viernes, 8 de junio de 2018

Buques del infierno

Prisioneros con las manos atadas a la espalda durante la marcha de la muerte de Bataan

Hoy nuestro colaborador David López Cabia, escritor de novela bélica, articulista bélico y economista, nos habla del infierno en la tierra: la brutalidad japonesa durante la segunda guerra mundial y los llamados hell ships, buques japoneses para el transporte de prisioneros. La historia que jamás debemos olvidar.






El 7 de diciembre de 1941, las fuerzas japonesas atacaron a la flota estadounidense en Pearl Harbor. Poco después, los ejércitos nipones se lanzaron al ataque, conquistando vastas extensiones de terreno en Asia y el Pacífico. Rápidamente cayeron en manos japonesas territorios como Hong Kong, Filipinas, Singapur, Malasia o las Indias Orientales Holandesas. 

  El comportamiento del soldado japonés durante la conquista y la ocupación fue brutal e implacable. Fanatizados por años de propaganda y adoctrinamiento, los japoneses no mostraban piedad con los prisioneros. El código del bushido, profundamente interiorizado por el soldado japonés, establecía que la rendición era una deshonra. 

   El 3 de abril de 1942, en la provincia de Bataan (Filipinas), tropas filipinas y estadounidenses quedaron acorraladas por los japoneses y se vieron obligadas a capitular. Las penurias de aquellos prisioneros de guerra no habían hecho más que empezar.
  
  Las tropas capturadas recorrieron largas marchas a pie mientras eran conducidas a los campos de prisioneros. Los japoneses, que habían previsto un número muy inferior de prisioneros, no disponían de suficientes recursos para alimentarlos. Los hombres sucumbieron a la desnutrición y a los malos tratos de los japoneses. Los nipones golpeaban y clavaban sus bayonetas a quienes no podían seguir la marcha. Se calcula que entre siete mil y diez mil hombres murieron a causa de la malnutrición y la brutalidad japonesa. Tan amargo trayecto fue denominado la marcha de la muerte de Bataan.

  Los supervivientes fueron recluidos en diversos campos de prisioneros. Una de aquellas instalaciones era el campo de Cabanatuan. La situación no fue precisamente mejor tras la marcha de la muerte de Bataan. En aquel recinto, cercano a la ciudad de Cabanatuan, hasta ocho mil hombres llegaron a estar recluidos. Los internos en Cabanatuan subsistían con una pobre dieta, que consistía en insuficientes raciones de arroz cocido, fruta, sopa o carne. Para poder complementar la alimentación, los prisioneros mataban animales como ratones, patos, perros callejeros o serpientes. Si la situación lo requería, robaban alimentos o se las arreglaban para sobornar a los guardias. La malnutrición debilitó a los prisioneros; las costillas se les marcaban sobre la piel y muchos sucumbían a enfermedades como la disentería y la malaria. Sólo gracias a que la resistencia filipina logró introducir de manera clandestina pastillas de quinina, cientos de prisioneros lograron sobrevivir a la malaria.


Prisionero torturado en uno de los campos japoneses


  Los internos eran obligados a trabajar para los nipones en la construcción de armamento, descargando buques y reparando campos de aviación. En Cabanatuan la Convención de Ginebra era papel mojado. Los prisioneros sufrían las vejaciones y torturas de unos guardias japoneses que los despreciaban por haberse rendido. 

  Pero a medida que transcurrían los meses, la guerra en el Pacífico dio un vuelco. Los japoneses comenzaron a perder terreno, los marines avanzaban de isla en isla y el ejército del general Douglas MacArthur se acercaba a las Filipinas. 

  La desesperación se apoderaba de los nipones, que veían cómo los estadounidenses se aproximaban inexorablemente hacia su patria. Antes de que las tropas de MacArthur desembarcasen en Luzón, el Comando Imperial Japonés ordenó enviar a Japón a todos aquellos prisioneros que se encontrasen en buenas condiciones físicas. Estas órdenes afectaban directamente a los hombres prisioneros en Cabanatuan. Aquellos prisioneros iban a ser utilizados como esclavos en fábricas de municiones, minas, astilleros y fundiciones. 

  En octubre de 1944 los japoneses habían perdido el control aéreo de los mares. Por ello, se decidió efectuar un último envío de prisioneros estadounidenses a Japón. Mil seiscientos hombres debían partir hacia Japón.

  Los prisioneros comenzaron a sospechar que tras aquel viaje no aguardaba nada bueno. La única forma de librarse de ir a Japón era estar enfermo, pero para ello era necesario probarlo. Se tomaron muestras de las heces de los prisioneros para comprobar si padecían disentería. Los enfermos de disentería más avispados vendieron sus heces frescas a los sanos, para de ese modo hacer creer a los japoneses que estaban enfermos. Fueron muchos los que valiéndose de aquel ardid lograron posponer la travesía de Japón.

  Una vez cerrada la lista de embarque, un total de mil seiscientos hombres fueron transportados en camiones hasta Manila. Al llegar al puerto fueron conducidos hasta un viejo transatlántico de lujo construido en 1930. El buque había sido bautizado como Oryoku Maru.

Oryoku Maru


  Los prisioneros compartirían barco con dos mil pasajeros japoneses, muchos de los cuales viajaban con sus esposas e hijos. Estos pasajeros eran quienes ocuparían la primera clase. Se trataba de diplomáticos, ingenieros, oficinistas, contables y comerciantes de regreso a su patria. 

  Mientras aguardaban bajo el sofocante calor de Filipinas, contemplaron un espectáculo de destrucción en el puerto de Manila. Por doquier había buques hundidos. Y es que la aviación estadounidense había causado estragos entre los barcos japoneses. Fueron muchos los que se estremecieron ante un futuro incierto. 

  Los prisioneros descendieron por las escalerillas hasta quedar encerrados en los lúgubres compartimentos de carga. El calor era insoportable y los hombres estaban hacinados. Los hombres sudaban y temían sucumbir a la sed. Hubo quienes se desplomaron por la falta de oxígeno. Los más desesperados comenzaron a lamer los laterales de la cubierta tratando de hallar gotas de condensación. El pánico cundió y los gritos llegaron a escucharse en cubierta.

  Un intérprete japonés amenazó a los estadounidenses, diciendo que si continuaban gritando cerraría la escotilla de la compuerta. Poco después, el Oryoku Maru se puso en marcha. El aire fresco no fluía en los compartimentos de carga. Se produjeron nuevos gritos de pánico y el intérprete japonés, cumpliendo su amenaza, cerró la escotilla.

  La desesperación provocó que los hombres colisionasen unos contra otros. El tumulto era una masa hacinada languideciendo en un habitáculo asfixiante. Solo la intervención de un oficial llamado Frank Bridget logró imponer algo de calma. Bridget habló con el intérprete y le explicó la terrible situación que estaban padeciendo, también pidió cubos de agua y que dejase la escotilla abierta. El intérprete accedió y permitió a los prisioneros subir a cubierta en grupos de cuatro.

  El Oryoku Maru zarpó de la capital filipina el 13 de diciembre de 1944, dejando atrás la bahía de Manila y bordeando la península de Bataan. Inmersos en la profunda oscuridad, los hombres gritaban, lloraban, se golpeaban y se arañaban. Los estragos causados por la sed obligaron a muchos a beber sus propios orines. El delirio de aquella claustrofóbica mazmorra llegó a que los más sedientos, con tal de satisfacer sus necesidades de líquidos, acabasen mordiendo a sus compañeros para beber su sangre. 

  Con la primera luz del día, contemplaron los resultados de aquella pesadilla. Cincuenta hombres habían muerto a causa de la falta de oxígeno y por culpa del calor.

  Alrededor de las 08:30 de la mañana del 14 de diciembre de 1944, los aviones surcaron los cielos. El Oryoku Maru, navegando lentamente, se dirigía hacia la costa occidental de Bataan. Tronaron los cañones antiaéreos del barco, llenando el cielo de volutas de humo negras y grises. Los aviones estadounidenses dispararon contra la cubierta y las balas rebotaron en la bodega, hiriendo a varios prisioneros. Frank Bridget, tratando de tranquilizar a sus hombres, se encargó de narrar la batalla mientras los aviones volaban en círculos alrededor del Oryoku Maru.

  Los pilotos ametrallaban con insistencia la cubierta, dejando un reguero de japoneses muertos. El Oryouku Maru era un blanco fácil para los aviones estadounidenses.



  Una bomba impactó muy cerca del buque japonés, provocando un agujero justo encima de la línea de flotación. Los hombres sintieron la sacudida de la explosión. El barco, dañado, se dirigió hacia Punta Olapongo.

  Al caer la noche, los japoneses fueron evacuados hasta la costa en botes salvavidas. Llegado el 15 de diciembre, el intérprete ordenó a los prisioneros que se prepararan para abandonar el buque. Debían nadar cuatrocientos cincuenta metros hasta llegar a tierra. Mientras se disponían en grupos, escucharon el rugido de los aviones abalanzándose sobre su indefensa presa. Las bombas impactaron contra el barco y doscientos hombres murieron al instante.

  Los prisioneros abandonaban una humeante bodega. Los médicos trataban de atender a los heridos como buenamente podían y los guardias señalaban con sus armas el lugar hacia el que los prisioneros debían nadar.

  En la playa, los guardias, con el dedo pegado al gatillo de sus ametralladoras, disparaban a cualquiera que considerasen que se acercaba demasiado. Mientras tanto, en cubierta, los americanos, gesticulando a los pilotos, consiguieron hacerles comprender que estaban bombardeando un barco que transportaba prisioneros. Los pilotos se percataron, viraron y sus aviones se desvanecieron como insignificantes puntos en el firmamento.

  Tras abandonar la playa, los prisioneros fueron agrupados en un campo de tenis. Bajo un sol implacable se procedió al recuento de hombres. Quedaban mil trescientos prisioneros, muchos gravemente heridos, sufriendo heridas abiertas y con sus cuerpos desgarrados por la metralla.

  Horas después, los pilotos regresaron y terminaron de hundir el Oryoku Maru. Los prisioneros, desde la pista de tenis, celebraron el hundimiento del barco.

  Durante seis días, los estadounidenses aguardaron en la pista de tenis. Allí soportaron las temperaturas de un sol inclemente sin ningún tipo de protección, sufriendo graves quemaduras en su piel. Fueron alimentados con exiguas raciones de arroz y disponían de un único grifo para saciar su sed. Decenas de hombres perecieron en aquellas circunstancias tan miserables. 

  Los médicos solicitaron a los japoneses el traslado de los hombres que revestían un mayor estado de gravedad. Suplicaron que fuesen enviados a un hospital de Manila o al campo de Cabanatuan. Los japoneses subieron a un camión a los quince heridos más graves y los condujeron a un lugar apartado en la selva, donde, valiéndose de sus sables, fueron decapitados.

Liberación del campo de prisioneros de Cabanatuan


  Los mil trescientos supervivientes tuvieron que esperar en una vieja escuela próxima a las playas del golfo de Lingayen, hasta que el 28 de diciembre de 1944, subieron a un viejo barco llamado Enoura Maru. Aquella patética embarcación había sido utilizada para transportar caballos y en su interior flotaba la pestilencia del amoniaco, entremezclándose con los orines animales y la fetidez del estiércol. 

  El Enoura Maru zarpó del golfo de Lingayen, atravesando las aguas del mar del sur de China. El mal tiempo brindó la oportunidad de recoger agua en sus escudillas y cantimploras a los prisioneros. Los japoneses, de vez en cuando, les daban un cubo de arroz hervido, que rápidamente quedaba cubierto por un enjambre de moscas negras. Pasado un tiempo, los nipones dejaron de alimentar a los prisioneros, que rebuscaron entre el heno rancio copos de avena con los que alimentarse. Cuatro o cinco prisioneros morían cada día. Los cuerpos eran envueltos en sacos de arpillera cargados con piedras y eran lanzados al mar. 

  Finalmente, el 1 de enero de 1945, el Enoura Maru atracó en el puerto de Takao, en Formosa. Los japoneses desembarcaron a sus heridos, pero los prisioneros permanecieron a la espera mientras el viejo barco permanecía anclado en el puerto. 

  El 9 de enero de 1945, la aviación estadounidense volvió a aparecer. El Enoura Maru fue alcanzado. La explosión penetró en la bodega y una lluvia de astillas cayó sobre los hombres. Un enorme timón de acero cayó en la bodega y cientos de prisioneros perdieron la vida aplastados. Algunos trataron de levantar el timón para ayudar a sus compañeros, pero sus fuerzas no fueron suficientes. En la bodega el espectáculo era aterrador, los cuerpos estaban desmembrados y apilados en extrañas posturas. Para colmo de males, los japoneses no ofrecieron ningún tipo de ayuda hasta pasados tres días. 

  Los cadáveres de los prisioneros muertos en el bombardeo al Enoura Maru fueron llevados a seis kilómetros de la playa y enterrados en una fosa común. Un total de doscientos noventa y cinco estadounidenses habían muerto en el Enoura Maru.



  Decididos a cumplir con su misión de transportar a los prisioneros hasta Japón, los nipones embarcaron a los estadounidenses en un tercer barco: el Brazil Maru. El 13 de enero de 1945 el barco partió del puerto de Takao, llegando a Moji (Japón) el 29 de enero. Unos quinientos hombres murieron durante la travesía.

Brazil Maru


             
Liberación de prisioneros estadounidenses en un campo de concentración japonés




Bibliografía: "Némesis, la derrota del Japón. 1944-1945". Max Hastings.

                      "Soldados del olvido". Hampton Sides





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