Asentí. Había captado la idea.
Saltando de sepulcro, «¡Perdón!», en sepulcro, «¡Perdón!», nos alejamos de las calabazas. De la caseta. De Vicente.
Volvimos la vista: la distancia y la superposición de estructuras nos impedía ver la caseta.
¡TIRURITUTIII… TIRURITUTIIII...!
La musiquilla, tan inoportuna como diáfana, salía de mi mochila.
–¡Tu madre!
–¡Mi móvil!
Aterrado, pulsé todos los botones que encontró mi dedo. Todos menos el que debía, porque…
¡…TIRURITUTIII… TIRURITUTIII…!
–¡Shssss! ¡Apágaloooo…!
–¡No grites, que nos van a oír!
¡…TIRURITUTIII… TIRURITUTIII…!
Una estridente voz, semejante a un chirrido metálico, interrumpió nuestra pelea con la electrónica:
…¡HALLOWEEEH!...
Una calabaza nos observaba sin dejar de votar. Estalló una súbita detonación tras ella. Humo y llamas.
–¿Q, qué es eso…?
–Es… en la caseta.
Los votes de la calabaza se hicieron más altos y su expresión, si cabe, más feroz.:
…¡HALLOWEEEH!...
Reanudó la caza.
18
Dimos media vuelta y…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
…emprendimos la huida. Los latidos se confundían con los jadeos.
De repente, surgiendo de las tinieblas, otra calabaza…
…¡HALLOWEEEH!…
…nos cortó el paso.
–¡Por aquí! –exclamó Álex señalando una avenida perpendicular a la nuestra, ya rebasada. Retrocedimos.
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
Incomprensiblemente, las calabazas aminoraron el ritmo de la persecución. ¿Por qué? Para mayor sorpresa y desconcierto, desembocamos en la rotonda ajardinada. Al fondo, la verja principal y la carretera.
¡¿Nos dejaban escapar?!
–¡¡Salvados!! –exclamé con infinita alegría.
–¡¡Lo conseguimos!! –chilló Álex con voz quebrada.
Corrimos hacia la salvación:
…CRUNCH, CRUNCH, CR…
Una tercera calabaza, aparecida de repente, se interpuso entre la verja y nosotros. Volvimos a la rotonda. El pérfido juego llegaba a su fin: las calabazas habían interceptado todas las avenidas (escapatorias) que confluían en nosotros.
Estábamos rodeados.
Se aproximaban con botes lentos y cortos. No sólo no permitían nuestra huida (como ingenuamente habíamos supuesto), sino que, además, como si de una manada de crueles gatos se tratase, disfrutaban con el sufrimiento de los indefensos ratones.
Sus grotescas sonrisas se estiraron de manera imposible:
…¡HALLOWEEEH, HALLOWEEEH!…
Casi sin darnos cuenta, nos metimos en el ajardinado redondel. Espalda contra espalda, y con la única defensa del herbicida de nuestros respectivos pulverizadores, presenciamos con aterrada fascinación el estrechamiento del cerco. Pronto nos reuniríamos con Vicente…
«No permitiré que corráis la misma suerte que mi hija».
…y Rosario, la chica más guapa del mundo.
Tropecé con algo. Caí sobre el césped y las flores.
19
Bajo mis pies, semienterrado en el lodo, el farol de Vicente. Apagado. Lo cogí mientras me levantaba.
–¡S, se acercan…! –gimió Álex.
Las calabazas, muy juntas ya, estaban a pocos metros. Su intenso hedor llegaba hasta nosotros.
…¡HALLOWEEEH, HALLOWEEEH!…
Aferré la cruz del rosario.
«No temáis. (¡Estaba… caliente!).Tened fe».
Bajé la vista y advertí que el rosario, colgado de mi cuello, emitía un resplandor intermitente. Sus cuentas, ensartadas muy juntas, semejaban…
¡DIOS…
…semejaban…
…MIO!
–¡Álex!.
Miró de reojo, un instante:
–¿Q, qué significa eso?
–¡¿No lo ves?! ¡Son ellas!
–¡¿Las calabazas?!
–¡Sí!
Se habían detenido. Muy cerca. Nos observaban sin dejar de botar:
…¡HALLOWEEEH, HALLOWEEEH!…
Un repentino y extraño hormigueo recorrió mi mano. Levanté el farol.
«¡¿Qué más?! ¡¿Qué más puede pasar?!».
Su puertecilla se abrió. Lentamente. Sola.
Entonces recordé.
«…la luz. Aunque alumbra como el fuego, sólo ella ilumina».
Y comprendí:
Sólo la Luz te salva del Infierno.
Introduje el rosario, sarta de diminutas calabazas, en el pequeño receptáculo de hierro y cristal. La puertecilla se cerró. Lentamente. Sola.
Lo levanté sobre mi cabeza. El parpadeo luminoso del rosario se hizo más intenso.
De improviso, el coro de chirriantes voces fue bajando el tono hasta enmudecer. El desconcierto primero, y la zozobra después, hicieron que las macabras sonrisas desapareciesen.
–¡¿Qué les pasa?!
–¡¡Es la Luz, Álex!! ¡¡La Luz!!
El farol, colgado de mi mano, se había convertido en un potente foco. Álex y yo nos descubrimos mirándolo… directamente. Sin ceguera. Sin sufrimiento. Para ellas, en cambio, su contemplación suponía un auténtico martirio:
…¡¡¡HALLOWEEEH!!!...
De súbito, fibrosas raíces brotaron en sus flancos, uniéndolas entre sí. Las llamas de su interior, devoradoras insaciables, comenzaron a aflorar convirtiéndolas en torturadas bolas de fuego:
…¡¡¡HALLOWEEEH!!!...
El humo de la combustión ascendía dibujando efímeros y sinuosos semblantes. Dos de ellos quedaron flotando frente a nosotros.
Eran Vicente y Rosario.
Sonrieron felices antes de disiparse en las alturas.
A nuestro alrededor, el rosario de calabazas se consumía:
…¡¡¡HALLOWEEEH!!!...
La luz del farol (del rosario), sujeta sobre mi cabeza, osciló varias veces antes de estallar en un fogonazo blanco que lo llenó todo.
20
Lentamente, la nada lechosa fue oscureciéndose hasta convertirse en penumbra. Sobre el horizonte, un suave y resplandeciente hilo dorado. La noche de Halloween, tiempo de sombras y misterios, de pesadillas y vigilias, llegaba a su fin.
Álex y yo nos levantamos del barro al que habíamos caído:
–¿Estás bien?
–Eso creo –contesté sujetándome la cabeza. Recogí el farol, intacto. Sin el rosario.
A nuestro alrededor, sobre la gravilla, había quedado impreso el negativo calcinado de las calabazas.
21
La caseta era un perímetro de pocos ladrillos irregularmente devorados por las llamas. Dentro, el intenso calor había actuado sobre las diversos materiales: fusión, incineración, evaporación…
En cuanto a Vicente…
Su espíritu, ya liberado, demostraba que no había podido escapar de las calabazas. Pero, ¿dónde estaba su cuerpo?
¿Había sido totalmente devorado por el fuego? ¿Era posible que no quedase ningún vestigio de él?
–Puede que saliera por detrás, como nosotros, y lo cogieran en otra parte –aventuró mi amigo.
Depositamos el farol. Como ofrenda.
–Es hora de marcharnos –suspiró Álex. El cansancio, físico y emocional, se reflejaba en su rostro.
–Aún no. Queda algo por hacer.
Me acompañó hasta la rotonda.
–Ayúdame –le dije mientras empezaba a cortar flores.
Entre los dos formamos un hermoso ramo de campanillas de otoño.
22
A la luz del día de Difuntos, no fue difícil encontrarla. Era la misma y era distinta. Sus rasgos eran tan hermosos como felices. En la fotografía de la lápida, sus ojos estaban llenos de vida.
«La princesa ya no está triste».
–Seguro que le gustan.
Un débil y breve fulgor titiló en su cuello: lucía,…
…¡el rosario desaparecido!
Me agaché para depositar el ramo al pie del nicho y entonces lo vi.
Tuve que apoyarme para no caer.
Álex, inquieto, advirtió mi azoramiento:
–¿Qué…
Atónito, no pudo terminar la frase.
El difunto que ocupaba el nicho inferior al de Rosario era…
23
…¡¡Vicente!!.
La fecha de la lápida anunciaba que había muerto el mismo día que su hija: ¡un año atrás!
Por tanto, como imaginamos la primera vez que lo vimos, farol en mano, Vicente era (había sido)…
…¡¡un fantasma!!
En la fotografía, su rostro, como el de su hija, reflejaba una dicha inmensa.
Estaban con la Luz.
24
Camino de la verja,…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
…reparamos en la puerta de la humilde casa adosada a la tapia. Estaba entreabierta.
Imposible resistir el impulso. La movimos. Sus bisagras chirriaron.
Para nuestra (enésima) sorpresa, la morada de Vicente, la misma en la que yo me había repuesto del desmayo, la misma en la que habíamos compartido mesa y chocolate caliente, estaba vacía.
La ausencia de enseres, el polvo acumulado y el olor a humedad indicaban que llevaba mucho tiempo deshabitada.
Al menos un año.
Entramos.
Tirado en el suelo, viejo y amarillento, un periódico. Su cabecera, dos palabras impresas con solemnes mayúsculas:
«GACETA LOCAL»
Una súbita corriente de aire lo abrió. Las páginas aletearon, frenéticas, durante unos segundos.
En la página derecha, encajada entre las columnas de texto, la misma fotografía enmarcada que Vicente nos mostró horas (siglos) antes. Arriba, un titular:
«NUNCA SIN TI. PARA SIEMPRE CONTIGO»
En cuclillas, sin atrevernos a tocar el papel, seguimos leyendo:
«Ayer, día de Difuntos, fueron encontrados, a primera hora de la mañana, los cuerpos sin vida de Vicente, el sepulturero, y de Rosario, su hija. Según el jardinero del cementerio, autor del hallazgo, “la chica estaba tendida en el suelo y su padre, con un rosario entre las manos, reposaba de rodillas, sobre ella”.
Se cree que la pequeña ha sido víctima de una dolencia cardiaca.
“Vicente ha muerto de pena”, declara el jardinero».
25
Salimos cabizbajos, perdidos en nuestras cavilaciones.
Un torturado chirrido metálico…
«¡¡Las calabazas!!».
…nos sobresaltó.
Era la verja de entrada. Se estaba abriendo. Lentamente. Sola.
El cementerio (abarrotado y, al mismo tiempo, sin nadie) nos despedía. No así a Chucky y a Freddy Krueger. Éstos quedaban allí, enterrados para siempre.
Nos dirigimos hacia aquélla,…
…CRUNCH, CRUNCH, CRUNCH…
… y la cruzamos.
A nuestra espalda, silencio y quietud. Delante, el creciente tráfico de la carretera.
26
Llegado este punto, podría pensarse que aquí termina nuestra asombrosa historia. Pero no es así.
Antes o después, alguien, en alguna parte, volverá a encontrar una calabaza cuyas pepitas tengan unas extrañas manchas con forma de calavera.
Si el involuntario descubridor es un adulto gris, como yo lo soy ahora, pensará, atareado y desdeñoso, que tiene cosas más importantes y serias a las que dedicar su tiempo.
Pero si es, como diría Vicente, un chaval de doce años y tiene la imaginación y el valor suficientes, ocurrirán tantas y tan extraordinarias cosas que, incluso sus protagonistas, se resistirán a creerlas. Contrarias a la razón y a la lógica, serán, al mismo tiempo, ciertas e inolvidables. «No puede suceder. Sin embargo, lo estoy viviendo», pensarán.
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