viernes, 7 de diciembre de 2018

Wisconsin forever







Badger Hannibal estudió historia antigua en la Universidad de Barcelona y es experto en esoterismo. Su trayectoria como investigador de lo oculto le ha granjeado notables colaboraciones en medios relacionados con el medio, como el programa Informe Enigma. Hoy, comparte con nosotros una divertida crónica de su visita a la tumba del asesino serial más famoso del siglo XX: Ed Gein.

Imaginaos una pareja de frikis que no han podido celebrar su viaje de novios y que de repente se encuentran con el dinero para celebrarlo... ¿A dónde irían un apasionado de la crónica negra y una canadiense? ¿Cuál es el lugar más bizarro del mundo? Está claro: Wisconsin. 

  ¿Qué tiene Wisconsin de especial?... 

  Es el estado más encantado de Estados Unidos, la capital de los sombreros de queso, el tejón y el garrulerismo extremo y, sobre todo, morada de célebres asesinos caníbales. 

  ¿Por qué todo esto? Tiene cierta lógica: mi esposa, Margot, que es antropóloga, y yo mismo, licenciado en historia y apasionado de la crónica negra, fascinado por la figura de los asesinos en serie y sobre todo por la historia de Ed Gein, no podíamos encontrar un destino más perfecto que éste. 

  Recuerdo con cariño cuando le conté a mi hijo de tres años, Fernando —un tipo realmente brillante para su edad—, el porqué de este viaje. La conversación fue algo muy parecido a esto: 

  —Fernando, el papá se va de viaje a Wisconsin. 

  —¿A qué? 

  —A visitar el sitio donde vivía el tio Eddie... (siempre he llamado tío Eddie a Ed Gein, básicamente porque mis continuados estudios sobre el personaje le convirtieron en alguien familiar). 

  —¿Quién es? 

  No sabía qué decirle y, finalmente, tras pensármelo un instante —¿que vas a contarle a un niño de tres años?— le respondí: 

  —Un señor que comía señoras... 

  —No... 

  —Sí... 

  Siempre recordaré su respuesta, la respuesta de un niño inocente pero inteligente al mismo tiempo y con una lógica aplastante: 

  —Pues yo como pollo... 

  La preparación del viaje no es necesaria contarla, basta con decir que tomamos un avión de Barcelona a New york —donde en el aeropuerto JFK, mientras esperábamos el cambio de vuelo y comíamos algo en un Mac Donalds roñoso, a Margot le robaron el carnet de conducir—, de New York a Atlanta y de Atlanta a Milwaukee, donde descubrimos que Wisconsin era uno de los lugares más acogedores que habíamos conocido... Gente simple y franca, buena cerveza y comida abundante. 

  La inesperada pérdida del carnet de conducir nos privaba de la movilidad necesaria para los planes que teníamos en mente, de modo que durante varios días nos dedicamos a conocer la ciudad de Milwaukee, incluido el lugar donde había estado situado el apartamento de Jeffrey Dahmer, actualmente un aparcamiento donde grabé un vídeo depositando un caganer —un cagón dirían los no catalanes—, y lugar del que tuve que salir corriendo, pues el vigilante del parking, al verme grabando un vídeo allí, apareció a la carrera mientras llamaba a la policía. 


Imagen sujeta a derechos de autor. Jeffrey Dahmer

  Nuestras correrías por Milwaukee nos hicieron entablar amistad con un taxista de origen marroquí de la compañía Yellow Cab, cuyo hermano vivía en Alicante. Los dados estaban echados... Cada día le llamábamos para que nos moviera por la ciudad, ya fuera para llevarnos al Safe House, un increíble pub ambientado en el mundo del espionaje, o al museo público de la ciudad para ver la sirena de Fiji del circo de P.T. Barnum. En una de estas le pregunte si podría desplazarnos a varios lugares fuera de Milwaukee, concretamente a Bray Road en Elkhorn —el sitio donde se han contabilizado más avistamientos del licántropo conocido como la bestia de Btay Road— y, por supuesto, Plainfield. Es aquí donde planeamos visitar la granja y la tumba de Edward Theodore Gein. ¿Cuánto nos cobraría? No hubo problema: lo hizo en su día libre a cambio de la comida y 125 dólares. En aquel momento el dólar se encontraba muy bajo en respecto al euro... Así que realmente era un chollo perfecto. 

  Aquel domingo nos levantamos y desayunamos pronto, nos esperaba un viaje de más de 200 kilómetros hacia el norte hasta Plainfield, en el condado de Wausara, cruzando un buen trecho del estado de Wisconsin, bien. 

  Revisé los mapas; primero visitaríamos el cementerio local, donde descansan los restos de la familia Gein: George, el padre, Augusta, la madre y en parte responsable de los crímenes del archiconocido asesino, Henry, el hermano mayor y supuestamente una de sus víctimas, y, naturalmente, Edward Theodore Gein , más conocido como Ed Gein, quizás el criminal más influyente en la cultura popular del siglo XX. 


Ed Gein bajo detención

  En aquel momento me fije en la fecha... ¿De qué me sonaba? ¡Mierda, era el aniversario de la detención de Ed Gein! Plainfield es un pueblo pequeño y seguramente la policía estaría pendiente de los frikazos que en aquel día pensaban visitar la tumba de aquel personaje... Cambio de planes, visitaríamos primero la granja y luego la tumba. 

  Tomamos la autopista esquivando los cadáveres maltrechos de venados atropellados mientras saciaba la curiosidad del conductor sobre el lugar al que nos dirigíamos. Éste me miraba con cara de no comprender nada de todo aquello que le contaba, pero dinero manda. 

  A poca distancia de llegar a las afueras de Plainfield, deteniéndonos a medio camino en un área de servicio para comprar algunas bebidas, incluida una cerveza Miller que consumí en el asiento de atrás ante los ojos de espanto del taxista. 

  —¿Que ocurre? 

  —No se puede consumir alcohol en un coche. 

  —Pero si no conduzco... 

  —Es igual sino conduces, no se puede beber en un coche. 

  En fin, pensé, los yanquis y sus leyes absurdas, como la que prohíbe cruzar la frontera del estado con un pato en la cabeza (juro que es autentica.), así que apure la cerveza de un largo trago y deposite la lata en la bolsa de papel que nos habían dado en el área de servicio. 

  Pronto llegamos a un camino sombrío y enmarcado por poderosos arboles, en uno de los cruces podíamos ver la entrada de la granja cortada por una cadena con la leyenda colgando de: Propiedad del Estado, prohibido el paso. 

  Le pregunté al taxista si quería acompañarnos, pero se negó, diciendo que prefería esperarnos en el coche. Se me ocurrió aconsejarle, con mi humor habitual, y porque no decirlo, curioso, que si se le acercaba un tipo con gorra a cuadros y una motosierra, saliera corriendo... Los ojos con que me miró el hombre fueron realmente todo un poema. 

  Arranqué a correr dejando a mi mujer atrás, saltando la cadena a la carrera y no deteniéndome hasta encontrar los restos de lo que un día fue la casa de los horrores del Goul de Plainfield, actualmente solo un montón de madera amontonado de cualquier manera en una hermosa extensión de prado bordeada de arboles. 

  Me arrodillé y besé el suelo. Al levantar la cabeza, pude observar como mi mujer se acercaba cámara en mano, seguida por el taxista, que había decidido que era mejor acompañar a aquella pareja de locos que quedarse solo en el solitario camino a la espera de algún asesino en serie... 

  Después de eso, nos dirigimos al pueblo de Plainfield, y tras cruzar la interestatal, encontramos el cementerio de Plainfield, un lugar que me sorprendió, ya que me había hecho a la idea que se trataría de un camposanto oscuro y siniestro... Pero nada más lejos de la realidad, nos recibía un cementerio muy bien cuidado y acogedor, con un césped espectacular. No nos costó encontrar la tumba de Ed Gein. Estaba situada casi en frente del acceso. Bajamos del taxi —esta vez el conductor no nos siguió y recorrimos el corto trecho hasta un conjunto de cuatro tumbas, una de ellas sin lápida hacía poco tiempo un tipo de Seattle había robado la lapida de la tumba de Ed Gein para venderla a trozos por internet, aunque la policía la había recuperado, y por lo que había averiguado, en aquel momento se hallaba en la oficina del Sheriff de Plainfield. La primera de ellas pertenecía a George Gein, el padre de nuestro protagonista, la segunda al mismo Ed, y las siguientes a Augusta y su hermano Henry. 

  Siguiendo mis intenciones, intercambié una piedra de la tumba sin nombre por un caganer sí, un caganer ¿Qué pasa?

  El ruido de un motor me sacó de mis pensamientos, un 4X4 del departamento del Sheriff venia hacia a mi por entre las tumbas. Un agente descendió y vino hacia mí con la chulería típica de los policías yanquis que solemos habitualmente ver en las películas americanas mientras me preguntaba a gritos la razón de estar nosotros allí. 


Antigua lápida de Ed Gein. Imagen sujeta a
derechos de autor

  Entre mi mujer y yo conseguimos que entendiera que estábamos para escribir un artículo sobre Ed Gein y que no queríamos molestar ni cometer ningún desaguisado ¡Menos mal que no vio el caganer!. Finalmente atendió a nuestras razones y se marchó, eso sí, no sin antes advertirnos de que no estuviéramos mucho rato y que fuéramos respetuosos. 

  Mientras mi mujer y yo comentábamos entre nosotros la chocante aparición del agente del sheriff, dos hombres se acercaron, saludándonos. Se trataba de un padre y su hijo provenientes de Texas y que, como nosotros, venían a visitar la tumba de Ed Gein. Entablamos conversación y ello derivo en una competición a ver quien sabia más sobre asesinos como no

  La charla terminó con ellos narrándome la historia que Truman Capote reflejo en su famoso libro «A Sangre Fría», yo contándoles sobre el «Arropiero», asesino spanish por experiencia y, supuestamente, con cuarenta y ocho muertes sobre sus espaldas. Los tejanos me miraban con una cara extraña... ¿Podía ser posible que un país tercermundista como España tuviera asesinos como los de USA? Su mirada era de entre incredulidad y rabia, aquello les estaba enfadando y molestando Orgullo patrio, y yo realmente me estaba divirtiendo con ello. 

 De vuelta a Milwaukee cruzamos por la Main Street de Planfield, para descubrir que la tienda donde Ed Gein había asesinado a Bernice Worden aun existía. Se alzaba ante nosotros como un edificio rectangular de una sola planta con un letrero con la leyenda: Worden´s. 

  Naturalmente, tenía que hacer una foto de aquello sí o sí. Bajé del taxi, crucé la carretera y realicé una serie de fotos. Un grito llegó a mis oídos: un anciano venía a toda la velocidad que le permitían sus piernas... ¿Sería quizá el hijo de Bernice? 

  Decidí no quedarme a comprobarlo, montamos en el taxi amarillo y nos marchamos de allí. Se notaba que, aún tras cincuenta años, aquellos hechos seguían escociendo en el pequeño pueblo. 

  El Viaje terminó, como todos. Mi mujer por desgracia fue víctima de aquella enfermedad que empieza con una C mayúscula, pero aquellos recuerdos no se borrarán nunca, y menos cuando veo una camiseta, una de mis joyas, donde se puede leer: 


Wisconsin, home of the cannibal killers and happy days.





No hay comentarios:

Publicar un comentario