué terminar aquí. Aparte de la influencia del mondo, es más que patente una dimensión mucho más simbólica e incluso poética, pero aún más amoral si cabe, donde la inocencia prístina es afirmada por su pureza más allá del bien y del mal. El personaje de Verus, cuyo nombre significa “verdadero” en latín, sería aquí un ejemplo de la auténtica naturaleza del hombre, su parte más salvaje pero también más sincera por fin liberada, y así tendría sentido establecer también una lectura psicológica en la que los tres personajes representaran cada una de las instancias de la consciencia freudiana: Frak sería el superyó, Marietta el ego y Verus el ello. Y por encima de todo estaría la naturaleza idílica donde los inocentes desencadenan la tragedia porque esta es parte del propio ciclo vital, planteamiento que podría remitir al de El señor de las moscas pero, viniendo del propio Dora, conectaría más bien con la aspereza lírica del “cine Pánico” de Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal (Fando y Lis, El Topo) pero sobre todo a uno de los filmes que el alemán considera uno de sus preferidos: Maladolescenza (1977) de Pier Giuseppe Murgia. Abundando más en esta paradoja podemos remitir a los últimos planos de tono trascendente del film, donde Marietta aparece en medio del lago fusionada con la naturaleza en unas hermosas tomas de dron que juegan con el efecto espejo entre agua y cielo, mientras por su parte Verus se solaza en el campo fotografiado en imágenes preciosistas que le dan la apariencia de un querubín. Aquí no hay ningún asidero religioso como en Maria D., como no sea el de un paganismo amoral o una inversión satánica, una moraleja a la contra que aceptara la grandiosidad de lo terrible. Si aquella era una afirmación de la muerte, Peste de la humanidad también podría ser vista como una afirmación de la vida, con todas sus consecuencias. Sea como fuere, al final Marian Dora nos ha vuelto a descolocar a base de no tener piedad: “Cualquiera que decida ver un film underground decide contra el escapismo y contra el entretenimiento. El underground siempre busca ser confrontacional. Por lo tanto, me gusta que haya gente dispuesta a exponerse al underground. Encarar la verdad no es el principal problema de este mundo. El problema es huir de ella”.





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