viernes, 17 de enero de 2020

En nombre de la ciencia



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¡Viernes! Y en esta ocasión os traemos una nueva entrada literaria. Podéis disfrutar de otro de los relatos que leímos durante la convocatoria splatterpunk, que nos llega de la mano del autor Tomás Pacheco Estrada, redactor en las revistas Dekada virtual, Katarsis celuloide, Revista fantastique y MiNatura, amen de otros muchos espacios. Su trayectoria está muy ligada al mundo del cine, ya que fue ganador en un concurso de un taller de guión para cortometrajes y ha participado en varios proyectos cinematográficos y cursos de actuación. Sin más, dejo a vuestra valoración el esfuerzo de Tomás. 




Un avión aterrizó en la isla. En su interior viajaba un grupo de criminales de alta peligrosidad, sobre los que pesaba una condena a muerte. Ese mismo día, otro avión arribó lleno de mujeres condenadas a la esclavitud sexual. Ni los hombres ni las mujeres sospechaban lo terrible que era ese siniestro lugar. Habían llegado al mismísimo infierno. Tanto los hombres como las mujeres pertenecían a diferentes razas. Sus orientaciones sexuales, sobre todo las poco productivas para la especie, también habían sido señaladas, ya que la misión de sus degenerados captores era velar por un mundo libre de imperfecciones.

    En aquel pedazo de tierra, abandonado en medio del océano, habitaban el dolor y la miseria. Sólamente se veían soldados que ocultaban sus rostros con caretas y  lucían orgullosos la cruz gamada en sus uniformes. Ninguno de los desafortunados prisioneros reconoció al líder del siniestro cónclave: el científico Josef Mengele. Mengele había recibido inmunidad diplomática a cambio de proseguir sus diabólicos experimentos y entregar al estado los resultados de sus estudios. Los "conejillos de indias" fueron encerrados a sus celdas. El llamado Ángel de la Muerte se regocijaba de gusto; un nuevo cargamento de carne fresca para ser sometida a pruebas inhumanas. Pasaron horas hasta que  un grupo de soldados acudió para sacar a algunos hombres de sus celdas. Las miradas de los prisioneros desprendían compasión, algunos hasta derramaban lágrimas al imaginar su terrible e incierto futuro. Fueron conducidos a un patio interno, donde se les ató a unas estacas de madera. El primer prisionero fue quemado con un lanzallamas entre terribles gritos y estertores. Atento, Mengele tomaba notas en su libreta. El segundo reo fue usado a modo de blanco por un arquero, que agujereó su cuerpo hasta transformarlo en un alfiletero. El tercer convicto se meó encima y suplicó piedad, las tropas nazis hicieron escarnio y colocaron una granada entre sus ropas. El patio quedó regado por una mezcla de fluidos y trozos de carne reventada. El último de los reos permaneció con el rostro enloquecido. Impasible, Mengele pidió que le cortaran las manos, para comprobar cuánto tardaría en morir desangrado.

  Pero esta sólo era una muestra de las atrocidades cometidas por aquel enjambre de psicópatas. Al no sentirse satisfecho, Mengele ordenó que un grupo de mujeres fuese conducido al laboratorio. La más joven fue encerrada en una cámara frigorífica con el objeto de averiguar durante cuánto tiempo resistiría las altas temperaturas. Lleno de curiosidad, el doctor decidió congelar los brazos de otra de las mujeres y  esperar a que se descongelasen. La gangrena acabaría con ella, proceso que sería convenientemente seguido y documentado.

  Otro de los experimentos consistía en atar a un prisionero a una silla y colocar cables por todo su cuerpo para que muriese electrocutado entre terribles sufrimientos. 

  Mengele recorría los pasillos que aquella sombría prisión acompañado de una enfermera rubia de rostro particularmente duro y siniestro. La mujer entraba en las celdas e inyectaba a los reos enfermedades de todo tipo Algunos se resistían, por lo que trataba de engañarles diciéndoles que eran vacunas. Tras una larga agonía, los hombres perecían bajo la mirada tranquila del siniestro Doctor y sus secuaces. Mengele lo tenía claro: en nombre de la ciencia todo estaba justificado. Además, se trataba de razas inferiores que, de un modo u otro, debían ser erradicadas. 

  No hubo inconveniente para el doctor en que las mujeres fueran tratadas como esclavas sexuales. Inevitablemente, algunas de ellas quedaron encinta, lo cual lejos de ser un problema supuso una nueva fuente de investigación, o más bien sadismo vestido de investigación. Cuando sus vientres estaban hinchados, eran llevadas a quirófano y se les hacía una cesárea sin anestesia. Los fetos eran extraídos y colocados en frascos llenos de formol. Respecto a las madres, nunca más se supo, aunque se dice que la que no murió desangrada durante el proceso recibió una muerte lenta y dolorosa abandonada a su suerte con el vientre abierto sobre la mesa de operaciones. 

   Durante años los terribles experimentos continuaron. Cientos de prisioneros fueron conducidos a la isla. Muchos de ellos terminaron encerrados en cuartos y atacados por perros infectados con la rabia con el objeto de valorar los efectos de esta enfermedad en el cuerpo humano. Otros muchos,  fueron conducidos a salas donde se estudiaban los efectos de la radiactividad en los tejidos orgánicos. Según Mengele, era una forma de buscar la cura contra el cáncer. También se comprobaron los efectos del gas sarín y el gas mostaza en el sistema nervioso. Todos y cada uno de los terribles resultados fueron anotados, estudiados y expuestos por el doctor. 

   La vivisección se convirtió en otra de las técnicas predilectas del Ángel de la muerte. Pero su nivel de sadismo aumentó, y no contento con extraer los órganos de sus víctimas mientras aún permanecían con vida, amputó sus miembros para dejarlos convertidos en sanguinolentos muñecos rotos. Le gustaba recordar el pasado, cuando todavía estaba en Auschwitz. Sonreía mientras recordaba la cámara de gas en la que había acabado con la vida de tantos y tantos inocentes. Recordó también el día en que se le ocurrió coser a dos gemelos para convertirlos en siameses. Sí, debía continuar su trabajo y para ello utilizaría los últimos avances, y continuaría demostrando los efectos de diferentes sustancias y enfermedades en el cuerpo humano. Era un anti hipocrático reconocido.

  Pensaba que cualquier tipo de enfermedad podía ser curada. Entre las denominadas enfermedades, para él primaba la homosexualidad, que pensaba erradicar de una vez por todas.  El Ángel de la Muerte se frotaba las manos, mientras pensaba en sus planes y en el que era el sueño de su vida: crearía el ejército perfecto, legiones de muertos vivientes hambrientos y siempre dispuestos a atacar. Lo tenía todo pensado, para ello debía engañar a algunos de los reos bajo la promesa de que dejarían de ser torturados a cambio de vivir encerrados en una habitación para siempre. Aterrorizados, cedieron y entraron en la habitación con una mesa repleta de comida. En medio de su desesperación, sonrieron. Pero las escasas muestras de alegría duraron poco cuando la estancia comenzó a ser gaseada. Sin embargo, este gas era diferente. Lejos de debilitarse, los convictos enloquecieron, se atacaron unos a otros con los ojos inyectados en sangre mientras sus gargantas proferían imposibles alaridos. Al cabo de unos días, Mengele ordenó que varios soldados convenientemente protegidos fuesen a comprobar el resultado de su soñado experimento, y así se hizo. La escena que encontraron fue repugnante y dantesca; los prisioneros se revolvían entre una fétida mezcla de carne, sangre y excrementos, la mezcla resultante tras fagocitar los restos de sus compañeros. Aquellos no eran seres humanos, sino bestias famélicas. Rápidamente, trataron de abalanzarse sobre los soldados y algunos fueron acribillados. Otros fueron reducidos, encadenados y llevados ante Mengele quien, satisfecho con su creación,  sonrió malignamente; estaba logrando su sueño. Continuaría con sus experimentos y lograría finalmente crear el ejército más poderoso del mundo bajo el amparo de aquellos gobiernos que tanto necesitaban de sus avances científicos...


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