viernes, 13 de septiembre de 2019

Volver después de tanto tiempo vol. 2




Imagen sujeta a derechos de autor


¿Esperábais con ansias la segunda parte del relato de Manuel Gris? Pues por fin la tenéis aquí. Disfrutad de pura matraca no apta para estómagos sensibles ;)




Di una palmada en el aire y los ojos de la víctima se abrieron. H. se rió desde su esquina. 



  —¡Despiértate, Antonio! 


  Mi susurro pareció ser más efectivo que cualquiera de los golpes que pensaba propinarle. El poco cloroformo que quedaba en su organismo dejó de hacerle efecto. Se despertó a los 5 segundos.

 —¿Dónde coño...? 

  Comenzó a buscar a su alrededor algo que se le antojase conocido y le tranquilizase, pero no tuvo suerte. Cuando por fin vio a H. le cambió la cara

  —¡Tú!, ¡maldita zorr...! 

  El sonido del guantazo que le arreé atravesó la habitación de un lado a otro. 

  —Yo que tú no haría eso. Insultar a mi mujer solo empeorará las cosas. 

  Me acerqué al ordenador, que permanecía encendido sobre la mesa. Mientras Antonio continuaba insultándonos, busqué una carpeta llena de temas musicales y seleccioné la reproducción aleatoria. 

  —Dependiendo de cómo te portes —dije al tiempo que me acercaba a él, sin inmutarme por sus palabras —,te explicaré el por qué de todo esto. Además, tendré el detalle de desvelarte tu desenlace...

  Su boca hizo amago de esputar insultos, pero vio la calma intranquilizadora de mi rostro y decidió cerrar la boca. Únicamente asintió. 

  —Así me gusta.

  Comencé a dar vueltas alrededor de la silla de ruedas, que ya no tenía batería. Le habíamos atado las muñecas a los reposabrazos con bridas. 

  —Verás, Antonio, como no eres gilipollas la explicación de cómo has llegado hasta aquí sobra.

  —En el privado… —comenzó a susurrar —estaba con ella y...creo que algo me golpeó, algo que me hizo verlo todo negro… ¡Fuiste tú! ¡Maldito cabrón! 

  Sus ojos me regalaron odio. Perfecto, pensé, porque me encanta cuando veo eso. 

  —Exacto.

  Continué dando vueltas alrededor de la silla. Sonaba Vasoline, de Stone Temple Pilot. 

  —Y déjame decirte que esos dos rusos que te cubrían no son muy buenos. Ni se movieron de la barra. Quizá hasta sigan ahí todavía. Deberías despedirles, si consiguieses salir de aquí. Pero los dos sabemos que no va a ser así. Voy a divertirme un rato contigo, así tendrás algo cachondo que contarle a San Pedro. Tu vida no vale una mierda, Antonio Manrique.

  Seguía sin decir nada. Hay gente que no es capaz de expresar o sentir emociones debido a traumas del pasado. Ese tío era un auténtico monstruo sin escrúpulos.

  —No me importa… —su tono me daba a entender que pretendía tenerlo todo bajo control —porque van a pillarte. Voy a gritar como un loco en cuanto empieces, entonces alguien me oirá y te cazarán, ¡gilipollas! ¡Y mi padre se encargará de que sufras tanto antes de que acaben contigo que desearás estar en el infierno! 

  —De acuerdo. Crees que soy un descuidado, que estás en la habitación de algún hotel. Claro, lo entiendo 

  Me paré detrás de él y coloqué mis manos sobre sus hombros. Comenzaron a sonar los primeros acordes de Angel of Death, de Slayer.

  —Pero ¿y si te dijera que estás en un almacén a tomar por culo de la civilización y que el único que sabe que estamos aquí es un guardia de seguridad al que le importas un cojón? Además, realmente cree que sólo estamos ella y yo follando.

  Señalé a H, que me regaló una sonrisa inocente.

  El transporte de material musical es algo tan normal en estos almacenes que cuando el de seguridad me vio llegar acompañado de mi mujer con el camión que había alquilado para esa noche y una caja de 3 por 1’5 metros me dejó pasar sin problemas. Me deseó que pasase una buena noche mientras me guiñaba un ojo. Esto último quería decir que el próximo día tendría que contarle las ficticias escenas de sexo que H. y yo íbamos a tener esa noche. En fin, cada uno entiende el morbo como quiere. 

  Antonio palideció de golpe cuando, tras abrir una funda de bajo Fender e introducir mi mano, saqué un cuchillo jamonero afilado hasta decir basta. 

  —Siempre has ido por la vida pensando que las cosas que haces quedarán impunes. Como si el sufrimiento de los demás no fuese más que confeti que se tira a la basura después de una fiesta de cumpleaños. Pero no es así. 

  Tras subir el volumen de la música que salía de los altavoces —en aquel momento sonaba Raise Your Hand de Janis Joplin— cogí también un tubo de goma, de los que solían usarse antiguamente en los hospitales para hacer visibles las venas y así poder extraer la sangre más fácilmente. 

  —Todo lo que has hecho, todo, ha causado daño. Así que quiero que compruebes en tus propias carnes que, aunque tú no puedas sentir el dolor, existe.

  Le até con fuerza el tubo de goma por encima de la rodilla de su inútil pierna derecha y, cuando comenzó a ponerse algo morada, empecé a cortársela como si se tratase de jamón. Las primeras tiras de piel comenzaron a caer al suelo, eran del mismo tamaño que las láminas de bacon. Comencé a cortar por debajo de la rodilla, en dirección hacia el tobillo. El gelatinoso charco de sangre creía a medida que los trozos de carne se deslizaban en el suelo. De vez en cuando me giraba y miraba a H, que reflejaba felicidad en su cara. me mostró esos blanquísimos dientes que le regala al mundo con cada sonrisa. 

  No me detuve en mi tarea, a pesar de que la víctima se deshacía en histéricas y forzadas carcajadas con la intención de atacarme los nervios. Pero nada podía arrebatarme el poder. Mi finalidad era llegar al hueso. Tras dejar el suelo lleno de láminas cortadas con una precisión digna de cualquier restaurante de Kebabs, toqué los trozos de carne que asomaban por el enorme boquete. Restregué mis dedos en la sanguinolenta masa y los chupé. Quería saborear la muerte. Por fin había dejado el hueso al descubierto, metí la lengua y lo chupé. 

  Sonaba Buena Suerte, de Hamlet. 

  Me acerqué a su oído, para que pudiese escucharme. la música estaba a tope. Continuaba riéndose, como si fuese inmune al dolor y la humillación. 

  —¿Quieres saber por qué lo hago? Te contaré toda la historia. 

  Tragué saliva. Quería decirlo del tirón, sin dejarme nada. El discurso de despedida perfecto. De mi barbilla colgaba un hilillo de sangre 


  —Me apunté a un aula de escritura solo para sacar de mi interior todo el talento posible, pero no fue lo único que conseguí. Mis compañeros, al igual que yo, necesitábamos que alguien, algún hijo de puta como tú, muriese para que nuestras vidas y las de todo el mundo fuesen mejores. Y tu futuro me tocó a mí, ¿entiendes? 
  »¿Te suena el nombre de Julio Losantos? Seguro que sí. Él te puso en esta silla y él también apuntó tu nombre en la lista. Necesitaba verte muerto porque, tras matar a su nieta, hiciste de su vida un puto infierno.Y esto me lleva a una pregunta. 

  Me acerqué de nuevo a la mesa y levanté un paño bajo el cual guardaba una espada Tanto japonesa de 30,5 centímetros de largo. Lo desenvainé y dejé que el brillo de su filo inundase nuestros rostros. Volví a colocarme muy cerca de su oído, tanto que pude oler su sudor. Un sudor cargado de terror. 

  —¿Qué pensaste esa mañana al despertar? ¿Creías que te irías de rositas? 

  Me separé de Antonio sin esperar respuesta alguna. 

  Caminé hasta H. y la besé con tanto amor en mi interior que casi creí que iba a hacerle daño. Ella me agarró de la nuca y me apretó la cintura y la espalda. Sus manos recorrían mi cuerpo con cada nuevo beso que nos regalábamos. Entonces me separé de ella, se limpió los labios de la sangre que cubría mi cara, y me dijo chillando. 

  —Acaba con él. 

  Asentí y busqué la canción que creí debía ser la última que Antonio debía escuchar. La había colocado en una carpeta aparte. Era Wax Simulacra de The Mars Volta. H. me dijo que nuestra hija pequeña la estuvo bailando en el coche de camino al colegio. Me pareció perfecta, hacía lo menos 2 años que no la escuchaba. 

  Le di al play. 

  Al tiempo que sonaban los dos primeros y veloces acordes de la canción, mi fiel Tanto le había arrancado prácticamente el brazo izquierdo. Le asesté varios cortes en forma de cruz, que cruzaron su cuerpo horizontal y verticalmente. Seguí cortando frenéticamente al ritmo de la canción y el cuerpo exangüe hizo ademán de caer al suelo. Corté las bridas que ataban sus muñecas a la silla y dejé que el amasijo de carne se estampase contra el suelo ensangrentado. Frenético, comencé a bailar mientras continuaba realizando incisiones en la carne lacerada. Movía el cuchillo como si fuese la batuta de un director de orquesta. A esas alturas Antonio ya era historia.

  Pero yo continué con mi locura. Cuando sonó la primera estrofa clavé el filo en su hombro derecho para sacarlo con violencia mientras simulaba que el mango era un micrófono. Como si fuese yo y no Cedric quien cantara. Tuve una extraña alucinación, imaginé que Antonio me hacía los coros, emitiendo gritos de dolor y júbilo. La idea me excitaba. Cuando llegó el estribillo, cambié de postura y me coloqué frente a su cara, como si él pudiera verme. Le abrí los parpados y sus ojos inertes me transmitieron locura. Con cada nuevo y repetitivo riff mi mente enloquecía y continué cortando la carne a un ritmo vertiginoso. Mientras cantaba la segunda estrofa mis manos comenzaron a navegar en el amasijo de tripas y fluídos que brotaban del abdomen reventado. Seguí dejándome llevar por esa locura característica de The Mars Volta hasta que no tuve fuerzas para continuar mutilando aquel amasijo maloliente.

  H. me observaba impasible desde la esquina. Sus ojos brillaban, llenos de felicidad. Llenos de deseo. Me acerqué a ella y la cogí de la mano, iniciando así un baile que me recordaba al de nuestra boda. Mi Tanto simulaba a la antorcha de la Estatua de la Libertad, ella sonreía, animada, sintiendo el hipnotismo de la música.

  La segunda estrofa iba a comenzar. 

  Apunté al cadáver con mi cuchillo y lo clavé con fuerza sobre la carne del hombro. Susurré una frase al oído de H. Estaba en la cima de mi júbilo. 

  —Te toca. 

  Me miró algo sorprendida, pero asintió. 

  En teoría y según el juramento que hice junto a los ángeles negros, era yo, y solo yo, el que debía acabar con la vida que se me había asignado. Pero ninguno de ellos se iba a enterar de esto.

  H. agarró el mango y comenzó a moverlo de un lado a otro, haciendo que el hueso del hombro y el brazo se separasen como una almeja, creando una catarata de carne destrozada, sangre y músculos. Arrancó el brazo del cadáver por completo y, no conforme, comenzó a ensañarse con la cabeza. El filo topó con la frente y comenzó a amputar las orejas, la mandíbula y la nariz hasta desfigurar la cara por completo. Lo hacía con un odio irracional, el mismo que todos somos capaces de sentir por nuestro prójimo de cuando en cuando.

  Y entonces mi mujer, mi amor eterno, la primera persona por la que supe que daría la vida, introdujo el filo en la cavidad ocular del cadáver y atravesó la cabeza por completo. A esas alturas, la música había terminado. Mientras respiraba con dificultad, la escuché susurrar algo. Me acerqué por detrás y le puse las manos sobre los hombros. 

  —¿Qué dices cariño? —preferí preguntar. 

  —Le decía a lo que queda de este hijo de puta violador, asesino de niños y amante del fuego que salude a Satanás de mi parte. 

  Le pedí que se girase para que me mirase a mí y no a ese amasijo de carne, mierda y orina. 

  —Lo has hecho muy bien cariño. 

  Le besé la frente y noté el sabor de la sangre que salpicaba nuestros rostros. 

  —Te quiero. 

  —Y yo a ti. Más que a mi vida. 

  E hicimos el amor en el suelo, sobre los restos pegajosos y malolientes de Antonio Manrique.

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