viernes, 29 de septiembre de 2017

El mal púrpura



Fotografía de Rafael Lindem



Mi mujer se moría. Tal era el vertiginoso avance de la devastadora afección que la consumía que, en cuestión de tan sólo unos meses, su aspecto era ya el de una demacrada efigie sin apenas fuerzas para soportar el peso de sus ateridos y escuálidos miembros. Poco o nada podía hacer yo contra el dolor que, día tras día, castigaba su desgarrado cuerpo, pero me obstiné en permanecer a su lado todo el tiempo que me fue posible, decidido a enfrentar cualquier eventualidad que osara amenazar con privarme para siempre de su compañía.

  Yo sentía verdadera adoración hacia la figura de Ana; acuciado por los estertores de su inminente declive, mi ser pervivía entre las brumas de un insolente delirio. La veía morir y moría con ella, contemplaba su indecible tormento y deseaba con todas mis fuerzas ocupar su lugar en aquel infausto castigo. A pesar de haber sido testigo de las nefastas predicciones vertidas por una troupe de desesperanzados doctores, jamás logré hacerme a la idea de que, más temprano que tarde, su presencia me sería arrebatada. La vida sin su compañía se me antojaba vacía, la hechura de una inmensidad estéril que abrazaba la salvedad de un incierto y aciago destino. En esa inmensidad coexistía con estremecedoras pesadillas que no ayudaban a ver la luz, y que hundían mi espíritu aún más en aquel pozo sin fondo. En mi constante desvarío, vislumbraba la sempiterna vastedad de un sombrío corredor a través del cual avanzaba con paso decidido. Sumido en la más profunda desesperación, evocaba en tanto aquellos maravillosos tiempos en los que, cegados por el embaucador rostro de la juventud y el desconocimiento de la fatalidad, sonreíamos al mundo que se revelaba ante nuestros bisoños ojos. Pero bastaba recordar la lejanía de aquella época para que el dolor se cebase de nuevo en mi debilitado espíritu. La soledad y la oscuridad, propias de las horas nocturnas, engrosaban más aún la sensación de desamparo, e imposibilitaban mis continuos esfuerzos por abandonarme a los brazos medicinales de Morfeo.


 Solía dedicarme a vagar como alma en pena entre la laberíntica amalgama de escaleras y galerías de mi hogar, una maravilla arquitectónica heredada de mis padres. Desde el primer momento en que Ana conoció la solemnidad de aquellos muros, juró que su corazón había sido conquistado en el acto, y me obligó a convertirlos en nuestro hogar, a pesar de la tristeza que me producía el recuerdo de mis progenitores. Pero para ella, que tenía la mente puesta en su futura y deseada maternidad, era de gran importancia que el lugar donde pensaba criar a sus retoños fuese tranquilo, ajeno al mundano ajetreo de las urbes. No tardé en expresar mi desacuerdo, agarrándome al odio cerval que siempre había sentido por el artificio de lo ampuloso, y por el poder sugestivo de aquellas habitaciones, pertenecientes a una época y a unos seres que pertenecían al pasado; no obstante, la perspectiva de la paternidad y los ruegos arrebatados de mi querida esposa, lograron doblegar finalmente mi negativa. Por desgracia, estos proyectos se esfumaron con infame presteza, pues al poco de hacer realidad nuestro primordial deseo de hacer vida en común, la salud de Ana se resintió hasta límites inconcebibles. Unas semanas más tarde, desesperados ya por el trágico cariz que había tomado la situación, decidimos acogernos a los poderes de la erudición médica. Nos topamos, sin embargo, con un nuevo muro: el mal que arrebataba la vida de mi esposa resultó estar más allá de la ciencia de aquellos hombres. Por todo, nos ofrecieron un tratamiento paliativo que consiguió frenar su creciente dolor, bajo la tutela, en nuestro propio hogar, de un excelente doctor a quien estaré agradecido toda mi vida.



  Qué mujer tan hermosa tenía. La mismísima Elena de Troya habría sentido celos de la profundidad esmeralda de aquellos ojos, y de la fogosa pasión que titilaba en su interior. No fueron pocas las veces, que me deleité en la contemplación de su hipnótico parpadeo, semejante al batir de una mariposa encubridora de misterios, cuya mera sugerencia me hacía sentir la turbación de Tántalo al paladear la inmortal Ambrosía. Era, en resumidas cuentas, un simple y efímero ser a merced de los dictados de una criatura superior. Su cabello era largo, cobrizo y brillante, de tacto sedoso; una exuberante lengua flamígera que desparramaba su esplendor en forma de cascada tornasolada sobre unos hombros magníficamente torneados. Bajo su frente marfileña descollaba una nariz pequeña y graciosa, seguida de unos labios redondos y sensualmente gruesos que solían esgrimir una sonrisa tan bella como misteriosa. Así la recordaba, mientras la enfermedad iba conquistando territorios con su pestilente ejército.


  Los ataques provocados por tan particular padecimiento eran episodios de una magnitud cruel. Su cuerpo era presa de un débil movimiento espasmódico que derivaba en un maremagnum de violentas convulsiones. Durante los primeros meses del traumático proceso, la medicación había logrado controlar hasta cierto punto los terribles arrebatos pero, a medida que la enfermedad avanzaba, el indiscriminado alcance de estas arremetidas se transformó en un hecho incontrolable y, a todas luces, imbatible. Tal era la magnitud del dolor, que de su maltrecho organismo brotaba un torrente viscoso y sanguinolento con cada espasmo. Yo luchaba por no sucumbir a la debilidad que me causaba sentir el repugnante miasma que expelía la regurgitada miscelanea. Mi fuero interno se retorcía de espanto ante la turbadora visión, cada vez que Ana sucumbía a un estado febril y, jadeante, mostraba la apariencia deslustrada de una efigie anémica, cuya composición ósea se perfilaba a través del castigado lienzo que envolvía cada rincón su consumida esencia. Por añadidura, el más pequeño esfuerzo hacía que sus facciones tendiesen a inflamarse de un modo grotesco, hasta el punto de conferir a su rostro el aspecto de una aberrante máscara de deformidad. El cansancio terminó sellando sus párpados, sus otrora prominentes y remarcados pómulos cobraron la forma de protuberancias negruzcas, y un mar de sangre emergió de las abundantes grietas que poblaban sus labios, también de su lengua, transformada ahora en una suerte de tubérculo descomunal que, insolente, coronaba la cúspide de aquella bulbosa tumefacción. Inspirado por el tono cardenalicio de los fluidos, decidí bautizar la monstruosidad con el título de “Mal Púrpura” o “Máscara púrpura”, poético y amable apelativo para tan ominoso transtorno.


  Jamás en la vida pretendí sentir repulsa hacia la figura de mi esposa y, si en algún momento fue así, puedo jurar que sucedió en contra de mis más nobles intenciones. Simplemente, no pude remediarlo a causa del avanzado estado del imparable deterioro que, día a día, la transformaba en un ser diametralmente opuesto a la fascinante criatura que tanto veneré. En no pocas ocasiones me pregunté cómo podía tener el valor de presenciar con relativa impasibilidad aquel agónico trance que, de forma paulatina, se tornaba más y más recrudecedor. Ofuscado en el sino de tan funesta desventura, me refugié en contadas -y benditas- horas de lucidez en el transcurso de las cuales mi corazón se sentía con la fuerza y decisión propias de un guerrero; instantes efímeros en los que me llegué a plantear la posibilidad de liberar de su calamitosa existencia a aquel alma desventurada. No obstante, estas elucubraciones fugaces se desvanecían intrínsecamente, pues la oscuridad volvía de inmediato a cernirse sobre mi persona, incitándome a caer de nuevo en las garras de la sinrazón más bárbara. Sumido en tales elucubraciones, era consciente de mi indecisión, mi cobardía y mi profundo egoísmo, lo cual me sumía en una gran vergüenza. 




  Las horas se tornaban en impávidos ecos de desesperanza; preso de la más atroz incertidumbre, en mi interior comenzó a desatarse una tempestad de contradictorios sentimientos, un cúmulo de capciosa confusión que avasallaba con tiranía los restos de mi, cada vez, más nulo entendimiento. Inevitablemente, aquello acabó derivando en una categórica animadversión hacia la que había sido durante tantos años el objeto de todos y cada uno de mis deseos. Tanto fue así que, en un momento determinado, debido a mi constante lucha interna por no sucumbir presa de aquel inmundo asco, decidí, aun sintiéndome profundamente avergonzado, trasladar mi lugar de descanso a una habitación contigua a la que había sido nuestro lecho conyugal. En mi defensa, expliqué a mi amada que esto era una simple precaución para no caer presa del cruento mal, pero, pese a todo, capté el reproche en su mirada. Ese empeño por rehuir su presencia, que ella detectaba con hiriente facilidad, lograba sumirla aún más en su tangible miseria. Comencé a ser presa del mayor desasosiego cuando, absorto en las oscuras divagaciones a las cuales me conducían tales y tan sosegadas horas de silencio, llegué a transformarme en una sigilosa criatura nocturna, una implacable alimaña que se obstinaba en vivificar el hálito de su constante zozobra. Alentaba mis noctívagos arrebatos recorriendo incansable el interior de aquella inmensidad augusta que se había transformado en nuestro hogar. En mi incansable vagar, transitaba una y otra vez todos y cada uno de los recovecos que conformaban aquella prisión. Pero lo que más me inquietaba de este repentino trastorno que me gobernaba, era el enfermizo hábito de acechar el mortecino descanso de mi esposa. Así, me recreaba de manera insana en el movimiento apenas perceptible de su pecho, cuyas desacompasadas oscilaciones reflejaban el denuedo que realizaba en su afán por abrazar un último influjo vital. La cerúlea turgencia que emborronaba sus exquisitas facciones y transformaba sus miembros en un piélago de indefinidas e inmóviles formas, acrecentaba la desesperación que podía verse reflejada en aquel irreconocible y demudado semblante. En infinitas ocasiones, cuando permanecía absorto en la contemplación de este macabro espectáculo, podía sentir el eco reverberante de aquellas declamaciones que, en un principio, sentía producto de mi alienación pero que, con el paso de las semanas, comencé a aceptar como mis más fieles confidentes. Atenazado por el peso de mi desdicha, no veía otra salida que la de entregarme al diálogo con mis perversas compañeras de fatiga, las cuales, regodeándose en su infinita comprensión, conseguían que mi mente incurriese en singulares y pérfidas cavilaciones. Así era como transcurrían mis días, sumidos en la plenitud de tan mórbida fascinación.


  Sin embargo, mi completo descenso a los infiernos tendría lugar unos meses después, cuando, en mitad de un estupor irracional, me vi perseguido y acorralado por los ojos acusadores de aquel vestigio casi inánime de la que antaño fue la otra parte de mi ser; la misma velada epicureidad que me imploraba, entre ininteligibles y entrecortados resuellos, que pusiese fin a su desgarradora expiación sin retorno. Desesperado, traté de mitigar su martirio recurriendo a todas las soluciones que tenía a mano, sobre todo a aquellas que provenían de mi afable amigo de ciencia, cuya paciencia y fidelidad habían demostrado estar por encima de mi insoportable hermetismo y obstinación por permanecer sumido en la más completa soledad. Pero hacía ya algún tiempo que la efectividad de los remedios paliativos había disminuido notablemente, lo que acabó desplazándome a una situación de revancha y hostilidad hacia un mundo que continuaba girando con insultante impasibilidad ante el holocausto carnal de mi esposa. 

Los cimientos de mi alma se tambaleaban como los de una destartalada construcción en llamas; mi lucidez sucumbía a la sinrazón que me devoraba por dentro, entregándome a los límites del paroxismo. Definitivamente, mi sentido común terminó preso de aquellas elucubraciones que, una y otra vez, quedaban grabadas a fuego en lo más profundo de mi conciencia:



—No dejes que te mire, pues su falsa piedad solo pretende alimentar tu confusión, abstráete en la sapiencia de los dictados que corroen tu fervor interno. El ciclo ha comenzado para ti, el avance es acusado e imparable y tus pasos raudos y firmes. Bien sabes que no hay luz en este camino sin retorno...


  Entregado a los preceptos de mis, cada vez más, impetuosos arrebatos, sucumbí al influjo de aquella sibilina mezquindad. Pude sentir mi pecho desbocado, las abrasivas ansias de todo mi ser por dar rienda suelta a mis más obtusos instintos, obnubilado por la presencia de aquella mascara púrpura cuya dantesca visión lograba arrastrarme a una inacabable vorágine de locura:




—Maldito despojo inmundo, ¡deja de mirarme!, puedo atisbar el brillo de tu odio en esos focos de perfidia que se deleitan en la contemplación del último resquicio de cordura que aún reside en mí. 


  Sentí el inconmensurable poder de mi naturaleza revelada, el palpitante calor de la sangre fluyendo a través de mis inflamadas venas; preso de la ira, me abalancé sobre aquella escuálida forma que me retaba a cometer tan atroz felonía. Escuché, perdido entre las sombras de mi velado raciocinio, el gemido estrangulado que luchaba por aflorar entre los estertores del faríngeo sometimiento. Sus párpados se abrieron de par en par, revelando una mirada acusadora que alimentó aún más la descomunal cólera de mis manos. Creí percibir un borboteo ahogado, el preludio de una eclosión sangrienta que salpicó la sábana con un millar de corpúsculos de color carmesí. Mientras, observé victorioso, boqueaba como un pez fuera del agua, decidida a no soltar el exiguo hálito de vida que le quedaba. Su patética resistencia me excitó sobremanera, y presioné con mayor fuerza su raquítica garganta. Presa del demencial arrebato, contemplé su lengua tuberculosa, retorcida en el interior de aquella hedionda oquedad poblada por una fila de destartaladas y pútridas piezas dentales. Pero necesitaba alargar su agonía, ¡lo deseaba!, y aflojé la presa para sentir el alcance de mi omnipotencia. No pude reprimir el grandilocuente bramido:




—¡Suplícame, solo suplícame que te deje libre! Dime que quieres vivir, ¡dímelo! ¡Suplícame de una vez!


  Advertí el brillo casi inerte que despuntaba en su semblante, y que revelaba la proximidad de la muerte. Mi envilecido arrebato menguó, aunque no lo suficiente. Pronto redoblé la fuerza de mi ataque, decidido a darle por fin la liberación que mi amada imploraba entre ahogados lamentos. Una vez más sufrí el azote de las inmundicias que abandonaron lo más profundo de sus entrañas. Degusté el amargor de la coagulada ponzoña que cayó cerca de la comisura de mis labios; su sabor abrió la puerta a infinidad de turbulentas ensoñaciones que nunca antes había osado contemplar. Mis días de humanidad perecieron en aquel lecho mancillado por el asco y la podredumbre, arrasados por el impúdico azote de la crueldad.




  Sumido en el recuerdo del paladeo de la ponzoña, la tragedia se sirve de mi presente, testigo único de la embestida de punzadas traicioneras que sacuden mis extremidades, condenadas a un tuberoso duelo; la última llama titila levemente y mece al viento los últimos estertores de su fulgor nacarado… Una sonrisa enigmática despunta a mis agrietados labios y propicia el último centelleo de mi árida mirada… El velo de la lejanía está siendo rasgado, percibo la estentoreidad cada vez más cercana del canto de Perséfone…


Lady Necrophage (Nieves Guijarro)


viernes, 22 de septiembre de 2017

Madre




  • Título original: MADRE
  • Nacionalidad: Chile | Año: 2016
  • Director: Aaron Burns
  • Guion: Aaron Burns
  • Intérpretes: Aida, Ignacia Allamand, Matías Bassi

Mientras veía “Madre”, lo primero que se me vino a la cabeza es que ser madre es algo muy duro… Es un trabajo, es vida, es familia, más todas las consecuencias que ello acarrea. Porque a ojos de la sociedad, hagas lo que hagas, siempre se achaca cierta culpa a los valores inculcados por nuestros padres y a su modo de actuar. Si son liberales, es porque fueron demasiado permisivos con sus hijos, si son restrictivos, es porque fueron demasiado estrictos con sus hijos. Pero la realidad es que ningún niño viene con instrucciones. Y ningún factor es imprescindible. Sin embargo, todo lo que hacemos tiene un acierto relativo.




     Madre gira en torno a muchos de estos temas. Y como buen entendedor y estudioso del tema, puedo decir que no hay nada extraordinario en el comportamiento de esta madre. Hablar abiertamente del miedo a tener un hijo con autismo no convierte a nadie en mala persona. Cuidar es un trabajo que desgasta en todos los ámbitos de la vida. Ser cuidador obligado por circunstancias personales no convierte a nadie en un mal cuidador. Solo lo convierte en un cuidador “no profesional”, con sus propias armas, peores o mejores, pero libres de prejuicios. Y Madre, esta pequeña película chilena de terror, se asemeja mucho a lo que significa cuidar en la vida real. Como drama, Madre demuestra ser una película de armas tomar. Aunque, por supuesto, todo toma una vertiente exagerada, llena de tonos grises. Pero no podemos juzgar una película de terror -porque ante todo esto es una película de terror- precisamente por ser una película de género. Lo que pretendo decir es que la película intenta evocar un clima de tensión, de pesadilla y no pretende mostrar una situación real. El problema de Madre radica en su manera de articular los resortes del género que pretende vender. No fracasa, principalmente porque sabe aprovechar el potente trabajo de la protagonista: Daniela Ramirez. Ella hace de Madre una película mucho mejor de lo que realmente es. Sabe representar la frustración, la impotencia de ser madre, de tener tantos frentes abiertos y enfrentarlos con las manos atadas a la espalda. Me encanta cómo refleja el sufrimiento, lo hace fenomenal.



  La degradación del personaje resulta natural, por momentos hasta sorprendente. Con el sutil complot del “todos están en mi contra”, Madre ha conseguido sacarme de mis casillas. Y precisamente por eso me parece una película muy recomendable, porque se toma a sí misma en serio en todo momento y te obliga a hacer lo propio como espectador. Y dudas, dudas muchísimo, lo que hace que la disfrutes aún más si cabe.
    Sin embargo, hay un par de puntos que debilitan el resultado final. Porque, si bien no se asemeja a ningún telefilm -se encuentra a un nivel superior de crueldad y sarcasmo-, hay muchos agujeros, principalmente en el desarrollo de un personaje esencial que además está bastante mal interpretado: Luz. Este personaje nunca resulta interesante y carece de carisma. Por un lado tenemos una madre desquiciada, y por el otro una niñera insípida, sin alma y carente de emociones. Siempre tiene la misma expresión. Aunque, en su descargo, diré que tampoco se le da la oportunidad de hacer otra cosa, porque el guión no ayuda en ese aspecto. Esto tuvo buena culpa del vacío que me invadió durante su decepcionante conclusión. 

    Recomendable. Chile vuelve a demostrar que está en la cumbre del cine de terror latinoamericano, primero con Magic Magic y ahora con Madre. Espero lo siguiente, con los brazos abiertos.

     A favor:
-Tiene una gran facilidad para ponerte de los nervios
-El contexto dramático está muy bien llevado, muy natural
-Daniela Ramírez se marca una de las mejores actuaciones de este año. Atención al grito del final
-Invita a reflexionar sobre la maternidad
En contra:
-Cuesta entender cómo una de las películas más brillantes que he visto este año tiene el peor final posible.
-Luz, es un personaje mal interpretado y mal desarrollado. Estropea el resultado final.

6,50/10

Fdo: Redrum
  
  

domingo, 17 de septiembre de 2017

It


Aquí flota quien yo quiera que flote


Título original: It


Nacionalidad: EEUU Año: 2017


Director: Andrés Muschietti


Guion: Chase Palmer, Cary Fukunaga, Gary Dauberman. Basado en una novela de Stephen King


Intérpretes: Bill Skarsgård, Sophia Lillis, Jaeden Lieberher.



“Eso” ha regresado al atormentado pueblo de Derry, ventisiete años después de la edulcorada versión televisiva de Tomy Lee Wallace, tal y como manda el canon de Stephen King. New Line es la “culpable” de este regreso hipervitaminado dividido en dos partes, para gloria de los personajes, de los fans de la novela más icónica del autor de Maine, y, también hay que decirlo, del bolsillo de los productores. Para semejante tarea, el demonio del Macrocosmos renueva bríos en la piel del actor de origen sueco Bill Skarsgård, capaz de adueñarse del famoso Pennywise y alejarlo del trabajo que realizó Tim Curry en la versión de 1990, y nos muestra su lado más enérgico y agresivo, con una espectacular colección de gestos y movimientos que consiguen embaucar al espectador con cierto encanto hipnótico para asustarle luego en el último momento. Quizá sea este el mayor logro de esta adaptación, el trabajo de los actores, un aspecto que despunta desde el principio de la película. Y es que el casting en esta producción hila muy fino, especialmente en lo concerniente a los niños protagonistas, que ofrecen un sólido bastión antagónico al diabólico payaso. No sería de extrañar que algunas de estas jóvenes promesas llegasen a despuntar en futuras producciones (a resaltar el trabajo de la neoyorquina Sophia Lillis, o de Finn Wolfhard, capaz de clonar a la perfección las carismáticas maneras de la estrella juvenil de los ochenta, Corey Feldman). El director, Andrés Muschietti, sabe aprovechar esta ventaja, y no son pocos los puentes que logra tender hacia el espectador gracias a la conexión interpretativa del joven elenco. En It sentiremos la inocencia de los personajes, el sabor aventurero de la adolescencia, el dolor de sus problemas personales y, sobre todo, el miedo, ese miedo todopoderoso, ultraterrenal, ilógico, que solo llegamos a percibir con esas edades. 




El montaje es lo suficientemente hábil para vendernos algo viejo como si fuese nuevo. Durante los 135 minutos que dura la cinta asistiremos a momentos claramente spielbergianos, pero con la huella sui generis del director argentino. También a continuas referencias a blockbusters de la década de los 80, desde Gremlims a Batman, pasando por la muy oportuna pesadilla en Elm Street 5, y digo oportuna porque, novela original aparte, la influencia del famoso asesino onírico de Wes Craven está bastante presente en la puesta en escena y en el tercio final del film. Sí, esto es la adaptación de una obra original de Stephen King, pero con bastantes licencias. 1504 páginas dan margen suficiente para que cualquier cineasta de talento edite y esculpa su visión personal de la obra: en esta, Muschietti se deshace de bastante material que poco o nada podía aportar a su reestructuración de la historia. La mitología cósmica que planteó Stephen King (el otro lado, la tortuga...), las referencias sesenteras (más acordes con la edad del escritor), o incluso el perfil de algunos personajes, desaparecen o se desdibujan para encajar con la sensibilidad del director, nacido en 1973 y formado en un entorno cultural totalmente diferente. Pero el It de Muschietti gusta, gusta mucho, y promete un desarrollo igual de bueno para su continuación, cuyo estreno se planea para 2019.




Yo, que nada esperaba de esta “gran” producción, por no ser incondicional de King, por recelar del cine de los grandes estudios (New Line, qué grandes momentos nos diste antes de perderte en los oropeles de La Tierra Media), y por los vergonzosos precedentes de la miniserie de televisión y la posterior versión para la productora hindú, Zee TV, sólo puedo decir que me bastaron los primeros momentos del film, ver al pequeño Georgie corriendo tras su barco de papel a pocos metros de una oscura boca de alcantarillado, o la fantasmal aparición de un rostro burlón en la ventana subterránea, para flotar como solo flotan los sorprendidos.



viernes, 15 de septiembre de 2017

Dime que me quieres




"Dime que me quieres" es un relato del autor Madrileño Pablo Cajas, uno de esos escritores con la suficiente ambición para no parecer ambicioso y dejarse disfrutar, además de ser un gran amigo. Bienvenidos a Caosfera. Entren libremente por su propia voluntad, y dejen parte de la sangre que traen...



Y yo se lo digo sin titubear, aunque en mí ya no suene como antes. Se lo digo sin mirarle a los ojos, mientras mantengo la vista despistada en un horizonte que no existe, se lo digo a la par que apuro un cigarrillo, mientras con mi dedo índice pinto garabatos de sangre en el cuerpo de la muchacha que yace tendida a nuestro lado.

   —Te quiero, Kasha —susurro entre maldiciones por vomitar esas palabras que han cambiado mi vida.

     Ella acerca sus labios teñidos de escarlata a los míos y yo los beso. Tienen un regusto metálico, el inconfundible sabor de una nueva vida que ha sesgado; la de esa joven prostituta que, desnuda, se dispone a reposar el sueño eterno en nuestra cama, sobre ese plástico colocado de forma estratégica para no manchar la colcha. Kasha se levanta y la observo contonear sus caderas, desnudas y perfectas, cuando se dirige hacia la cómoda. 

    Aprieto mis labios y trato de reprimir un sollozo o un vómito, quizás ambas cosas. Adivino sus intenciones a su regreso, con ese maldito dedal de oro que simula un aguijón coronando su dedo meñique, y yo me maldigo de nuevo al recordar el día que se lo regalé. La muchacha inerte se estremece, quizás en un espasmo post mortem, cuando el pequeño rejón dorado atraviesa la carne de uno de sus pechos.

       —Vamos, bebe —me invita.

    Para Kasha, cuyo verdadero nombre es Almudena, la vida de sus congéneres perdió valor hace mucho tiempo; tal vez el primer día que probó la sangre humana a modo de alimento. Aunque, a pesar de lo que pueda parecer, Almudena no es un no muerto. Se hace llamar Kasha porque, según la mitología japonesa, de la que ella es fan ferviente, con ese nombre se conoce a una raza de chupasangres carroñeros que se alimentan de cadáveres en los sepulcros; también porque suena parecido a Akhasa, que es la reina de los vampiros en la saga de novelas de Anne Rice. No, ella no es un vampiro porque los vampiros no existen, tal y como le he tratado de hacer ver desde hace años, cuando nos conocimos. Sin embargo, lo que sí existe es una patología conocida como síndrome de Renfield; denominación que hace referencia al personaje desequilibrado mental y siervo de Drácula que aparece en la obra de Bram Stoker: un comedor compulsivo de moscas y arañas cuyo fin era el de absorberles su fuerza vital. Según me documenté, quienes sufren de este mal ven despertar su excitación sexual al observar, sentir o ingerir la sangre; exista o no el autoengaño de creer ser un vampiro. Pero con este tipo de episodios, Almudena ha ido un paso más lejos en la sintomatología de este trastorno mental que la psicología clínica identificó hace ya un par de décadas. En el transcurso de los años no le ha bastado con experimentar a través de sus aberrantes prácticas sexuales, haciéndome en ocasiones partícipe de ellas; de dormir en ese ataúd, el cual me vi obligado a arrastrar de madrugada hasta nuestro adosado para evitar los chismorreos de los vecinos; de obligarme a comprar en la carnicería de nuestro barrio la sangre de los animales que despiezan en el matadero municipal para prepararse esos asquerosos brebajes de hemoglobina. No, aquello no resultaba suficiente y yo, muy a mi pesar, intuía que su enfermedad se agravaría con el tiempo desde el momento en que se negó a recibir ayuda especializada.

     —¡Bebe, mortal! ¡Bebe de ella! —me grita.

    Y yo la obedezco, como he hecho siempre, porque en el fondo creo que estoy igual de enfermo que ella, porque encuentro un placer morboso en este juego de sumisión cruel al que me tiene sometido. La sangre de la muchacha aún mana caliente de su pezón, empapando mi paladar y recorriendo mi garganta. Mónica, creo recordar que se llamaba así, ya ha muerto como lo hicieron las anteriores; lo sé porque su néctar cada vez está más frío. Almudena se había encaprichado de ella días atrás, cuando la vimos al pasar con nuestro Saab junto a aquella rotonda a las afueras de nuestra barriada, cerca del puente de Vallecas. Según nos comentó la cría, previo a desnudarse y dar rienda suelta a las libidinosas fantasías de Almudena, comenzó a vender su cuerpo recién cumplidos los diecinueve años -de eso hacía ya un par de meses-, porque pretendía ahorrar para irse a Hollywood, lugar donde tenía un amigo productor de cine porno que podía introducirla en ese mundillo y convertirla en una estrella. Cuando su cuerpo serpenteaba sobre mí, antes de llegar al orgasmo, Almudena se acercó por detrás y le atravesó la carótida con un abrecartas cuya empuñadura simulaba un murciélago de alas desplegadas; un suvenir adquirido durante una escapada a Transilvania, capricho que nos dábamos muy de tarde en tarde y siempre que nos lo permitía nuestra economía. La joven prostituta derramó sobre mí su sangre a la par que yo me derramaba en su interior, perdiéndose así, junto a su existencia, sus efímeras fantasías de photocall y papel cuché. Aquel ménage à trois fue el último servicio de la pobre Mónica, la última víctima y capricho de Almudena. Antes hubo otros: un matrimonio de jóvenes sudamericanos con el que coincidimos en un club de intercambio de parejas, Edison Miguel y Carmen María; la estudiante ucraniana a la que conocimos en un chat de contactos, Svetlana; también Julián, el maniático de las películas de terror que encontramos en una convención de fanáticos del vampirismo. Tantos que ya me cuesta recordar sus nombres.

     —Dime que me quieres —me susurró en el cine veinte años atrás, en pleno metraje de la versión de Drácula que dirigió Coppola. 

     Y yo se lo dije sin titubear, mirándole a los ojos, apartando de su cara un mechón de cabello que me obstaculizaba besarle los labios. Labios que, por aquel entonces, no sabían a muerte.

     

     La conocí un par de semanas antes en un tugurio, cerca del barrio de Malasaña, que yo solía frecuentar al salir de la fábrica donde trabajaba como aprendiz de tornero. Sentí su embrujo desde el primer instante en el que se cruzaron nuestros destinos, cuando me miraba y sonreía; ya fuera tras la barra, poniendo copas o bailando sobre aquella tarima, cuando hacía las veces de gogó. Aquel era el sueño de cualquier “pagafantas”, salir con la espectacular camarera del garito donde tomas cervezas. Fui la envidia de muchos. Pero Almudena, o Kasha, no era mujer de un solo hombre, me lo dejó claro desde el primer momento, aunque aquello, lejos de importunarme, provocó en mí una excitación morbosa que hasta entonces desconocía. 

    —No podemos ser novios, ¿pretendes que paseemos cogidos de la mano por el parque? Yo no soy así —Y yo creí morir cuando esas palabras se me clavaron, con el mismo brío con el que el profesor Van Helsing hundía sus estacas en el pecho de los vampiros que tanto admirábamos—. Pero si lo deseas serás mi siervo, ¿acaso Drácula no posee uno? 

     Recuerdo verla sacar una pequeña navaja de su bolso, la que usaba para cortar el hachís que por aquel entonces fumábamos y hacerse un corte en la palma de su mano. 

     —Bebe de mí y vivirás para siempre —me dijo acercando su diestra a mis labios. 

     Y yo bebí, y así simulé sellar un vínculo con mi dueña no muerta sin sospechar que esa unión sería más real y letal de lo que jamás hubiera imaginado. 

    Junto a Kasha me sentía anulado, hipnotizado, sometido; no era más que un títere en sus manos. Si el poder vampírico realmente existía nunca cobró mayor sentido como en aquellos días. 

    Nos hicimos asiduos de clubs liberales donde sombras anónimas refocilaban entre gemidos y luces de neón. El ritual siempre era el mismo, ella danzaba en medio de la pista mientras un corrillo de individuos ávidos de sexo la despojaba de sus ropas; luego, de uno en uno o entre varios, la poseían. Se sentía excitada al ser observada, con más motivo si el voyeur era yo. A veces participaba, otras simplemente me limitaba a mirar. Luego, agónico por los celos y tras vestirme, la esperaba fuera fumándome un cigarrillo mientras me preguntaba qué clase de hombre se dejaría humillar de esa forma por su pareja; así hasta recordar que no manteníamos ese tipo de vínculo convencional, que yo no era más que un pelele sometido a su voluntad y, lo que era aún peor, que a mí aquella situación me gustaba.

    —Dime que me quieres —me susurraba cuando, exhausta de sexo, aún sudorosa y oliendo a otros hombres o mujeres, se acercaba a mí al finalizar cada orgía.

     —Te quiero, Almudena.

  Le contestaba a veces jocoso, pues sabía que ella detestaba el nombre con el que fue bautizada. Acto seguido me abofeteaba. Supongo que esa era mi forma de rebelarme, de hacerle ver que aún no era suyo del todo, que aún me quedaba un ápice de dignidad.

   —Kasha, gusano. Me llamo Kasha —me corregía siempre.

    Ella se convirtió en la piedra angular de mi existencia, lo único que daba sentido a mi vida. Hasta tal punto fue esto que, cuando me hallaba rodeado de personas distintas, me sentía aislado, vacío, nervioso; era un yonqui de su cuerpo y de su alma podrida, aunque a menudo dudaba que poseyera una. Con el paso de los años fui alejándome poco a poco de mis allegados, ni siquiera en mis momentos de soledad, los días que ella desaparecía para irse por ahí con otros, fui capaz de descolgar el teléfono para preocuparme por mi familia o los pocos amigos que me quedaban. Mi existencia le pertenecía, yo no era más que el perro fiel que esperaba tras la puerta de casa la llegada de su dueña.

     —Deseo probar la sangre.

     Eso fue lo único que dijo un buen día, tras haber pasado dos semanas desaparecida. Unas palabras que supusieron un punto de inflexión en nuestra tortuosa relación, si es que se podía llamar así. No tenía bastante con haber contaminado nuestro hogar con toda una suerte de elementos decorativos que la asemejaban a una especie de museo de la iconografía vampírica: posters, maquetas, mobiliario propio de la mansión de la mismísima familia Addams y, por supuesto, ese detestable ataúd donde pasaba las horas del día recostada. Aquello suponía dar un paso más en una afición que ya rayaba la obsesión. Por supuesto era yo, como sirviente leal, quien debería seguir adquiriendo la sangre y, con cara de gilipollas, soportar las miradas inquisitivas del carnicero, de los clientes y de las cajeras del supermercado que, de cuando en cuando, me preguntaban con ironía si me la envolvían para regalo. Yo siempre me excusaba aludiendo a las excelentes propiedades vitamínicas que posee la casquería y al amplio juego culinario que ofrece; de hecho no erraba en esta última afirmación porque a través de internet descubrí un sinfín de variantes para cocinar la sangre: frita al vino blanco, frita con cebolla, frita a la riojana, frita con pasta…

     —Deseo probar la sangre cruda, líquida, como hacen los auténticos vampiros.

     Ese fue su nuevo propósito y yo, lejos de frenarla y ante el temor de perderla, me limité a contemplar cómo se preparaba sus cócteles de savia humana con la misma naturalidad con la que yo me preparaba un gazpacho.

    —Deseo probar la sangre humana, no puedo alimentarme durante toda mi existencia de animales; eso va contra la naturaleza de un depredador sobrenatural. ¿Acaso no recuerdas la conversación que mantuvieron Lestat de Lioncourt y Louis de Pointe du Lac?

     Sí, la recordaba. Es difícil olvidar el pasaje de una película que te han obligado a ver cuarenta y siete veces, según mi último recuento. En Entrevista con el vampiro el psicótico vampiro Lestat, hastiado de su solitaria vida inmortal, decide otorgarle el don de la eternidad a Louis, un joven terrateniente con sentimiento de culpa por la muerte de su hermano. Pero Louis demostró que no era un vampiro al uso, pues renegaba de su existencia de asesino inmortal y saciaba su apetito alimentándose de la sangre de ratas y gallinas. Esto sacaba de quicio al pérfido Lestat que siempre recriminaba la actitud de su compañero tratando de convencerle de que un auténtico vampiro debía alimentarse de sangre humana.

    De modo que ahí estábamos los dos, visitando clubs clandestinos de fetichismo y sadomasoquismo donde Kasha se deleitaba torturando a otros súbditos ocasionales a los que desangraba con disimulo para alimentarse; siempre disfrazada con su atuendo de vampiresa clásica, como si se tratara de una diva recién salida de una vieja película de la Hammer. 

     No tardó en labrarse una reputación en esos círculos de depravación; La Bathory de Madrid, la condesa de Vallecas…, estos y otros sobrenombres que alimentaron su ego y, lo que era peor, su demencia. 

     —Su amiga es increíble —farfulló en una ocasión un tipo magullado, enano y tatuado con un bozal de cuero que se me acercó entre las sombras—. No sabe usted la suerte que tiene.

     Pero aquello tampoco la satisfizo. Necesitaba más.

   Fue una madrugada, al regresar de una de nuestras bacanales, cuando al pasar por un callejón nos salió al encuentro un muchacho que portaba una navaja. 

    —¡Dadme la pasta, sin gilipolleces! —nos gritó blandiendo el metal que relucía como un relámpago a la luz de la luna.

  Tras quedarme paralizado, mirar a mi alrededor y comprender que los escasos transeúntes no moverían un dedo para auxiliarnos, me dispuse a entregarle mi billetera con la vaga esperanza de que el delincuente tomara el dinero y nos dejara en paz. Pero Kasha se adelantó con una reacción que ni en mis peores pesadillas habría imaginado, como supongo que tampoco se la habría imaginado aquel pobre desgraciado. Saltó sobre nuestro asaltante y le cercenó la yugular de un mordisco. Pero no contenta con eso, comenzó a dentellear y sorber el flujo que manaba con ímpetu del gaznate de aquel miserable. La imagen del reguero de sangre oscura bajo la luz de la luna me atormentó durante semanas. Esa era la primera vez que veía cómo mataban a una persona, y no sería la última.

     Los ecos de las sirenas de los coches patrulla me sacaron de mi trance, no había tiempo que perder. Agarré de la cintura a aquella bestia que una vez fue mi amada y la cargué sobre mis hombros sin prestar atención a los chillidos de los espectadores que contemplaban estupefactos la escena. Corrí como nunca, haciendo acopio de unas fuerzas que en mí creía ajenas, dejando atrás los gritos que finalmente tornaron en silencio. Exhausto, caí de rodillas al suelo y no alcé la mirada hasta que una mano tocó mi barbilla. Kasha me miraba con ojos que refulgían en la noche como los de una alimaña, mientras su sonrisa de dientes blancos se abría hueco en su rostro teñido de oscuro carmesí. Entonces dijo algo que jamás olvidaré:

    —Ahora soy una auténtica hija de la noche, una nosferatu.

     Ese fue su bautismo de sangre. 

  Durante semanas pensé que tarde o temprano las autoridades nos acabarían encontrando, esperaba que en cualquier momento alguien irrumpiera en nuestro hogar para abatirnos a tiros. Y de no hacerlo la policía, algún compinche de aquel pobre infeliz daría con nuestro paradero. Sin embargo no sucedió nada.




     —Ya sabes lo que debes hacer ahora —Me dice Kasha.

     Sí, lo sé. Envuelvo el cuerpo de Mónica en el plástico y lo arrastro hacia la bañera. En el cuarto de baño dispongo de los utensilios necesarios para liberar su alma impura: una estaca de madera de rosal que clavaré en su corazón y una sierra que utilizaré para cortar su cabeza. Luego, de madrugada y rezando para que ningún vecino noctámbulo me vea, llevaré los restos a un descampado donde me encargaré de incinerarlos y darles sepultura. Kasha insiste en seguir el ritual común de exterminio vampírico instaurado en sus orígenes por el profesor Van Helsing, archienemigo de Drácula, y de cuyos métodos se ha documentado en un sinfín de películas. Según ella, así evitamos que sus víctimas puedan resucitar convertidas a su vez en nuevos chupasangres. Juro que he tratado de convencerla de que eso no sucederá, de que los jodidos vampiros no existen, de que debemos poner freno a esta locura, de que no está bien lo que hacemos; pero antes de que pueda emitir juicio alguno ella siempre pronuncia ese sortilegio que me hace suyo:

     —Dime que me quieres.

   Y yo se lo digo sin titubear, aunque en mí ya no suene como antes. Se lo digo sin mirar sus ojos, mientras mantengo la vista despistada en un horizonte que no existe. Se lo digo mientras pienso en clavar una estaca en su corazón y brindarle la muerte que tanto anhela, el único final posible para un auténtico vampiro.

Pablo Cajas Millán








viernes, 8 de septiembre de 2017

The Triangle






Título original: The Triangle 


Nacionalidad: USA | Año: 2016 


Director: David Blair, Nathaniel Peterson, Adam Pitman, Andrew Rizzo, Adam Stilwell 


Guion: David Blair, Nathaniel Peterson, Adam Pitman, Andrew Rizzo, Adam Stilwell

Intérpretes: David Blair, Nathaniel Peterson, Adam Pitman, Andrew Rizzo, Adam Stilwell 



Cinco directores. David Blair, Nathaniel Peterson, Adam Pitman, Andrew Rizzo y Adam Stilwell, todos con un mismo sueño: vivir su propia película. Con una inspiración real: The Burning Man. Ni más, ni menos, que el sueño de cualquier creador que se precie: crear realidad de algo falso. Quizás sea esta la razón por la que estos cinco descerebrados pasaran años de sus vidas viviendo como hippies en mitad de un desierto de Montana. Y la razón por la que necesitaron tres años para editar el metraje obtenido. Todo rodado en tiempo real. Todo filmado como si de verdad hubiera pasado. Todos los actores al descubierto interpretándose a sí mismos. ¿De verdad ha merecido la pena tanto esfuerzo?




Resulta habitual encontrar pululando por la red frases celebres del palo: “The Triangle es mucho más que un falso documental, es la inmersión de X personas de la vida real a la película”. Pues, pese a quien le pese, porque soy consciente de lo ridículo que todo esto puede llegar a sonar, lo subrayo: me pregunto si estamos ante la mayor gilipollez jamás creada, o ante la nueva joya del found footage. ¿Es posible que esta panda de descerebrados haya dado con el kit del realismo? The Triangle es una película lenta de narices que trata sobre una comuna de visionarios que buscan el incomprensible sueño de conocer a su profeta. Una especie de criatura sin pezones, ni genitales, ni ombligo. Una divinidad, un ser superior que les guiará hacia el nuevo mundo. Puede que el enfoque se asemeje a un documental. La vida en Ragnarok, contar cómo era la vida de esta comuna en tres semanas, conviviendo en mitad de la nada, comiendo su comida, bebiendo su agua, regando sus cosechas, cortando su leña y aprendiendo de sus creencias. Capaces de sacrificarlo todo, por vivir cerca de su sueño.


Vale, reconozco que todo suena muy bonito, pero tras pensar en reconstrucciones tan brutales como Savageland o Children of Sorrow, sé que a The Triangle le falta algo. Un mayor puñetazo. Porque habla de filosofía, de creencias milenarias, de sueños, de modos de vida y de la génesis de una nueva religión. Pero hacia dónde va todo esto. Cuál es la meta de estos directores. Es aquí donde falla The Triangle. Hay mucha expectativa que se retroalimenta de forma positiva, y que da lugar a un ciclo vicioso que más que escalofríos despierta rabia en el espectador. No soporto ver cómo después de una hora de entrevistas, presentaciones y multitud de preguntas, la única respuesta que recibamos sea: yo soñé con esto pero no tengo ni pajolera idea de lo que es. Ni de lo que espero. No y no. Estos cinco actores/directores/guionistas/productores han creado una película como quien juega al PARCHIS. Para ser más exactos: todo es improvisado y se nota. No hay un guión sostenible, sólo ideas que aparecen como estrellas fugaces. Son bonitas. Son aterradoras. Pero únicamente dan de sí unos pocos segundos. Luego no queda nada: el film está igual de vacío que una cueva.





Sin embargo, me congratula poder afirmar que The Triangle no es la película que esperas ver, sino algo novedoso. Nada en su trama va por donde piensas que va a ir. Y es que el camino que escoge es original, nadie lo había escogido jamás. Pero esto responde a un motivo y sabes cuál es: se trata de un camino sin salida. Un claro empate.


A favor: 


-El realismo de sus imágenes


-No parece que exista guión


-La canción de los créditos iniciales


-La explicación para el uso de la cámara no resulta insultante


En contra:


-El ritmo no acompaña, tarda demasiado en arrancar


-Las escenas de caos están mal rodadas. Movimientos difusos, cuesta ver lo que sucede


-El guion está repleto de agujeros que no llevan a ninguna parte. No parece que exista guión


Valoración final: 5/10


Firmado por RedRum



sábado, 2 de septiembre de 2017

Abrahel




SOBRE ESTE RELATO: Abrahel es mi regalo de hoy, un niño perverso y sobreadjetivado que vomité hace algo más de tres años. No es guapo, no es educado y no será jamás un buen hombre, pero es mi pequeño demonio y lo quiero con el alma. Espero que lo disfrutéis, si queréis, si podéis, a él le importa más bien poco....

     

      —Ven, Pierrot, ven. Acércate, bebe de mi copa y libera de sus frías cadenas el cohibido frenesí cuyo placer imaginario tanto te subyuga…

    La insinuante exhortación deslizaba su femenina suavidad, enclaustrando entre resoplidos el último bastión de su sensatez. Lo sabía. Había sucumbido bajo el influjo de la pasional y ferviente llamada, y maldijo, en lo más profundo de sus entrañas, el avance de la traicionera lascivia que laceraba sus hieráticos miembros. El filo de la más vil impudicia descarnaba sus labios, sumidos en la hirviente proliferación de una imprecativa amalgama; mordiente palabrería que, de forma procaz, revelaba el triunfo de una desesperación cada vez más palpitante. Percibió la dulce emanación que arañaba el aire de deseo y se dejó arrastrar a horcajadas bajo el peso de aquel alevoso trance. La espectral brisa de la noche hacía acto de presencia en el interior del desvencijado y humilde habitáculo, convertido en caos por el glaciar revuelo; el humor aguado que coronaba su mirada le permitía discernir a duras penas la familiaridad de aquellos corroídos travesaños que soportaban el peso de la enmohecida construcción, la cetrina humedad reptando a través de los listones astillados y plagados de hendijas, la absoluta liviandad de aquel espacio destartalado y vacuo, que conformaba un desolador cuadro cuya indigna realidad refulgía al amparo de la pálida iridiscencia de Selene. Desfallecido y acobardado, se dejó abrazar por el aguijonazo que sacudía su esencia, sometiéndose a los dictados del pasional apremio. El seminal hechizo había derribado al fin el muro de su circunspección y, abandonándose a la reciedumbre de aquel éxtasis pecaminoso, permitió que sus ansias se preñasen de un oleaje de colmada efusividad. Se sirvió del brío que emergía de sus sentidos abotargados y desafió con valentía la rigidez que le envolvía, zafándose de su impuesto reposo para rendir pleitesía a la reina de las almas innobles; quimérica estampa solazada por la contemplación de su devastadora y carnal tiranía. 

     Una miríada de reptantes formas emergidas de la férrea vacuidad, cuya irreal visión trazaba una delgada línea en el cada vez más difuso mapa de su cordura, se dispersó en torno a la humillada pose, pugnante por liberarse de los raídos y sudorosos ropajes que revestían su deshonra. La desnudez exponía su cuerpo al viscoso roce de la prole serpiente, lo cual le originaba una inconcebible desazón auspiciada por el glutinoso contacto. Hipnotizado por el tono incitante de aquella melosa voz, Pierrot tomó el bruñido cáliz entre sus manos, posó sus ávidos labios sobre la argéntea copa y paladeó la dulzura de aquel néctar afrodisíaco que le empujaba a deleitarse en los jugosos efluvios de la fruta prohibida. El latido del elixir de la vergüenza inflamaba su voluntad, derrotada por el hálito de aquella sensual y manipuladora dueña de los oscuros abismos:

     —Devuélveme su esencia bañada de odio, la frialdad de su lengua impía, la absoluta nobleza de su sangre consolidada. Tanto tiempo ha pasado, tanto… ––La lengua del súcubo titubeó, y un ligero atisbo de misericordia mancilló su impertérrito semblante.

    —Este es tu precio, Pierrot, hombre infeliz entre cuantos se precien, humilde dechado de virtudes aunque portador de la misma condición infame que tienen cuantos han osado amarme. Qué desgracia la tuya, tan noble de corazón y, sin embargo, traicionado por tus feroces instintos. Hombres, sois la abyección suma…

   Subyugado por el lenitivo sopor, Pierrot se extraviaba en un denso piélago de disipación; su frenesí se alentaba en la contemplación de aquel salvaje adalid de voluptuosidad que desplegaba el velo de su desnudez fragante. Las lúbricas pulsiones se tornaron en un maremágnum incontingente debido a la visión de aquella delicada perfección que balanceaba sus turgentes carnes al compás de una sugestiva y macabra danza, capaz de hacer estremecer de puro placer la furiosa contundencia de las dos cordilleras, culminadas por sonrosadas cúspides que coronaban su estilizado talle. Bajo la mirada de aquel vientre turgente y níveo se apreciaba el dominante cimbrear de unas prominentes y fértiles caderas, que marcaban el compás de una melodía plagada de melifluos matices; la ligereza de sus piernas magníficamente torneadas le otorgaba el sutil vaivén de una indómita gacela. Las flamígeras formas trazadas por los mechones desatados de su desmadejada y cobriza melena componían una incandescente miscelánea, matizada por la maquiavélica refulgencia de crótalo que revestía de inusitada crueldad sus facciones. Una malévola sonrisa despuntaba a su impávido semblante, mostrando el cariz malicioso de su condición. Los abismos se sacudieron con la vibrante salmodia esputada por los labios de la impúdica diosa serpiente:

     —Desgraciado mortal, poco te va a servir ahora sacudirte el lastre de tu humanidad. Fue tan sencillo hacerte sucumbir bajo el dominio de tu necedad, esa temible simpleza que os pluraliza y os convierte en polvo de ceniza frente a las hijas de los ocultos deseos… Pero que nimia es la diferencia entre todos y cada uno de vosotros, vuestro ego es inmenso; os situáis en el vértice de todo lo creado cuando, en realidad, no valéis nada, ¡nada! Os sentís en pleno derecho de consideraros el germen absoluto, la semilla, el comienzo de cada vida, todo esto debido a que se os concedió un maravilloso don que bien poco hacéis por valorar. Me asqueáis soberanamente. Pobre iluso, dime, ¿en serio pensabas que la vida te había sido tan grata sin pedir nada a cambio? ¿Por una vez pudiste creer, de veras, en la naturaleza sana de tu fortuna? O dicho en otras palabras que logren encender la mecha de tu entendimiento: ¿alguna vez pensaste que mi único cometido era ser el objeto de deseo de un vulgar y sudoroso cabrero? Valiente necio, por eso fue que te elegí, una vez más ha sido demasiado fácil escoger a la víctima propiciatoria para tan necesario sacrificio. Y esta noche, Pierrot, acudo a exigirte el justo pago por mi dolorosa entrega, el aliciente que logra liberar mi memoria del recuerdo de aquellos meses impíos. Mi suplicio jamás fue en vano. Ha pasado ya tiempo más que suficiente, ahora he de recoger los frutos que tan duramente me he esmerado en cultivar, pues mi semilla no ha perecido en tierra fértil. No vengo a derribar tu mundo, Pierrot, sólo a reclamar lo que por derecho propio me pertenece…

     La creciente y convulsa hueste se retorcía reptante en una maraña de siseos, un sibilino eco que se elevaba sobre la inmundicia con un énfasis casi divino. De su corrupta pureza emergía el fulgor espectral de unas curiosas miradas que, ocultas bajo un nebuloso asedio, se regocijaban en la contemplación de aquel reflejo decadente. Pierrot no pudo por menos que sentirse conmovido por la terrible apariencia del aberrante sínodo. Los mares se sacudían al compás de los envilecidos cánticos de aquellas leporinas bocas que agitaban sus atrofiadas morfologías desde el sino de su ensombrecida condición. Sus abombados y prominentes cráneos se entregaban al cálido desenfreno, y marcaban el naciente compás al ritmo de magnéticas circunvalaciones. Pierrot se vio atrapado por la inmundicia de aquel universo delirante, prefiriéndose esclavo de las dulces ensoñaciones que le provocaba la libación que trazaba hormigueantes arroyos en el cielo de su boca. Presa de una agonía convulsa, degustó de nuevo la ofrenda que le arrastraba a los límites del paroxismo. El fragor de la congregación serpiente arracimada a sus pies había alcanzado una estentoreidad conmovedora, sumiéndole en el más vil temor con el sonido de una plegaria que marcaba con su musicalidad sibilante el devaneo de los artríticos esperpentos. La reina súcubo se refocilaba en la contemplación de la servil prole, el fruto envenenado que vilipendió la donosura de su autóctono edén, el acto indecoroso de la expiación hecha carne. Su orgullo era una fuerza ciclópea que extendía el poder tentacular bajo la mirada de un milenario firmamento. Una profusa y húmeda emoción bautizaba la perfección de su rostro:

   —Observa, Pierrot, observa, contempla el feroz virtuosismo de su incomprendida belleza. Nunca entenderéis el verdadero significado de un sentimiento como el amor. ¡Desperdiciáis tanto! ¿Cuándo entenderéis? Por más que escuchéis, jamás lo haréis. Ellos componen mi luz, mi fuerza, el hálito que infunde poder a mi vitalidad dominante. Todas y cada una de estas prodigadas creaciones son parte de mi ser, todas y cada una de ellas son componentes imprescindibles de mi esencia sempiterna, mi rebaño, la conformación de una eterna y soliviantada estirpe, la perentoria labor que marcó el inicio de los tiempos y sacudió el sosiego de los confines universales. Maldad y bondad, tan delgada puede llegar a ser la línea que desbarata una concepción desconocida para vosotros, ¿verdad? Tú sólo eres un eslabón más en la cadena, una minúscula brizna en un henil plagado de turbia hipocresía. Ya no sirves para nada, te obsequié con la terrena vulgaridad que tanto decías anhelar, me humillé bajo el peso de un envoltorio perecedero e innoble, aunque bello. No obstante, arrastré mi banalidad como un servil gusano que se alimenta de su propia corrupción. Y aquí me tienes ahora, recogiendo los frutos de mi humillación pasada, soportando el peso de mi desatada ira. Mi sed no tiene parangón, Pierrot, y tú me seguirás deseando inútilmente mientas culmino la cruda labor que con tanto ahínco he empezado. Por fin estamos frente a frente. Tanto temor acechó mi mente, aprisionada en la plenitud de la desdicha, tanto tiempo anhelando la cercanía de su amado aliento…, no sabes hasta qué punto he aborrecido mi existencia. Pero ahora he vuelto para hacer justicia e imponer a mi vástago la verdad que debe serle revelada. Así, por los siglos de los siglos, habré de expandir mi imparable multiplicación…

   Los chillidos discordantes de la irrefrenable plebe originaron una conjunción ensordecedora. La impureza de aquella plétora ardía en el cénit de una turbación inquebrantable. Pierrot se encogió al sentir la traicionera punzada que contrajo su pecho ante la acritud del confuso bisbiseo; aquel avieso retruécano suscitaba las ínfulas del siniestro y poderoso concilio. Los miasmas provenientes de los corruptos fluidos que impregnaban su piel impelían el retorno de un sinfín de violentas arcadas. Extraviado en la calígine de aquel sosiego amenazador, abrazó el nuevo disipar de su debilidad que, paulatinamente, parecía responder al cúmulo de auditivas percepciones. La certeza de aquel murmullo preñado de zozobra encogió su alma, desplegando las alas de su inconcebible desesperación. 

     —Padre, padre, por favor, no dejes que me hagan daño, no lo permitas, padre, diles que paren, por favor, diles que paren, tengo miedo, mucho miedo, os lo ruego, os lo suplico, ¡dejadme en paz!…

     Sus labios apergaminados esbozaron ahogados rumores. Lagrimeante, soportaba la visión del tembloroso y pequeño cuerpo que se arrastraba sobre un cúmulo de reptante pestilencia; el lastre devastador de aquella humillación alimentaba su abrumadora angustia. El fétido tropel se regodeaba en la inquietud del pequeño inocente. Pierrot, en cambio, se conmovió con la impudicia del acto y, rendido, se dejó avasallar por el peso de la culpa. Abrazó el aire de decisión que comenzaba a recobrar su conciencia abandonada y, tras hacer acopio de un inusitado valor, se desprendió con violencia del bruñido receptáculo que portaba en su interior la afrodisíaca libación. Sus sienes zumbaban al compás de un profano cántico. Los incesantes clamores de aquella herética antífona se prodigaban sobre la faz de la tierra:

     —Agilleath Tiddhehmos Tlyfos […] Vibarlal Dendas Tnasod […]Dessupur Kajp Gidupp […] Lylusay Tateros Volt Sids…

     Su constancia se tornó en un duelo catártico e inquietante, ofreciéndole retornar a un mundo oscurantista y vil que le incitaba a perderse, de nuevo, entre el placer portado en las gotas del derramado y ambarino néctar. Todavía el intenso dulzor le resultaba aplacatorio y lamentó, de corazón, no portar el suntuoso copón entre sus manos. Contempló el ilusorio espectáculo que se desplegaba ante su mirada desquiciada, quedando abismado por aquel despliegue de refulgentes lenguas cobrizas que dispersaban su furia ardiente, flameante cólera azuzada por el batir de unos céfiros abrasadores. Temerosa, la díscola plebe acallaba sus jaculatorias, al tiempo que un profundo respeto paralizaba el horror de su danza macabra. La mirada jubilosa del súcubo colmó la veneración de aquella masa deforme:

     —La senda de la mano izquierda está abierta. —El eco de sus palabras refulgía en la viva luminosidad de sus pupilas verdosas—. Hijos míos, preparaos para recibir a vuestro nuevo hermano, el ciclo ya ha comenzado y vais a contemplar la belleza recóndita de este nuevo advenimiento. Sed partícipes de este gozoso momento…

     Obstinado en su afán por ofrecer la salvación a la viviente muestra de su fecunda plenitud, el hombre emprendía una lucha encarnizada en pos de abrirse paso entre la corte Serpiente. Su arrastrar, distendido y dificultado por la debilidad, fue detenido in situ con una brutalidad estremecedora. En un rapto desaforado, el raquítico y apestoso vulgo cebó su ferocidad en las sufridas carnes del infame mártir que balbuceaba ininteligibles súplicas veladas por el sanguinolento caudal esputado por sus abotargados labios. Perdido en una sufridora calígine acertaba a discernir, con asombrosa claridad, la proliferación lanzada por aquella lengua soflamada:

    —Infeliz, ¿de veras creías que podrías escapar a tu suerte? Tu ineptitud me resulta verdaderamente digna de elogio. Se te ofrece el manjar de los valientes guerreros y tú, sumido en la más absoluta necedad, te atreves a desdeñar tan valiosa oblación. Qué ingrato, qué despreciable… Tu atrevimiento es supremo. Tú sólo te lo has buscado, Pierrot, y pensar que podía haber sido todo tan sencillo y placentero para los dos, ¿de veras te era tan complicado seguir bebiendo de tu copa?

     Incrédulo, Pierrot se encogió ante la devoción con que la majestuosa perversidad observaba a la troupe famélica que lengüeteaba sobre los restos del brebaje regurgitado. Seguidamente, la domina cimbreó su talle en un alarde coqueto y burlón, aplastando un sinfín de formas anfibias y viscosas. Sus labios volvieron a entreabrirse para sobrecogimiento del renqueante horror que la contemplaba desde los insondables abismos y, amparada por la servil obediencia de su réproba estirpe, su lengua esparcía un veneno infamante. El estremecimiento de la vulgar comitiva azotaba los ténebres confines. Diligente frente a la comprensión del airado mandato, la manada rehuía de la infantil presencia y se postergaba en el sino de su cegadora nocturnidad. Con exquisita fruición, la madre súcubo deslizó su calidez sobre el afectado ser, absorto en la pronta docilidad que mostraba la adversa vorágine. El ímpetu obsceno de aquella verbosidad hipnótica alteraba la agresividad de las biliosas sabandijas, sumidas en un macabro espectáculo de fluctuantes siluetas atarugadas de rabia. El incierto espejismo le transmitía una suerte de contrarias impresiones que traspasaba las fronteras de su entendimiento. Aceptó la firme derrota y se dejó imbuir por el eco de aquella dicción suave y enigmática que volatilizaba los últimos resquicios de su razón. Su inocencia se perdía entre los confines de un despertar incierto y relampagueante:

     —Vamos mi pequeño, mi vida, mi luz. Sufro porque no me recuerdas, porque no sientes la flameante dignidad escarlata que corroe tu interior, el acechante revelar de tu digna y verdadera esencia en su pugna por abarcar cada apículo de tu ser. Tanto tiempo esperando para hacerte partícipe de este impúdico secreto, para ofrecerte la misma dignidad que a tus amados y sufridos hermanos, todos y cada uno de vosotros habéis bebido el influjo de mis entrañas, probado las libaciones de mi prodigalidad anhelante, sentido la acechanza de mi destierro revolviéndose con inquina sobre vuestras cabezas. Hijo mío, soy tu madre, tu guía, el símbolo de tu lealtad injuriosa. No voy a hacerte daño, pues antes me entregaría a las fauces de la más ímproba pureza que traicionar la carne floreciente en el interior de mi vientre tumefacto. Así será… —Sus manos acariciaron con fruición el aniñado rostro que, sumido en simiescas ensoñaciones, revelaba una transformación siniestra y turbadora. Enarboladas risotadas se alzaron al viento al presenciar la entrega de aquella dádiva prohibida—. Es tu regalo, hijo mío. Madura, jugosa, brillante... La perfección hecha forma, el descubrimiento de tu revelada naturaleza. Deliciosa, extremadamente deliciosa. Pruébala, hijo mío, pruébala, sentirás el crepitar de tu fogosa y mágica plenitud. Tómala, hijo mío…

     El suculento néctar de la fruta prohibida defenestraba los últimos albores de su adormecida inocencia. La malintencionada curiosidad de sus cercanos parientes le acechaba en su plenitud, mostrando la exaltación de un semental sumido en el paroxismo amatorio; convulsas arremetidas agitaban con insolencia su maltratada estampa, provocando el sobresalto de la furiosa jauría. Cortantes sendas carmesís se perfilaron sobre su tez sonrosada, y rubricaban un sutil trazo de quebrados y angulosos contornos que enjironaban aquel suave lienzo tegumentario. Un refulgente reguero escarlata teñía el presente de la crispada forma, cuya retorcida rabia se daba a la luz en forma de imposibles contorsiones desdibujadas por su endémica pureza. Sus pequeñas extremidades se descomponían en una abstracta y sanguinolenta maraña de la cual exudaban unos fétidos humores. Su piel, glutinosa y escamada, ofrecía áureos destellos bajo el fulgor azafranado de las ominosas llamaradas que, cuajadas de zafiros, emergían bajo el aullido de la torturada penumbra. Liberada de su bulbosa crisálida, la aberración verme se deslizaba ante la mirada de aquella vulgar concurrencia que musitaba un disonante barullo. La avernal mesnada se enaltecía al oír la lluvia de clamores que iba in crescendo. La declamación de la conmovida madre doblegaba el temple espiritoso de la hermandad:

     —He aquí vuestro hermano, el cual era muerto y ha revivido, se había perdido y es hallado…

      El veneno se inyectaba a fuego entre la alborozada turba, dispuesta a dar buena cuenta de los supurantes y tibios vestigios. El indómito tropel conformaba una enredadera de gelatinosos y tullidos cuerpos que libaba con suma presteza los restos del pestilente mucílago. La densidad de los fragantes efluvios que preñaban la atmósfera transgredía la magna bajeza de aquella multitud que se dejaba encauzar imbuida en su delirante exaltación. El retorcimiento de las gibosas entidades acompañaba su hipnótico y concupiscible zarandeo:

      —Había de venir a juzgar la abnegación de esta madre entregada a la más servil desesperación… Había de venir a desterrar la fútil ortodoxia que le apresaba con sus capciosas cadenas… Su martillo abrirá el ojo de la bestia, consumido bajo el sino de una deflagración funesta… Ese camino por la senda del dragón nacido de sus flamas cerrará el hado del primer círculo de fuego esmeralda y carmesí… Ilumínenos la llama ennegrecida y espárzase sobre la tierra el despertar de las sombras que nutren el cuerpo y el alma… Las cuentas del desierto de edades olvidadas sobrevienen sobre la fragua de mis ojos, el lento despertar habla conmigo a través de los sueños… Obedece a tu madre, portadora de la piel de la serpiente… Az´a lico,´hucel hj´klost k´n ryélh nl´s…

     La curia crepitaba entre plañidos ante el fragor inmenso que acompasaba a la falaz parafernalia. Paralizado por el supremo horror que devoraba su combativo espíritu, Pierrot se entregó a la creciente imposición de la inmortal y lujuriosa diva:

     —Pierrot, infiel desgraciado, tu sangre es un elixir de sublime pureza, líquido manjar de los excelsos hijos de las eternas tinieblas, libación blanda y dulce que apacigua las fauces del dragón y alivia los anhelos de la diosa ramera….Una desventurada víctima, eso es lo que eres mi querido Pierrot, un insignificante mártir que carga el peso del manantial de vida que fluye en sus labios, un estigma sin historia de los tantos que se han rendido a los pies de mi señorial estampa. Mas ni yo ni mis pequeños queremos seguir siendo la causa de tu impío tormento. Debes saber que el final ya está cerca, muy cerca. Mi querido y servil amante, que fácil te ha sido precipitarte a los brazos de esta viuda negra que sólo vela por la proliferación de su eterno abolengo. Pobre desgraciado, la iniquidad de mi boca provoca en ti tal expresión de espanto que hasta resulta irrisoria, no temas ni creas que voy a ser tan cruel como para olvidar concederte la última satisfacción que tan fervientemente ansías…

     Una materialidad borrosa anunciaba su precipitada ausencia, mecida al compás de las oscilaciones que agitaban su pecho con una parsimonia arrulladora. Sanguinolentas y amargas expectoraciones sacudían su decaimiento, agravado por las brutales acometidas sufridas a manos de la rábida feligresía. Extraviado en un oasis de azoramiento, el desafortunado ser trataba de aferrarse al último resquicio de vitalidad que abatía su moribunda esencia. Un remolino de disipada confusión se filtraba a través de sus adormecidos sentidos, sobrecogidos ante la demencia del hirviente gaudeamus. Sintió la proximidad de la deseada apoteosis que se cernía sobre la máscara deforme de su rostro, obnubilado por la cercanía de aquel aroma matizado de deseo. Ante su mirada de cristal opaco, se dibujaba el vaporoso ensueño de la nívea deidad que, en un impúdico despliegue de intenciones, buscaba despertar con su voluptuosidad los resquicios de aquella fogosidad falsamente aplacada. Persuadido por el placentero engaño, se ofreció por completo a la sexualidad que el súcubo le imponía, sintiéndose extasiado a causa del embrujo de sus ardides marrulleros. Pierrot se estremecía de gozo al sentir el jugueteo implacable de aquella lengua nociva y terriblemente aplacadora; la calidez del reguero salival que lubrificaba lentamente su turbada figura, desataba el conflicto de aquel deseo inconsciente con la fuerza subversiva de un volcán en plena erupción. El contacto húmedo de los labios del súcubo, dos perfumados rubíes aguijoneados de histérica pasión, le ofrecía el paraíso, haciéndole derretirse de puro deleite con la delicadeza de aquella fricción suave que provocaba la rendición de su virilidad resucitada. La succión que acompañaba los rítmicos movimientos precipitaba la sublime y seminal satisfacción. El ilusorio telón se descorría lentamente, atestiguando el sinfín lacerante que habría de abatirse sobre su persona. El desvalido Pierrot sucumbió al delirio, no pudiendo acallar la rasgada voz que impetraba el cese de aquel martirio. Sus nervios vibraron de pánico al notar la presión de la furibunda dentellada que, con una precisión implacable, cercenó de un frío golpe los restos de su reanimada fortaleza viril. Un estentóreo bramido precedió a la brutal amputación del miembro, todavía latente, que expelía tras de sí un profuso reguero de sangre, orín y esperma. Sacudida por una famélica desesperación, la decrépita hueste acudió rauda a la llamada del placer, dejándose abstraer por el magnetismo carnoso de la viscosa mixtura. La codicia encarnizada de la contrahecha troupe se manifestaba en un ciclón de golpes, patadas y salivazos que arreciaba su ánimo turbado. El vaivén insidioso de aquella pestilente mole conmovía a la abnegada madre, cuyo regocijo se revelaba en el incandescente fulgor de los imposibles luceros esmeralda que coronaban su semblante. Un huracán de alborozo arrasaba el aliento malvado que emergía de entre la confrontada cohorte. Las huestes se dejaban avasallar por la facundia de aquella reina del desparpajo, capaz de rendir imperios bajo el yugo de su poder rutilante:

     —Con tinta de sangre indeleble, con tinta de fuego, hijos míos, vuestra madre os prodigó la luz negra, la luz que guiará vuestros pasos al otro lado, junto al camino espinoso de la verdad que gestará vuestros destinos… Hijos míos, tomad la fuerza hemática y despreciad la trivialidad de la carne peregrina, símbolo de la más vil imperfección y falsa belleza. Rasgad, profanad, mancillar la corrupción oculta bajo la pureza, y mantened la integridad de vuestra temida y todopoderosa enjundia. Empoderad aquello que yace a vuestros pies, dejad que vuestras venenosas armas atraviesen los más cobardes corazones, os conmino a aceptar esta dádiva que os ofrece vuestra señora de las sombras oscuras. H´l ´kjjpoji yihaj mn´gyo yu….

     La disonancia descargaba su chirriar entre el alboroto, propalando el retumbar de aquel persistente zumbido. Acechante del mismo modo que una fiera tentada por la cercanía de una presa fácil, el inminente asalto de la caterva se tornó en una apoteosis de aceradas dentelladas que condenaron al desventurado mártir a un oprobio eterno, y acabaron entregándole a la vana adoración del dios de la debilidad y el sufrimiento. A su garganta escapaba un murmullo quedo, delirio aplacado por el gorgoteo de su respiración leve e interrumpida; mucosas y sangrantes hebras se desparramaron a través de las comisuras de sus labios implorantes. Agonizante, acusaba las emanaciones expelidas por la templada emulsión que comenzaba a empapar sus muslos con el pastoso y pardusco pigmento. El vigor descarnado de aquel sínodo se cebó sobre su exangüe existencia, dejándola reducida a un cúmulo de humeantes vestigios, fragante y grumosa miscelánea salpicada de fluidos corporales y restos excrementicios. La aglutinada turba se degradaba en torno a los exiguos desperdicios, manjares devorados sotto voce por aquel corro discorde. 

     Entonces el ritmo acompasado de unos invisibles tambores ceremoniales rompió el hechizo que obnubilaba a la mugrienta plebe. Abrahel, la dominadora, agudizó su tono despótico y, abstraída en su irrefrenable exaltación, cargó contra la moderada barahúnda, abriéndose paso entre el caos con absoluto ímpetu. El ceremonioso ritmo se tornaba atronador y rimbombante, acompasando las genuflexiones unísonas de la plebe, exaltada por la idílica visión de la conmovida madre, testigo del reptar nervioso de la aberración verme. Magnetizado ante el rítmico acento, el cartilaginoso ser se revolvió pletórico, apurando los glutinosos deshechos entre intensos sonidos de deglución. La voz del súcubo, rota por el quebranto, se desgajó en una áspera vehemencia:

     —He aquí tu primera ablución, hijo mío, Tanin´iven Liftoach Nia, tu espada se abrirá camino a través de las barreras cósmicas, tu sueño de sangre te ha liberado de tu ceguera perpetua… Tu camino ahora te conduce más allá de las limitaciones de la vida y la muerte, las llamas surgen ahora de la eterna oscuridad de la fosa… Hijo mío, tu peregrinación acaba de dar comienzo, deja que tus llamas flameen libres en el camino de la ascensión oscura, el sol negro se elevará en la noche y mi voz proclamará el regocijo de tu llegada… Zadsna jk´legen ifthoavha azhot, ic… éste, mi hijo, se ha liberado de su índole oprobiosa…

     Un aluvión de vítores celebraba la grandilocuencia de la diosa del infinito deseo que contoneaba su delicioso abolengo, acuciando el feroz despliegue de su voluntad demiurga y desafiante. Su exuberancia bullía, atenazada por la veneración de aquella plétora enloquecida. La congregación, vibrante y ahíta de manjares, conformaba una masa ondeante, presa de una euforia mística, que se deshacía ante el clamor de los solemnes redobles. Su actitud, sumisa y embaucadora, revelaba la prosperidad derivada del laureado advenimiento. Sabiéndose dueña y señora de la sombra que cubría el destino de aquellas vidas, Abrahel, la madre, el súcubo, la reina de los innominados placeres, se sometía a la firme predilección de aquella mezquina lacra. Ella padecía el latido de la flor uterina que se revelaba en su escondido vergel, ella sentía, por los siglos de los siglos, el peso y la acritud de aquella fecundidad perenne. 



Lady Necrophage