viernes, 9 de marzo de 2018

Nápoles, ciudad de huesos




El 1 de octubre de 1943, interminables columnas de vehículos y soldados entraron en Nápoles. La primera unidad aliada en penetrar en las calles de Nápoles fue un escuadrón de la Guardia de Dragones del Rey. Horas después, el ególatra general Mark Clark, que comandaba el 5º Ejército de Estados Unidos, hacía su entrada triunfal en la ciudad. 

  En las proximidades de la Plaza del Plebiscito, los napolitanos aguardaban con entusiasmo para recibir a sus libertadores. En aquella emblemática plaza era tradición que hiciesen acto de presencia los vencedores. Entre gritos de júbilo, la población lloraba, abrazaba a sus nuevos héroes y se arrodillaban ante ellos. 

  Clark, un hombre espigado, de grandes orejas y nariz prominente, se sentía exultante tras su victoria en Nápoles. Su alegría era proporcional al infierno que había pasado junto a sus tropas desde que desembarcaron en Salerno. Tal era la alegría que embargaba a Clark, que se permitió escribir a su mujer la siguiente felicitación de cumpleaños: «Te regalo Nápoles para tu cumpleaños. Te quiero, Wayne». 

  Pero la llegada de los aliados no iba a suponer el fin de los problemas para los napolitanos. Una ciudad peligrosa, insalubre, dominada por la hambruna y la miseria, aguardaba. En su retirada, los alemanes se habían encargado de demoler las instalaciones portuarias y dejar numerosos explosivos listos para estallar. 

  Las cloacas habían sido dinamitadas, los depósitos de agua de la ciudad habían sido drenados y el acueducto había sido volado en siete puntos distintos, privando a los napolitanos de agua corriente. 

  Las demoliciones no solo afectaron al suministro de agua. Las comunicaciones habían sido saboteadas, y los generadores y las subestaciones corrieron la misma suerte. La oleada de demoliciones que perpetraron los alemanes en su retirada también conllevó la destrucción de tres cuartas partes de los puentes de la ciudad y de las instalaciones industriales. 

 La barbarie de la guerra no solo afectó a las infraestructuras. Una ciudad tan rica en tesoros culturales como Nápoles sufrió terribles pérdidas. Un batallón alemán prendió fuego a la biblioteca de la Real Sociedad Italiana. Los archivos municipales y cincuenta mil volúmenes de la Universidad de Nápoles terminaron siendo pasto de las llamas. Los bombardeos aliados también causaron estragos, provocando daños en Castel Nuovo, el Palazzo Reale y la Biblioteca Nacional. Los grandes hoteles como el Continental, el Vesubio o el Excelsior, tampoco se libraron de los bombardeos aliados ni del vandalismo incendiario de los alemanes.

Explosión en la oficina de correos de Nápoles

El puerto había sido arrasado. Grúas volcadas o arrojadas al agua y vagones de tren obstaculizaban el tránsito. Los edificios de las inmediaciones fueron demolidos y los montículos de escombros se extendían a lo largo del puerto. Para dificultar los trabajos de reconstrucción, los alemanes colocaron explosivos, minas y tanques de oxígeno en las instalaciones portuarias.

  Precisamente, las numerosas trampas explosivas se convirtieron en un quebradero de cabeza para los aliados. El 7 de octubre de 1943 estalló la primera bomba alemana de efecto retardado. La detonación tuvo lugar en la oficina de correos, en Vía Monteoliveto. La onda expansiva desató una lluvia de cascotes y acero que acabó con la vida de setenta soldados y civiles.

  Durante tres semanas, los artefactos de efecto retardado continuaron estallando y sembrando el pánico entre los italianos y el personal militar. Incluso en los cuarteles del Príncipe de Piamonte se encontró casi una tonelada de explosivos programados para ser detonados el 19 de octubre de 1943.

  Los edificios reducidos a escombros y las atrocidades culturales no eran los únicos problemas de los napolitanos. El hambre y la sed debilitaban a la población civil. Los habitantes de Nápoles se sentían tan famélicos, que terminaron devorando los peces del acuario municipal. La hambruna era tal que la población de gatos en la ciudad se vio considerablemente reducida. Miles de italianos acudían a los abrevaderos salobres o a las conducciones rotas de aguas residuales para apaciguar la sed. Los ingenieros aliados lograron instalar una veintena de grifos, pero los altercados que se produjeron alrededor de los mismos obligaron a los militares aliados a enviar soldados provistos de rifles con bayoneta.

  Para paliar la hambruna, se enviaron 26.000 toneladas de trigo desde África y Oriente Medio, pero la delincuencia estaba a la orden del día en Nápoles. Los ladrones robaron los alimentos que llegaban al puerto y los precios aumentaron hasta cuadruplicarse en un mismo día. Los napolitanos, desnutridos, llegaron a padecer tifus. Para contener la epidemia de tifus, los aliados se vieron obligados a espolvorear a 1.300.000 personas con insecticida DDT.

  La llegada de los ejércitos aliados, compuestos por miles de soldados, renovó la vitalidad de la ciudad. Los restaurantes volvieron a estar abiertos, ofreciendo ternera a la milanesa, que en numerosas ocasiones resultaba ser carne de caballo. En aquellos restaurantes, muchos clientes italianos se sentaban a la mesa vistiendo abrigos hechos con mantas robadas a los ejércitos aliados.

  El material de los ejércitos aliados desaparecía rápidamente de los almacenes. El robo de neumáticos era un negocio especialmente suculento. Norman Lewis escribió en su diario que las tapas de las alcantarillas habían alcanzado cierto valor comercial, por lo que las carreteras estaban plagadas de agujeros.

  La miseria que reinaba en Nápoles fue terreno abonado para la prostitución. Muchas mujeres se vieron obligadas a prostituirse para poder comer. En la Piazza Garibaldi, los niños hacían de alcahuetes para las prostitutas.

  Tan extendida estaba la prostitución en Nápoles, que el cómico Tommy Trinder, que se encargaba de entretener a los soldados británicos en las zonas de retaguardia, protagonizó un peculiar incidente. Un proxeneta le abordó en el puerto y le ofreció “una chica bonita”. Trinder replicó que no quería una chica bonita, que quería al jefe del puerto. El italiano, extrañado, dirigiendo la vista el cielo respondió que era muy difícil, pero que lo intentaría.

  Según un informe redactado por los aliados en abril de 1944, de 150.000 mujeres en edad núbil, se calculaba que 42.000 se dedicaban a la prostitución. Precisamente, en un lugar de retaguardia como Nápoles, muchos de los soldados que regresaban de las batallas de Anzio y Montecassino, frecuentaban la compañía de las prostitutas. La prostitución terminó por provocar que las enfermedades venéreas se propagasen entre los más descuidados, como ocurrió en Navidad, cuando se desencadenó una epidemia de gonorrea.

  Precisamente el comportamiento de muchos soldados aliados no fue ejemplar, sino todo lo contrario. En los laboratorios de la Universidad de Nápoles destruyeron las jaulas de los animales, emplearon las conchas marinas a modo de candeleros y sustrajeron la colección de minerales. Algunos incluso se pasearon en sus vehículos con tucanes, loros, águilas y avestruces disecadas. 

  Los soldados provocaban altercados, se peleaban con los proxenetas y también terminaban uniéndose al mercado negro, pues eran muchos los que vendían equipo militar en Nápoles para hacer su agosto. Tan peligrosa era Nápoles que un paracaidista llegó a afirmar que «no era seguro ir a la ciudad sin una pistola».

  Al tifus, la delincuencia y la miseria que abundaban en Nápoles se sumó una catástrofe natural: la erupción del Vesubio. El 18 de marzo de 1944 un mar de lava anaranjada brotó del volcán y se deslizó por las laderas. La lava engulló las primeras casas en San Sebastiano. Los italianos recurrieron a la religión, encomendándose a San Gennaro, patrón de Nápoles. La población enarbolaba estandartes religiosos mientras la lava avanzaba y los campesinos lloraban al ver sus tierras arrasadas por el fuego líquido.


Erupción del Vesubio en el año 1944

  La virulencia de la erupción fue tal que el 21 de marzo, mientras los soldados disfrutaban en un cine de la proyección del musical Sing as we go, sintieron una brusca sacudida. El pánico cundió y los hombres se agolparon en las puertas del cine. 

  Se registraron veintiséis muertes por las erupciones del Vesubio, parte de ellas causadas por el peso de la ceniza que se acumuló sobre los tejados. Los ferrocarriles quedaron bloqueados durante varios días y la lluvia de ceniza y lava destruyó ocho bombarderos B-25 en el aeródromo de Pompeya. 

  El transporte militar también se vio afectado. La ceniza, mezclándose con la lluvia, terminó por conformar un lodo abrasivo que averió los tambores de los frenos. La falta de repuestos causó graves restricciones en el transporte de los ejércitos aliados. 

  La miseria, la guerra, la delincuencia e incluso las catástrofes naturales se habían cebado con Nápoles.






David López Cabia, escritor de novela bélica y redactor de artículos bélicos y economía. Para saber más:



O en Caosfera:










No hay comentarios:

Publicar un comentario