viernes, 6 de diciembre de 2019

Él, ella






¿Qué os parece un buen relato splatterpunk para terminar el viernes? Hoy os traemos otro de los relatos que pudimos leer durante la convocatoria de nuestra antología "Gritos sucios". Su autor es el bogotano Santiago Alberto Serna Caicedo, finalista en varios certámenes literarios y autor de las obras El cielo de los caídos y El despertar, entre otras. Sin más, os dejo con esta perversión no apta para pusilánimes. 



Mordió uno de sus senos mientras la despojaba de la ropa interior. Pudo notar que el calzón estaba húmedo, esto le excitó y se masturbó. Después de que el pene le colgara flácido entre las piernas, comenzó el ritual que le tomaría toda la noche para alcanzar el clímax. La vistió con una diminuta prenda negra de satén que se perdía entre sus nalgas. Después de atarla ella lloró, lo que le puso de mal genio. La golpeó por segunda vez e hizo que el labio superior sangrase. Él no pudo resistirse y lo lamió de forma perversa, mordió con fuerza, para que la sangre siguiera brotando e inundara su boca. Su pene de nuevo se puso duro y la penetro con fuerza, la mordaza le impedía gritar, pero las lágrimas en sus ojos demostraban el dolor que sentía al ser follada de esa forma fría y brutal. Él se detuvo, la magia de la noche estaba rota. Aunque no era tan simple y no quería admitirlo, la mujer que colgaba de los amarres, desnuda y asustada, era diferente. Las lágrimas que recorrían ese rostro blanco empezaban a surtir cierto efecto y esto lo hizo dudar. Los deseos de cortarla, morderla, golpearla y masturbarse con su dolor, no surgían, parecían apagados. Algo en él se había roto y esta noche no era igual a las demás, en donde había traído tantas mujeres que todos los rostros le parecían iguales, para que terminaran destrozadas bajo sus instintos más básicos y perversos. La abofeteó con fuerza haciendo que el labio sangrara de nuevo, uno de sus dientes escapo de la boca y él no sintió nada por primera vez, no se excitó por el dolor de su presa. 

  Ella pudo sentir cómo se humedecía la prenda que apenas cubría sus partes, cómo la orina bañaba sus piernas y el cuerpo le temblaba. Su boca estaba llena de sangre. La garganta le ardía. No tenía fuerzas, si no fuera por las ataduras que le impedían cambiar la posición obscena y cómica en la cual estaba colocada, habría caído de rodillas al suelo. Los meados se mezclaban con la sangre que brotaba de su culo, se sentía mancillada, acabada, humillada. Jamás pensó que su vida acabaría de ese modo. Recordaba muy poco de lo sucedido. Hacía un momento estaba haciendo fila para entrar al cine, cuando aquel extraño hombre se acercó a ella y sopló el humo del cigarrillo que fumaba con desespero sobre ella. Desde ese instante todo se volvió negro en su memoria. Cuando recuperó la conciencia se vio casi desnuda atada con unas cadenas que la mantenía en pie. Esto la sorprendió, quiso gritar pero fue interrumpida por el dolor cuando la verga del hombre entró entre sus nalgas. Intentó soltarse y decir algo, pero el tipo le metió su ropa interior en la boca para evitar que hiciera algún sonido. La penetró con tal fuerza que pudo sentir como era desgarrada por dentro. Una lágrima nació en sus ojos cuando sintió el filo del metal cortando su piel. Al entender lo que sucedía creyó tener una revelación divina. Algo en su mente agotada cambió, empezó a sentirse bien, tranquila, al fin la muerte llegaría después de tres intentos de suicidio. 

  —Eres tan hermosa. Las voces han enmudecido y no lo entiendo, no sé qué debo hacer ahora, sé que debería cortarte y jugar con sus intestinos, beber tu sangre, acariciar tu corazón mientras que con tu mirada me ruegas que termine ya. No escucho nada, mi cabeza se ha quedado en blanco. Por primera vez no quiero lastimar a nadie. No deseo jugar con la chica que trata de sonreír mientras decido mi próximo paso. 

  Ella revivió su terrible pasado:

  —Al fin mis suplicas han sido escuchadas. Esta puta vida acabará. Podré olvidar cuando mi padre metía su sucia verga dentro de mí y su putrefacta lengua recorría cada uno de mis hendiduras. También olvidaré que él asesino a mi madre para quedarse sólo conmigo, su hija, su amante, su mujer. Fue una noche cualquiera hace cinco años, él estaba borracho y aún sujetaba una botella de cerveza a la mitad. Mi madre, con su cara de vaca estúpida, se acercó para darle un beso en la mejilla y preguntarle si quería comer. Él la empujó con fuerza y la tiró a un lado de la sala. 

  —Déjame en paz, puta —le gritó y volvió a clavar sus ojos en el televisor para seguir mirando como su equipo del alma perdía un partido por sexta vez consecutiva. Ella se golpeó contra el borde de una mesa que estaba al lado del sofá, la madera le cortó la frente, haciendo que sangrara mucho. Mientras trataba de limpiarse el rostro, mi padre fijó su atención en ella. 

  —Ahora qué sucede, ahora le dirás a la niña que fui yo, para que me tenga más miedo. Ella es mía y no cambiarías eso.

  Escupió una gran bola verde contra el rostro de mamá, luego bebió otro sorbo de cerveza. 

  —No es nada, no te preocupes amor —dijo ella con la voz rota. 

  Yo estaba en la cocina. Lavaba los platos, ya que sus tontas discusiones no me interesaban. Sabía cómo terminarían, él eyacularía en sus calzones y vendría a mi cuarto por el segundo de la noche, pero esa noche todo cambio. Mi padre se levantó y estrelló la botella en la cabeza de mi madre, que se desplomó como una paloma muerta. Ahora tenía otra herida, intentó levantarse pero él se lo impidió con una patada en el estómago. Volvió a abofetearla y le dio de nuevo con la botella, esto hizo que tres de sus dientes volaran. Mi madre no gritaba, no rogaba a pesar de que su ojo derecho le colgaba de la cuenca ocular. Ella solo esperaba a que se detuviese, para poder incorporarse y limpiarse las heridas, como hacía siempre cada vez que tenían una discusión. Pero él no quería detenerse, cuando se dio cuenta de que podía cortarla con la botella rota, se centró en su pecho. Se había sentado sobre ella, así que la botella entró y salió destrozando la piel, salpicando la sangre por las paredes, el suelo y la camisa de mi padre. Paró cuando mi madre era una masa sanguinolenta y uniforme de carne. Se levantó, su verga se había puesto dura y se acercó a mí. Me tomó con fuerza del brazo, rompió mi ropa interior y me penetró duro. Me dolió mucho, ahora él se había robado mi virginidad de atrás. Con tres empujones se corrió, dejándome sucia con su semen y la sangre de mi madre. Hace un mes le di fin a cinco años de concubinato con el hombre que me dio la vida. Mezcle varias drogas en su bebida y, cuando intentó chuparme las tetas, cogí el cuchillo y de una sola cuchillada le separe el pene del cuerpo. Después, le asesté un tajo en la garganta. No sé si debo decirlo, pero me masturbé mientras él se desangraba en nuestra cama. Así que estoy feliz, porque cuando acabe esta noche, todo acabara. No era la forma enque quería hacerlo, pero qué mierda, es una forma de terminar con todo. 

  
  Supo que él era diferente cuando sostuvo a un pequeño sapo en el laboratorio del colegio, apretó y apretó hasta que los ojos y las tripas del animal brotaron entre sus dedos. Se sentía pegajoso y esto le gustó, fue una sensación que llamó su atención. Empezó a experimentar con otras criaturas para descubrir por qué tenía esos sentimientos cuando les causaba daño. Al sapo le siguieron pequeñas aves a las cuales arrancaba las alas para después contemplar su agonía. Después vinieron ratas, gatos, hámster, también puede incluirse un enorme perro, el san Bernardo de su vecina. Le aplastó la cabeza con una roca, por primera vez observo los sesos esparcidos de un ser vivo y eso le dio satisfacción. A los dieciséis los animales ya no calmaban el ansia que atravesaba su pecho, comenzó a crear formas distintas de torturarlos y matarlos. Por seis meses planeó la muerte de un hombre de la calle, lo hizo de un solo tajo en la garganta, el hombre murió tan al instante que no pudo disfrutarlo. Dos meses después fue una prostituta a la que violó, y apuñaló más de 32 veces. Ese día las voces en su cabeza surgieron, para guiarle paso a paso en el ritual en que se convirtió el deseo de sexo y sangre que le producían sus víctimas. Deaseaba violarlas por todos ladosy y destriparlas para masturbarse sobre sus órganos antes de cortarles la garganta. Deseaba ver como morían ahogadas en su propia sangre. Después de la sexta víctima, a la cual despedazó con una sierra y para dársela de comer al perro nuevo de la vecina, decidió escuchar las voces que le decían que era el momento de llevar a su madre al lugar sagrado donde su hijito pasaba las noches una vez al mes. Quería mirar a los ojos de uno de sus seres queridos mientras la chispa de la vida se desvanecía. La desnudó con cierto respeto, no la tocó, pero la despellejó viva. Después de dos horas de dolor la mujer perdió el conocimiento, jamás volvió abrir los ojos. Dos días después tuvo que hacer lo mismo con su hermana. El policía que descubrió el cuerpo vomitó, le había practicado la llamada muerte vikinga: el águila de sangre. Después de cuarenta y dos mujeres creía que había llegado el momento de detenerse, por primera vez no quería cortar y cortar, era como si se hubiera enamorado, ese pensamiento lo hizo reír. 

  —El amor es una excusa para meter la verga en la vagina o el culo de las mujeres —pensó. 

  Él se saltaba todo el proceso del cortejo, las citas, las charlas, e iba a lo importante que era llegar a lo que tenían en medio de las piernas. Pero ella, la última, la que lo miraba y de algún modo le rogaba a que continuara era especial, así que decidió soltarla. Ella lo miró estupefacta, sin entender qué sucedía, cuando le entregó los leggins y el sostén para que se vistiera de nuevo. 

   —Perdón —dijo él. 

  Ella no podía creerlo, se vistió despacio, tratando de entender que sucedía. No podía creerlo, el idiota se había detenido. La cara le ardió de la ira que sentía. Apenas se puso el pantalón se acercó a él, que la observó y se masturbó con el tanga que ella dejó en el suelo. Lo abofeteó. 

  —¿Que sucede?, no entiendo, ¿no es lo quieres? ¿Acaso no es tu deseo vivir? Ellas, las que viven en mi cabeza, no me han dicho nada, te ha otorgado el don de la vida. Así que vete. 

 —¿Eso es todo?, tanto preámbulo para un pajazo con mi tanga, lo hubieras pedido desde el principio maldito pusilánime. 

  Tomó una de las cadenas con las que la había atado y golpeó el rostro del hombre, este se derrumbó mirándola con asombro. Golpeó su pene y él fue el primero en gritar esa noche. Ella le pegó varias veces seguidas, lastimándole la cara, la cabeza y la espalda. 

  Ella cogió el cuchillo y se lo clavó en la pierna, lo giró más de cuatro veces rompiendo venas y arterias. Él volvió a gritar, su sangre empezaba a ensuciarlo todo. 

  —Estás orgulloso de tu pequeña verga —le dijo mientras se la metía en la boca. 

  A pesar de que el dolor era insoportable, su pene se volvió a poner duro. Ella cerró sus dientes alrededor y se lo arrancó de un solo mordisco. Él no salía de sus asombro, por primera vez tuvo miedo, sentimiento que había olvidado cuando mató al perro san Bernardo. Supo que la muerte vendrá esa noche por él. Ella recordó a su padre, lo que la enfureció más. Agarró el trozo de carne y la metió en la boca de su atacante. Con la perfección de un carnicero le abrió el pecho dejando al descubierto todos sus órganos. Los fue arrancando uno a uno: el hígado, el estómago, los intestinos, los pulmones y el corazón. Este último lo destrozó con sus dientes.  Tuvo un orgasmo y su entrepierna se humedeció. Las piernas le temblaron y casi cae al suelo. Colocó cada uno los órganos alrededor del hombre. Mutiló uno de sus dedos y se lo llevó. Subió las escaleras del cuarto de tortura. Se bañó, se vistió y comió. Al llegar la madrugada abandonó la casa. Algo en ella había cambiado, sus labios dibujaron una sonrisa. Sentía que la depresión al fin la había abandonado. 

  Tres meses después la policía encontraría el cuerpo de un abogado tirado en la calle, con el pecho abierto, el pene cercenado y los órganos dispuestos alrededor del cadáver.

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