viernes, 26 de marzo de 2021

Todo un caballero






¡Viernes de relato! Si recordáis, hace pocas semanas os traje un cuento propio en cuyo título figuraba un lema plenamente unido al campo de la alquimia (no así del todo el contenido del relato, que exploraba otro tipo de "Praxis"). En esta ocasión tengo el gusto de presentaros una nueva y excelente colaboración: Manuel Juan Prieto Álamo nos trae este excelente cuento, premiado en el certamen "Cuentos ocultistas" de la editorial Cthulu. Os pido, por favor, que leáis con mucha atención, que analicéis en profundidad cada una de las personalidades presentes en este relato (y con esto ya os he dicho de más) y, sobre todo, que disfrutéis como yo de una conclusión que, no sé si fue pretendida por el autor o no, pero me dejó un sabor más dulce que amargo. ¡Leed!




Sur l'oreiller du mal c'est Satan Trismégiste 
Qui berce longuement notre esprit enchanté, 
Et le riche métal de notre volonté 
Est tout vaporisé par ce savant chimistre. 

Charles Baudelaire, Les Fleurs du Mal. 


Sobre la almohada del mal está Satán Trismegisto 
Que mece largamente nuestro espíritu encantado, 
Y el rico metal de nuestra voluntad 
Está todo vaporizado por este sabio químico



Era mi primer día de residente de psiquiatría en el prestigioso centro ********, en la amplia zona periférica de París que llaman el banlieue. Esperaba incluir aquella estancia en mi curriculum enfocado a mi verdadera vocación: la investigación bioquímica con nuevos antipsicóticos, menos agresivos para  el paciente. El edificio era una curiosa mezcla entre la arquitectura antigua de antes de la Segunda Guerra Mundial, todo ladrillo y molduras, con los nuevos usos más asépticos y funcionales. Entregué mis credenciales al Doctor Lenormand, un hombretón recio, de cejas anchas y rostro colorado, al que en lugar de la bata blanca le hubiera ido mejor un mono azul de metalúrgico. Me avergoncé al instante de aquel pensamiento clasista, sobre todo cuando iniciamos la entrevista de rigor, porque el director de la institución era inteligente y perspicaz. No le pasó inadvertido el libro que había colocado distraídamente en la mesa, junto a la carpeta de mis títulos y diplomas, Secretos de la Alquimia, editorial Étoile Noire, famosa por sus publicaciones sobre temas "ocultos". 

   Vaya por Dios. Un científico que juega con el pensamiento mágico. ¿Pero realmente le encuentra sentido a esas cosas? ¿No seguirá por casualidad las noches del sábado ese programa de Celine Junot, Fronteras de lo Imposible, eh? rió con franqueza, mientras se encendía un puro, a pesar de la prohibición de fumar en los recintos hospitalarios, guiñándome un ojo. Confieso que lo veo algunas veces. Me encantan las psicofonías y ese médium susurrando en las ruinas eso de ¿hay alguien ahí?, ¿cuál es tu nombre?. 

  Me sentí algo azorado por aquellos comentarios, pero al final acabé contagiándome de sus carcajadas y chanzas al novato. Compulsó mis documentos e hizo una llamada a administración. 

  —Muchacho, bienvenido a bordo. Preséntese a Madame Morbihan para que le incluya en el personal externo. Y ya que le gusta todo eso de la alquimia, pregunte por el paciente 31, Monsieur Ménard. Una herencia de mi predecesor en el cargo. Va a disfrutar aún más que con el programa de la Junot, se lo aseguro. Me quedaría más rato aquí con usted, pero me toca consulta. Ya me contará. Recuerde, Ménard, número 31. Que tenga un buen día.

  Apagó el habano contra un cenicero de grueso cristal, y me dejó allí sentado, asimilando aquel recibimiento tan poco usual. 

 La señora Morbihan rozaba los cincuenta años: elegantemente arreglada y maquillada, con corte de pelo moderno y cabello cobrizo teñido, aún resultaba bastante atractiva. Tenía aire de persona eficiente, profesional y seria. Tras entregarme la bata con la placa de identificación, me hizo de guía en un tour por todo el recinto, explicándome en detalle los pormenores y normas de cada tarea o zona de la clínica. Aunque al principio la juzgué algo antipática, poco a poco fue declinando a un aire más cordial, hasta maternal. Debía considerarme un pardillo recién licenciado que aún necesitaba algo de tablas en aquel oficio. Cuando iba a despedirse, pregunté como al descuido:

     —¿El paciente número 31?

   Formulé la interrogación con la mejor de mis sonrisas, pero aquella mujer no tenía nada que ver con las profesoras de mi facultad o las enfermeras en prácticas. 

     —¿Robert Ménard, el viejo dandy? —lo pronunció con sorna y desprecio—. Parece que el director ya le ha ido con el cuento. 

  Al observarme mejor, reparando en el libro como ya lo hiciera antes Gèrard, meneó la cabeza, y apoyada en la barra de la recepción, hizo algunas anotaciones en un papelito.

  —Que se divierta. No soporto a los tipos que odian a las mujeres.

  Y se marchó sin más, con un revoloteo de la bata que llevaba abierta. 

  ‹‹Bien empezamos. Haciendo amigos, sí señor››, pensé desolado. 

  Siguiendo las indicaciones de la jefa de personal, me hallaba algunos minutos más tarde —porque me despisté varias veces— en una amplia sala donde estaban los pacientes leves. La típica zona en la que se administra medicación y puedes ver a uno haciendo puzles, el otro ensayando algunas risas y muecas con el compañero de al lado, o la otra como embobada mirando al vacío. No me hizo falta indagar sobre él entre los celadores, porque contrastaba con toda aquella galería frenológica, lo mismo que lo haría una garza real en una jaula de loros. Era mayor, le calculé unos setenta años, de cabello cano que raleaba en la parte superior de la cabeza, con un bigotito de corte antiguo y finas gafas metálicas, enfundado en un traje algo pasado de moda, pero impoluto. Allí estaba aquel personaje. Arrellanado cómodamente en una butaca y enfrascado en la lectura de una antología de poemas de Mallarmé, Baudelaire y Rimbaud, como si fuese un pensionista de posibles en unas vacaciones de todo incluido. Antes de presentarme a él, llamé a uno de los vigilantes, un sujeto enorme con aires de Jean-Claude Van Damme, y un físico de muchas horas de gimnasio. Al nombrarlo, sonrió y me llevó aparte. 

    —Todo un caballero de los de antes. Estudios de Medicina y Química por la Sorbona, antes de la guerra. Es encantador, diga lo que diga esa harpía de la Morbihan. Un día tuvimos que reducir entre tres compañeros a un fulano —señaló vagamente a los internos —con un brote psicótico de cojones. Habló con él, con palabras suaves, lo miró a los ojos, lo tocó, y el tipo se quedó manso como un corderito. Incluso alguna vez nos ha sacado de un marrón. Paul equivocó las píldoras de aquella chica de allí. Nos citó todos los principios activos y ni siquiera nos dio tiempo a darle las gracias. Así es él. Si no fuera por su historial, casi diría que está cuerdo, el jodido. 

  —Pero, ¿qué ha hecho para estar aquí? —le sonsaqué intrigado —. No me ha dado tiempo de ver su expediente. 

  —Asesinato, y el incendio de una antigua mansión por la zona de ********. Qué se le va a hacer. Ya sabe usted lo que se cuece en estos sitios. El pobre no lo niega, como hacen otros, y menos mal que lo tomaron por chiflado. Eso le libró de la guillotina en aquellos tiempos. Perdone. 

  Dio un par de zancadas y cogió suavemente por el cogote a un tipo encanijado y orejón, supuestamente por haber susurrado obscenidades a la chica de la medicación equivocada; mientras le retahilaba una buena filípica, el orejudo me miraba a hurtadillas con sonrisas de crío picarón. Tomé asiento frente a Ménard en otra butaca, y suavemente le llamé la atención. Bajó el libro, se ajustó un poco las gafas para verme mejor y me estrechó la mano. Preguntándome qué podía hacer por mí, le comenté mi afición por la alquimia. El anciano palideció y bajó la cabeza. Luego me hizo levantarme y salimos a un jardín por unas amplias puertas acristaladas. 

   —Lenormand me tiene aquí como a una atracción de feria, pero después de muchos años sé juzgar a las personas. Si le ha mencionado todo esto, espera sin duda que le explique por qué llevo aquí tantos años, desde la década de los cincuenta. Señaló un banco de listones blancos con una mano venosa —. Ármese de valor, y por el amor de Dios, si sigue tomándome por loco, al menos deje esas porquerías esotéricas.

  sacó una petaquita de coñac y le dio un sorbo, chasqueando la lengua. Algo me dijo que era algún tipo de intercambio de favores con el personal.

  —Etienne Schumann. Nieto de un conde alsaciano, un niño rico. Fue compañero mío en la facultad. Se especializó en química. Un tipo brillante, sí, y un monstruo. La alquimia era para él más que una afición. Una auténtica obsesión. Insistía en que aún no se había dicho la última palabra sobre la Gran Obra. Debería haber visto su biblioteca. Berthelot, Ruska, las obras clásicas de los antiguos griegos y árabes, y qué decir del esplendor de la Edad Media y los siglos XVI al XVII: Flammel, el Liber Mutus, Salomón Trismosin y el Splendor Solis, Basilio Valentín, Paracelso, Van Helmont. Hasta ese chalado de Fulcanelli.... 

  ››Durante la guerra se alistó en el bando de los boches, pero no como un cualquiera. Oficial de la SS, división Carlomagno. Le perdí la pista durante años. Hasta aquel día en el café *******. Me costó reconocerle, porque parecía no haber pasado el tiempo por él. Cabello oscuro, sin arrugas. Me invitó a su mansión familiar, y maldito el día en que acepté. Entre copas empezó una disertación sobre la transmutación, el vientre de la tierra, la preferencia de la vía húmeda sobre la seca, la maduración de los cuerpos cual embriones, el mercurio filosofal como flujo o menstruo, el azufre como seminis operativum, el varón espíritu racional y la mujer materia prima y soror mystica, de cómo el alquimista perfecto no debe imitar a la Naturaleza, sino operar sobre ella.. Y sobre todo que sus predecesores habían errado en la naturaleza del atanor y del huevo. 

  Dejé a Ménard perorar a sus anchas. Conocía todos aquellos términos vagamente por la lectura superficial del librito que llevaba conmigo, pero lo que vino después... Si era un delirio, podría escribir una tesis sobre él. Si no lo era, pobre hombre... Entre resignado y angustiado, prosiguió: 

  —Al ver mi gesto de incredulidad me hizo pasar a un laboratorio contiguo al salón. Sacó de un frasco un cuerpo irregular, del tamaño de una nuez, graso, rojizo y traslúcido. Triunfante, me declaró que tenía en las manos una porción del Lapis, la mismísima Piedra Filosofal. Como siguiera tratándole con complacencia manipuló un pequeño crisol en el que fundió una cantidad de plomo, y entiendo de esas cosas, porque mabuelo era joyero. Añadió el cuerpo con algo de cera y papel, y volvió a fundirlo, con parsimonia, como un ilusionista de chaqué ante su público. Lo que quedó en el fondo del crisol de cerámica blanca refractaria... era oro. Hasta me tendió una piedra de toque y algunos reactivos para que hiciera las comprobaciones oportunas. Dijo que se inyectaba aquella sustancia licuada en excipientes apropiados, y que gracias a aquello no había envejecido un ápice. Y era cierto. 

  ››Estaba estupefacto. Le intenté convencer de que aquello era un logro histórico. Que debía darlo a conocer, y entonces se echó a reír. Para mi decepción me declaró que era imposible, y que le entendería mejor viendo lo que él llamaba su auténtico laboratorio, su capilla filosofal. Una gran cámara anexa. Aquello parecía más una mezcla entre quirófano y nave industrial. El hedor a productos químicos era casi insufrible. Me señaló un enorme bulto cubierto por una sábana, de la que brotaban cables y tubos, y en el que era audible el sonido de ciertas maquinarias que emitían sonidos rítmicos, como los del pulso humano y la respiración. Entonces oí aquel gemido lastimero, justo cuando descorrió la gran tela. 

  ››Unido de maneras imposibles a todo aquel amasijo de tubos, cables y máquinas estaba un cuerpo humano, el de una mujer de edad mediana. Monstruosamente obesa y pálida. En estado semivegetativo. Su vientre hinchado era una cubierta de cristal, como la panza de una retorta, empañada por fermentaciones y reacciones gaseosas. Aquel engendro se jactó ante mí. 

  ››¿Cómo si no, sería posible sintetizar ese milagro, mi querido Robert? ¡Este es el atanor perfecto! ¡La verdadera vía húmeda, el menstruo embrionario del mercurio sófico, la mujer-materia prima! Por eso me uní a esa pandilla de andrajosos arribistas, lacayos de ese pintor de brocha gorda. ¡No sabes cuánto "material" pusieron a mi disposición esos necios!... 

   ››¿Entiende ahora por qué le asesiné e incendié aquel antro abominable? —me agarró por un brazo con la voz temblorosa y lágrimas en los ojos —.¿Entiende cómo hice morir a aquella infeliz criatura empotrada en esa maquinaria diabólica y por qué no soporto imaginar mujeres desnudas, sin que sea un misógino ni un machista como cree Morbihan? ¿Entiende por qué odio la alquimia y por qué llevo pudriéndome aquí todos estos años, mi pobre muchacho?...



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