sábado, 2 de septiembre de 2017

Abrahel




SOBRE ESTE RELATO: Abrahel es mi regalo de hoy, un niño perverso y sobreadjetivado que vomité hace algo más de tres años. No es guapo, no es educado y no será jamás un buen hombre, pero es mi pequeño demonio y lo quiero con el alma. Espero que lo disfrutéis, si queréis, si podéis, a él le importa más bien poco....

     

      —Ven, Pierrot, ven. Acércate, bebe de mi copa y libera de sus frías cadenas el cohibido frenesí cuyo placer imaginario tanto te subyuga…

    La insinuante exhortación deslizaba su femenina suavidad, enclaustrando entre resoplidos el último bastión de su sensatez. Lo sabía. Había sucumbido bajo el influjo de la pasional y ferviente llamada, y maldijo, en lo más profundo de sus entrañas, el avance de la traicionera lascivia que laceraba sus hieráticos miembros. El filo de la más vil impudicia descarnaba sus labios, sumidos en la hirviente proliferación de una imprecativa amalgama; mordiente palabrería que, de forma procaz, revelaba el triunfo de una desesperación cada vez más palpitante. Percibió la dulce emanación que arañaba el aire de deseo y se dejó arrastrar a horcajadas bajo el peso de aquel alevoso trance. La espectral brisa de la noche hacía acto de presencia en el interior del desvencijado y humilde habitáculo, convertido en caos por el glaciar revuelo; el humor aguado que coronaba su mirada le permitía discernir a duras penas la familiaridad de aquellos corroídos travesaños que soportaban el peso de la enmohecida construcción, la cetrina humedad reptando a través de los listones astillados y plagados de hendijas, la absoluta liviandad de aquel espacio destartalado y vacuo, que conformaba un desolador cuadro cuya indigna realidad refulgía al amparo de la pálida iridiscencia de Selene. Desfallecido y acobardado, se dejó abrazar por el aguijonazo que sacudía su esencia, sometiéndose a los dictados del pasional apremio. El seminal hechizo había derribado al fin el muro de su circunspección y, abandonándose a la reciedumbre de aquel éxtasis pecaminoso, permitió que sus ansias se preñasen de un oleaje de colmada efusividad. Se sirvió del brío que emergía de sus sentidos abotargados y desafió con valentía la rigidez que le envolvía, zafándose de su impuesto reposo para rendir pleitesía a la reina de las almas innobles; quimérica estampa solazada por la contemplación de su devastadora y carnal tiranía. 

     Una miríada de reptantes formas emergidas de la férrea vacuidad, cuya irreal visión trazaba una delgada línea en el cada vez más difuso mapa de su cordura, se dispersó en torno a la humillada pose, pugnante por liberarse de los raídos y sudorosos ropajes que revestían su deshonra. La desnudez exponía su cuerpo al viscoso roce de la prole serpiente, lo cual le originaba una inconcebible desazón auspiciada por el glutinoso contacto. Hipnotizado por el tono incitante de aquella melosa voz, Pierrot tomó el bruñido cáliz entre sus manos, posó sus ávidos labios sobre la argéntea copa y paladeó la dulzura de aquel néctar afrodisíaco que le empujaba a deleitarse en los jugosos efluvios de la fruta prohibida. El latido del elixir de la vergüenza inflamaba su voluntad, derrotada por el hálito de aquella sensual y manipuladora dueña de los oscuros abismos:

     —Devuélveme su esencia bañada de odio, la frialdad de su lengua impía, la absoluta nobleza de su sangre consolidada. Tanto tiempo ha pasado, tanto… ––La lengua del súcubo titubeó, y un ligero atisbo de misericordia mancilló su impertérrito semblante.

    —Este es tu precio, Pierrot, hombre infeliz entre cuantos se precien, humilde dechado de virtudes aunque portador de la misma condición infame que tienen cuantos han osado amarme. Qué desgracia la tuya, tan noble de corazón y, sin embargo, traicionado por tus feroces instintos. Hombres, sois la abyección suma…

   Subyugado por el lenitivo sopor, Pierrot se extraviaba en un denso piélago de disipación; su frenesí se alentaba en la contemplación de aquel salvaje adalid de voluptuosidad que desplegaba el velo de su desnudez fragante. Las lúbricas pulsiones se tornaron en un maremágnum incontingente debido a la visión de aquella delicada perfección que balanceaba sus turgentes carnes al compás de una sugestiva y macabra danza, capaz de hacer estremecer de puro placer la furiosa contundencia de las dos cordilleras, culminadas por sonrosadas cúspides que coronaban su estilizado talle. Bajo la mirada de aquel vientre turgente y níveo se apreciaba el dominante cimbrear de unas prominentes y fértiles caderas, que marcaban el compás de una melodía plagada de melifluos matices; la ligereza de sus piernas magníficamente torneadas le otorgaba el sutil vaivén de una indómita gacela. Las flamígeras formas trazadas por los mechones desatados de su desmadejada y cobriza melena componían una incandescente miscelánea, matizada por la maquiavélica refulgencia de crótalo que revestía de inusitada crueldad sus facciones. Una malévola sonrisa despuntaba a su impávido semblante, mostrando el cariz malicioso de su condición. Los abismos se sacudieron con la vibrante salmodia esputada por los labios de la impúdica diosa serpiente:

     —Desgraciado mortal, poco te va a servir ahora sacudirte el lastre de tu humanidad. Fue tan sencillo hacerte sucumbir bajo el dominio de tu necedad, esa temible simpleza que os pluraliza y os convierte en polvo de ceniza frente a las hijas de los ocultos deseos… Pero que nimia es la diferencia entre todos y cada uno de vosotros, vuestro ego es inmenso; os situáis en el vértice de todo lo creado cuando, en realidad, no valéis nada, ¡nada! Os sentís en pleno derecho de consideraros el germen absoluto, la semilla, el comienzo de cada vida, todo esto debido a que se os concedió un maravilloso don que bien poco hacéis por valorar. Me asqueáis soberanamente. Pobre iluso, dime, ¿en serio pensabas que la vida te había sido tan grata sin pedir nada a cambio? ¿Por una vez pudiste creer, de veras, en la naturaleza sana de tu fortuna? O dicho en otras palabras que logren encender la mecha de tu entendimiento: ¿alguna vez pensaste que mi único cometido era ser el objeto de deseo de un vulgar y sudoroso cabrero? Valiente necio, por eso fue que te elegí, una vez más ha sido demasiado fácil escoger a la víctima propiciatoria para tan necesario sacrificio. Y esta noche, Pierrot, acudo a exigirte el justo pago por mi dolorosa entrega, el aliciente que logra liberar mi memoria del recuerdo de aquellos meses impíos. Mi suplicio jamás fue en vano. Ha pasado ya tiempo más que suficiente, ahora he de recoger los frutos que tan duramente me he esmerado en cultivar, pues mi semilla no ha perecido en tierra fértil. No vengo a derribar tu mundo, Pierrot, sólo a reclamar lo que por derecho propio me pertenece…

     La creciente y convulsa hueste se retorcía reptante en una maraña de siseos, un sibilino eco que se elevaba sobre la inmundicia con un énfasis casi divino. De su corrupta pureza emergía el fulgor espectral de unas curiosas miradas que, ocultas bajo un nebuloso asedio, se regocijaban en la contemplación de aquel reflejo decadente. Pierrot no pudo por menos que sentirse conmovido por la terrible apariencia del aberrante sínodo. Los mares se sacudían al compás de los envilecidos cánticos de aquellas leporinas bocas que agitaban sus atrofiadas morfologías desde el sino de su ensombrecida condición. Sus abombados y prominentes cráneos se entregaban al cálido desenfreno, y marcaban el naciente compás al ritmo de magnéticas circunvalaciones. Pierrot se vio atrapado por la inmundicia de aquel universo delirante, prefiriéndose esclavo de las dulces ensoñaciones que le provocaba la libación que trazaba hormigueantes arroyos en el cielo de su boca. Presa de una agonía convulsa, degustó de nuevo la ofrenda que le arrastraba a los límites del paroxismo. El fragor de la congregación serpiente arracimada a sus pies había alcanzado una estentoreidad conmovedora, sumiéndole en el más vil temor con el sonido de una plegaria que marcaba con su musicalidad sibilante el devaneo de los artríticos esperpentos. La reina súcubo se refocilaba en la contemplación de la servil prole, el fruto envenenado que vilipendió la donosura de su autóctono edén, el acto indecoroso de la expiación hecha carne. Su orgullo era una fuerza ciclópea que extendía el poder tentacular bajo la mirada de un milenario firmamento. Una profusa y húmeda emoción bautizaba la perfección de su rostro:

   —Observa, Pierrot, observa, contempla el feroz virtuosismo de su incomprendida belleza. Nunca entenderéis el verdadero significado de un sentimiento como el amor. ¡Desperdiciáis tanto! ¿Cuándo entenderéis? Por más que escuchéis, jamás lo haréis. Ellos componen mi luz, mi fuerza, el hálito que infunde poder a mi vitalidad dominante. Todas y cada una de estas prodigadas creaciones son parte de mi ser, todas y cada una de ellas son componentes imprescindibles de mi esencia sempiterna, mi rebaño, la conformación de una eterna y soliviantada estirpe, la perentoria labor que marcó el inicio de los tiempos y sacudió el sosiego de los confines universales. Maldad y bondad, tan delgada puede llegar a ser la línea que desbarata una concepción desconocida para vosotros, ¿verdad? Tú sólo eres un eslabón más en la cadena, una minúscula brizna en un henil plagado de turbia hipocresía. Ya no sirves para nada, te obsequié con la terrena vulgaridad que tanto decías anhelar, me humillé bajo el peso de un envoltorio perecedero e innoble, aunque bello. No obstante, arrastré mi banalidad como un servil gusano que se alimenta de su propia corrupción. Y aquí me tienes ahora, recogiendo los frutos de mi humillación pasada, soportando el peso de mi desatada ira. Mi sed no tiene parangón, Pierrot, y tú me seguirás deseando inútilmente mientas culmino la cruda labor que con tanto ahínco he empezado. Por fin estamos frente a frente. Tanto temor acechó mi mente, aprisionada en la plenitud de la desdicha, tanto tiempo anhelando la cercanía de su amado aliento…, no sabes hasta qué punto he aborrecido mi existencia. Pero ahora he vuelto para hacer justicia e imponer a mi vástago la verdad que debe serle revelada. Así, por los siglos de los siglos, habré de expandir mi imparable multiplicación…

   Los chillidos discordantes de la irrefrenable plebe originaron una conjunción ensordecedora. La impureza de aquella plétora ardía en el cénit de una turbación inquebrantable. Pierrot se encogió al sentir la traicionera punzada que contrajo su pecho ante la acritud del confuso bisbiseo; aquel avieso retruécano suscitaba las ínfulas del siniestro y poderoso concilio. Los miasmas provenientes de los corruptos fluidos que impregnaban su piel impelían el retorno de un sinfín de violentas arcadas. Extraviado en la calígine de aquel sosiego amenazador, abrazó el nuevo disipar de su debilidad que, paulatinamente, parecía responder al cúmulo de auditivas percepciones. La certeza de aquel murmullo preñado de zozobra encogió su alma, desplegando las alas de su inconcebible desesperación. 

     —Padre, padre, por favor, no dejes que me hagan daño, no lo permitas, padre, diles que paren, por favor, diles que paren, tengo miedo, mucho miedo, os lo ruego, os lo suplico, ¡dejadme en paz!…

     Sus labios apergaminados esbozaron ahogados rumores. Lagrimeante, soportaba la visión del tembloroso y pequeño cuerpo que se arrastraba sobre un cúmulo de reptante pestilencia; el lastre devastador de aquella humillación alimentaba su abrumadora angustia. El fétido tropel se regodeaba en la inquietud del pequeño inocente. Pierrot, en cambio, se conmovió con la impudicia del acto y, rendido, se dejó avasallar por el peso de la culpa. Abrazó el aire de decisión que comenzaba a recobrar su conciencia abandonada y, tras hacer acopio de un inusitado valor, se desprendió con violencia del bruñido receptáculo que portaba en su interior la afrodisíaca libación. Sus sienes zumbaban al compás de un profano cántico. Los incesantes clamores de aquella herética antífona se prodigaban sobre la faz de la tierra:

     —Agilleath Tiddhehmos Tlyfos […] Vibarlal Dendas Tnasod […]Dessupur Kajp Gidupp […] Lylusay Tateros Volt Sids…

     Su constancia se tornó en un duelo catártico e inquietante, ofreciéndole retornar a un mundo oscurantista y vil que le incitaba a perderse, de nuevo, entre el placer portado en las gotas del derramado y ambarino néctar. Todavía el intenso dulzor le resultaba aplacatorio y lamentó, de corazón, no portar el suntuoso copón entre sus manos. Contempló el ilusorio espectáculo que se desplegaba ante su mirada desquiciada, quedando abismado por aquel despliegue de refulgentes lenguas cobrizas que dispersaban su furia ardiente, flameante cólera azuzada por el batir de unos céfiros abrasadores. Temerosa, la díscola plebe acallaba sus jaculatorias, al tiempo que un profundo respeto paralizaba el horror de su danza macabra. La mirada jubilosa del súcubo colmó la veneración de aquella masa deforme:

     —La senda de la mano izquierda está abierta. —El eco de sus palabras refulgía en la viva luminosidad de sus pupilas verdosas—. Hijos míos, preparaos para recibir a vuestro nuevo hermano, el ciclo ya ha comenzado y vais a contemplar la belleza recóndita de este nuevo advenimiento. Sed partícipes de este gozoso momento…

     Obstinado en su afán por ofrecer la salvación a la viviente muestra de su fecunda plenitud, el hombre emprendía una lucha encarnizada en pos de abrirse paso entre la corte Serpiente. Su arrastrar, distendido y dificultado por la debilidad, fue detenido in situ con una brutalidad estremecedora. En un rapto desaforado, el raquítico y apestoso vulgo cebó su ferocidad en las sufridas carnes del infame mártir que balbuceaba ininteligibles súplicas veladas por el sanguinolento caudal esputado por sus abotargados labios. Perdido en una sufridora calígine acertaba a discernir, con asombrosa claridad, la proliferación lanzada por aquella lengua soflamada:

    —Infeliz, ¿de veras creías que podrías escapar a tu suerte? Tu ineptitud me resulta verdaderamente digna de elogio. Se te ofrece el manjar de los valientes guerreros y tú, sumido en la más absoluta necedad, te atreves a desdeñar tan valiosa oblación. Qué ingrato, qué despreciable… Tu atrevimiento es supremo. Tú sólo te lo has buscado, Pierrot, y pensar que podía haber sido todo tan sencillo y placentero para los dos, ¿de veras te era tan complicado seguir bebiendo de tu copa?

     Incrédulo, Pierrot se encogió ante la devoción con que la majestuosa perversidad observaba a la troupe famélica que lengüeteaba sobre los restos del brebaje regurgitado. Seguidamente, la domina cimbreó su talle en un alarde coqueto y burlón, aplastando un sinfín de formas anfibias y viscosas. Sus labios volvieron a entreabrirse para sobrecogimiento del renqueante horror que la contemplaba desde los insondables abismos y, amparada por la servil obediencia de su réproba estirpe, su lengua esparcía un veneno infamante. El estremecimiento de la vulgar comitiva azotaba los ténebres confines. Diligente frente a la comprensión del airado mandato, la manada rehuía de la infantil presencia y se postergaba en el sino de su cegadora nocturnidad. Con exquisita fruición, la madre súcubo deslizó su calidez sobre el afectado ser, absorto en la pronta docilidad que mostraba la adversa vorágine. El ímpetu obsceno de aquella verbosidad hipnótica alteraba la agresividad de las biliosas sabandijas, sumidas en un macabro espectáculo de fluctuantes siluetas atarugadas de rabia. El incierto espejismo le transmitía una suerte de contrarias impresiones que traspasaba las fronteras de su entendimiento. Aceptó la firme derrota y se dejó imbuir por el eco de aquella dicción suave y enigmática que volatilizaba los últimos resquicios de su razón. Su inocencia se perdía entre los confines de un despertar incierto y relampagueante:

     —Vamos mi pequeño, mi vida, mi luz. Sufro porque no me recuerdas, porque no sientes la flameante dignidad escarlata que corroe tu interior, el acechante revelar de tu digna y verdadera esencia en su pugna por abarcar cada apículo de tu ser. Tanto tiempo esperando para hacerte partícipe de este impúdico secreto, para ofrecerte la misma dignidad que a tus amados y sufridos hermanos, todos y cada uno de vosotros habéis bebido el influjo de mis entrañas, probado las libaciones de mi prodigalidad anhelante, sentido la acechanza de mi destierro revolviéndose con inquina sobre vuestras cabezas. Hijo mío, soy tu madre, tu guía, el símbolo de tu lealtad injuriosa. No voy a hacerte daño, pues antes me entregaría a las fauces de la más ímproba pureza que traicionar la carne floreciente en el interior de mi vientre tumefacto. Así será… —Sus manos acariciaron con fruición el aniñado rostro que, sumido en simiescas ensoñaciones, revelaba una transformación siniestra y turbadora. Enarboladas risotadas se alzaron al viento al presenciar la entrega de aquella dádiva prohibida—. Es tu regalo, hijo mío. Madura, jugosa, brillante... La perfección hecha forma, el descubrimiento de tu revelada naturaleza. Deliciosa, extremadamente deliciosa. Pruébala, hijo mío, pruébala, sentirás el crepitar de tu fogosa y mágica plenitud. Tómala, hijo mío…

     El suculento néctar de la fruta prohibida defenestraba los últimos albores de su adormecida inocencia. La malintencionada curiosidad de sus cercanos parientes le acechaba en su plenitud, mostrando la exaltación de un semental sumido en el paroxismo amatorio; convulsas arremetidas agitaban con insolencia su maltratada estampa, provocando el sobresalto de la furiosa jauría. Cortantes sendas carmesís se perfilaron sobre su tez sonrosada, y rubricaban un sutil trazo de quebrados y angulosos contornos que enjironaban aquel suave lienzo tegumentario. Un refulgente reguero escarlata teñía el presente de la crispada forma, cuya retorcida rabia se daba a la luz en forma de imposibles contorsiones desdibujadas por su endémica pureza. Sus pequeñas extremidades se descomponían en una abstracta y sanguinolenta maraña de la cual exudaban unos fétidos humores. Su piel, glutinosa y escamada, ofrecía áureos destellos bajo el fulgor azafranado de las ominosas llamaradas que, cuajadas de zafiros, emergían bajo el aullido de la torturada penumbra. Liberada de su bulbosa crisálida, la aberración verme se deslizaba ante la mirada de aquella vulgar concurrencia que musitaba un disonante barullo. La avernal mesnada se enaltecía al oír la lluvia de clamores que iba in crescendo. La declamación de la conmovida madre doblegaba el temple espiritoso de la hermandad:

     —He aquí vuestro hermano, el cual era muerto y ha revivido, se había perdido y es hallado…

      El veneno se inyectaba a fuego entre la alborozada turba, dispuesta a dar buena cuenta de los supurantes y tibios vestigios. El indómito tropel conformaba una enredadera de gelatinosos y tullidos cuerpos que libaba con suma presteza los restos del pestilente mucílago. La densidad de los fragantes efluvios que preñaban la atmósfera transgredía la magna bajeza de aquella multitud que se dejaba encauzar imbuida en su delirante exaltación. El retorcimiento de las gibosas entidades acompañaba su hipnótico y concupiscible zarandeo:

      —Había de venir a juzgar la abnegación de esta madre entregada a la más servil desesperación… Había de venir a desterrar la fútil ortodoxia que le apresaba con sus capciosas cadenas… Su martillo abrirá el ojo de la bestia, consumido bajo el sino de una deflagración funesta… Ese camino por la senda del dragón nacido de sus flamas cerrará el hado del primer círculo de fuego esmeralda y carmesí… Ilumínenos la llama ennegrecida y espárzase sobre la tierra el despertar de las sombras que nutren el cuerpo y el alma… Las cuentas del desierto de edades olvidadas sobrevienen sobre la fragua de mis ojos, el lento despertar habla conmigo a través de los sueños… Obedece a tu madre, portadora de la piel de la serpiente… Az´a lico,´hucel hj´klost k´n ryélh nl´s…

     La curia crepitaba entre plañidos ante el fragor inmenso que acompasaba a la falaz parafernalia. Paralizado por el supremo horror que devoraba su combativo espíritu, Pierrot se entregó a la creciente imposición de la inmortal y lujuriosa diva:

     —Pierrot, infiel desgraciado, tu sangre es un elixir de sublime pureza, líquido manjar de los excelsos hijos de las eternas tinieblas, libación blanda y dulce que apacigua las fauces del dragón y alivia los anhelos de la diosa ramera….Una desventurada víctima, eso es lo que eres mi querido Pierrot, un insignificante mártir que carga el peso del manantial de vida que fluye en sus labios, un estigma sin historia de los tantos que se han rendido a los pies de mi señorial estampa. Mas ni yo ni mis pequeños queremos seguir siendo la causa de tu impío tormento. Debes saber que el final ya está cerca, muy cerca. Mi querido y servil amante, que fácil te ha sido precipitarte a los brazos de esta viuda negra que sólo vela por la proliferación de su eterno abolengo. Pobre desgraciado, la iniquidad de mi boca provoca en ti tal expresión de espanto que hasta resulta irrisoria, no temas ni creas que voy a ser tan cruel como para olvidar concederte la última satisfacción que tan fervientemente ansías…

     Una materialidad borrosa anunciaba su precipitada ausencia, mecida al compás de las oscilaciones que agitaban su pecho con una parsimonia arrulladora. Sanguinolentas y amargas expectoraciones sacudían su decaimiento, agravado por las brutales acometidas sufridas a manos de la rábida feligresía. Extraviado en un oasis de azoramiento, el desafortunado ser trataba de aferrarse al último resquicio de vitalidad que abatía su moribunda esencia. Un remolino de disipada confusión se filtraba a través de sus adormecidos sentidos, sobrecogidos ante la demencia del hirviente gaudeamus. Sintió la proximidad de la deseada apoteosis que se cernía sobre la máscara deforme de su rostro, obnubilado por la cercanía de aquel aroma matizado de deseo. Ante su mirada de cristal opaco, se dibujaba el vaporoso ensueño de la nívea deidad que, en un impúdico despliegue de intenciones, buscaba despertar con su voluptuosidad los resquicios de aquella fogosidad falsamente aplacada. Persuadido por el placentero engaño, se ofreció por completo a la sexualidad que el súcubo le imponía, sintiéndose extasiado a causa del embrujo de sus ardides marrulleros. Pierrot se estremecía de gozo al sentir el jugueteo implacable de aquella lengua nociva y terriblemente aplacadora; la calidez del reguero salival que lubrificaba lentamente su turbada figura, desataba el conflicto de aquel deseo inconsciente con la fuerza subversiva de un volcán en plena erupción. El contacto húmedo de los labios del súcubo, dos perfumados rubíes aguijoneados de histérica pasión, le ofrecía el paraíso, haciéndole derretirse de puro deleite con la delicadeza de aquella fricción suave que provocaba la rendición de su virilidad resucitada. La succión que acompañaba los rítmicos movimientos precipitaba la sublime y seminal satisfacción. El ilusorio telón se descorría lentamente, atestiguando el sinfín lacerante que habría de abatirse sobre su persona. El desvalido Pierrot sucumbió al delirio, no pudiendo acallar la rasgada voz que impetraba el cese de aquel martirio. Sus nervios vibraron de pánico al notar la presión de la furibunda dentellada que, con una precisión implacable, cercenó de un frío golpe los restos de su reanimada fortaleza viril. Un estentóreo bramido precedió a la brutal amputación del miembro, todavía latente, que expelía tras de sí un profuso reguero de sangre, orín y esperma. Sacudida por una famélica desesperación, la decrépita hueste acudió rauda a la llamada del placer, dejándose abstraer por el magnetismo carnoso de la viscosa mixtura. La codicia encarnizada de la contrahecha troupe se manifestaba en un ciclón de golpes, patadas y salivazos que arreciaba su ánimo turbado. El vaivén insidioso de aquella pestilente mole conmovía a la abnegada madre, cuyo regocijo se revelaba en el incandescente fulgor de los imposibles luceros esmeralda que coronaban su semblante. Un huracán de alborozo arrasaba el aliento malvado que emergía de entre la confrontada cohorte. Las huestes se dejaban avasallar por la facundia de aquella reina del desparpajo, capaz de rendir imperios bajo el yugo de su poder rutilante:

     —Con tinta de sangre indeleble, con tinta de fuego, hijos míos, vuestra madre os prodigó la luz negra, la luz que guiará vuestros pasos al otro lado, junto al camino espinoso de la verdad que gestará vuestros destinos… Hijos míos, tomad la fuerza hemática y despreciad la trivialidad de la carne peregrina, símbolo de la más vil imperfección y falsa belleza. Rasgad, profanad, mancillar la corrupción oculta bajo la pureza, y mantened la integridad de vuestra temida y todopoderosa enjundia. Empoderad aquello que yace a vuestros pies, dejad que vuestras venenosas armas atraviesen los más cobardes corazones, os conmino a aceptar esta dádiva que os ofrece vuestra señora de las sombras oscuras. H´l ´kjjpoji yihaj mn´gyo yu….

     La disonancia descargaba su chirriar entre el alboroto, propalando el retumbar de aquel persistente zumbido. Acechante del mismo modo que una fiera tentada por la cercanía de una presa fácil, el inminente asalto de la caterva se tornó en una apoteosis de aceradas dentelladas que condenaron al desventurado mártir a un oprobio eterno, y acabaron entregándole a la vana adoración del dios de la debilidad y el sufrimiento. A su garganta escapaba un murmullo quedo, delirio aplacado por el gorgoteo de su respiración leve e interrumpida; mucosas y sangrantes hebras se desparramaron a través de las comisuras de sus labios implorantes. Agonizante, acusaba las emanaciones expelidas por la templada emulsión que comenzaba a empapar sus muslos con el pastoso y pardusco pigmento. El vigor descarnado de aquel sínodo se cebó sobre su exangüe existencia, dejándola reducida a un cúmulo de humeantes vestigios, fragante y grumosa miscelánea salpicada de fluidos corporales y restos excrementicios. La aglutinada turba se degradaba en torno a los exiguos desperdicios, manjares devorados sotto voce por aquel corro discorde. 

     Entonces el ritmo acompasado de unos invisibles tambores ceremoniales rompió el hechizo que obnubilaba a la mugrienta plebe. Abrahel, la dominadora, agudizó su tono despótico y, abstraída en su irrefrenable exaltación, cargó contra la moderada barahúnda, abriéndose paso entre el caos con absoluto ímpetu. El ceremonioso ritmo se tornaba atronador y rimbombante, acompasando las genuflexiones unísonas de la plebe, exaltada por la idílica visión de la conmovida madre, testigo del reptar nervioso de la aberración verme. Magnetizado ante el rítmico acento, el cartilaginoso ser se revolvió pletórico, apurando los glutinosos deshechos entre intensos sonidos de deglución. La voz del súcubo, rota por el quebranto, se desgajó en una áspera vehemencia:

     —He aquí tu primera ablución, hijo mío, Tanin´iven Liftoach Nia, tu espada se abrirá camino a través de las barreras cósmicas, tu sueño de sangre te ha liberado de tu ceguera perpetua… Tu camino ahora te conduce más allá de las limitaciones de la vida y la muerte, las llamas surgen ahora de la eterna oscuridad de la fosa… Hijo mío, tu peregrinación acaba de dar comienzo, deja que tus llamas flameen libres en el camino de la ascensión oscura, el sol negro se elevará en la noche y mi voz proclamará el regocijo de tu llegada… Zadsna jk´legen ifthoavha azhot, ic… éste, mi hijo, se ha liberado de su índole oprobiosa…

     Un aluvión de vítores celebraba la grandilocuencia de la diosa del infinito deseo que contoneaba su delicioso abolengo, acuciando el feroz despliegue de su voluntad demiurga y desafiante. Su exuberancia bullía, atenazada por la veneración de aquella plétora enloquecida. La congregación, vibrante y ahíta de manjares, conformaba una masa ondeante, presa de una euforia mística, que se deshacía ante el clamor de los solemnes redobles. Su actitud, sumisa y embaucadora, revelaba la prosperidad derivada del laureado advenimiento. Sabiéndose dueña y señora de la sombra que cubría el destino de aquellas vidas, Abrahel, la madre, el súcubo, la reina de los innominados placeres, se sometía a la firme predilección de aquella mezquina lacra. Ella padecía el latido de la flor uterina que se revelaba en su escondido vergel, ella sentía, por los siglos de los siglos, el peso y la acritud de aquella fecundidad perenne. 



Lady Necrophage





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