viernes, 15 de septiembre de 2017

Dime que me quieres




"Dime que me quieres" es un relato del autor Madrileño Pablo Cajas, uno de esos escritores con la suficiente ambición para no parecer ambicioso y dejarse disfrutar, además de ser un gran amigo. Bienvenidos a Caosfera. Entren libremente por su propia voluntad, y dejen parte de la sangre que traen...



Y yo se lo digo sin titubear, aunque en mí ya no suene como antes. Se lo digo sin mirarle a los ojos, mientras mantengo la vista despistada en un horizonte que no existe, se lo digo a la par que apuro un cigarrillo, mientras con mi dedo índice pinto garabatos de sangre en el cuerpo de la muchacha que yace tendida a nuestro lado.

   —Te quiero, Kasha —susurro entre maldiciones por vomitar esas palabras que han cambiado mi vida.

     Ella acerca sus labios teñidos de escarlata a los míos y yo los beso. Tienen un regusto metálico, el inconfundible sabor de una nueva vida que ha sesgado; la de esa joven prostituta que, desnuda, se dispone a reposar el sueño eterno en nuestra cama, sobre ese plástico colocado de forma estratégica para no manchar la colcha. Kasha se levanta y la observo contonear sus caderas, desnudas y perfectas, cuando se dirige hacia la cómoda. 

    Aprieto mis labios y trato de reprimir un sollozo o un vómito, quizás ambas cosas. Adivino sus intenciones a su regreso, con ese maldito dedal de oro que simula un aguijón coronando su dedo meñique, y yo me maldigo de nuevo al recordar el día que se lo regalé. La muchacha inerte se estremece, quizás en un espasmo post mortem, cuando el pequeño rejón dorado atraviesa la carne de uno de sus pechos.

       —Vamos, bebe —me invita.

    Para Kasha, cuyo verdadero nombre es Almudena, la vida de sus congéneres perdió valor hace mucho tiempo; tal vez el primer día que probó la sangre humana a modo de alimento. Aunque, a pesar de lo que pueda parecer, Almudena no es un no muerto. Se hace llamar Kasha porque, según la mitología japonesa, de la que ella es fan ferviente, con ese nombre se conoce a una raza de chupasangres carroñeros que se alimentan de cadáveres en los sepulcros; también porque suena parecido a Akhasa, que es la reina de los vampiros en la saga de novelas de Anne Rice. No, ella no es un vampiro porque los vampiros no existen, tal y como le he tratado de hacer ver desde hace años, cuando nos conocimos. Sin embargo, lo que sí existe es una patología conocida como síndrome de Renfield; denominación que hace referencia al personaje desequilibrado mental y siervo de Drácula que aparece en la obra de Bram Stoker: un comedor compulsivo de moscas y arañas cuyo fin era el de absorberles su fuerza vital. Según me documenté, quienes sufren de este mal ven despertar su excitación sexual al observar, sentir o ingerir la sangre; exista o no el autoengaño de creer ser un vampiro. Pero con este tipo de episodios, Almudena ha ido un paso más lejos en la sintomatología de este trastorno mental que la psicología clínica identificó hace ya un par de décadas. En el transcurso de los años no le ha bastado con experimentar a través de sus aberrantes prácticas sexuales, haciéndome en ocasiones partícipe de ellas; de dormir en ese ataúd, el cual me vi obligado a arrastrar de madrugada hasta nuestro adosado para evitar los chismorreos de los vecinos; de obligarme a comprar en la carnicería de nuestro barrio la sangre de los animales que despiezan en el matadero municipal para prepararse esos asquerosos brebajes de hemoglobina. No, aquello no resultaba suficiente y yo, muy a mi pesar, intuía que su enfermedad se agravaría con el tiempo desde el momento en que se negó a recibir ayuda especializada.

     —¡Bebe, mortal! ¡Bebe de ella! —me grita.

    Y yo la obedezco, como he hecho siempre, porque en el fondo creo que estoy igual de enfermo que ella, porque encuentro un placer morboso en este juego de sumisión cruel al que me tiene sometido. La sangre de la muchacha aún mana caliente de su pezón, empapando mi paladar y recorriendo mi garganta. Mónica, creo recordar que se llamaba así, ya ha muerto como lo hicieron las anteriores; lo sé porque su néctar cada vez está más frío. Almudena se había encaprichado de ella días atrás, cuando la vimos al pasar con nuestro Saab junto a aquella rotonda a las afueras de nuestra barriada, cerca del puente de Vallecas. Según nos comentó la cría, previo a desnudarse y dar rienda suelta a las libidinosas fantasías de Almudena, comenzó a vender su cuerpo recién cumplidos los diecinueve años -de eso hacía ya un par de meses-, porque pretendía ahorrar para irse a Hollywood, lugar donde tenía un amigo productor de cine porno que podía introducirla en ese mundillo y convertirla en una estrella. Cuando su cuerpo serpenteaba sobre mí, antes de llegar al orgasmo, Almudena se acercó por detrás y le atravesó la carótida con un abrecartas cuya empuñadura simulaba un murciélago de alas desplegadas; un suvenir adquirido durante una escapada a Transilvania, capricho que nos dábamos muy de tarde en tarde y siempre que nos lo permitía nuestra economía. La joven prostituta derramó sobre mí su sangre a la par que yo me derramaba en su interior, perdiéndose así, junto a su existencia, sus efímeras fantasías de photocall y papel cuché. Aquel ménage à trois fue el último servicio de la pobre Mónica, la última víctima y capricho de Almudena. Antes hubo otros: un matrimonio de jóvenes sudamericanos con el que coincidimos en un club de intercambio de parejas, Edison Miguel y Carmen María; la estudiante ucraniana a la que conocimos en un chat de contactos, Svetlana; también Julián, el maniático de las películas de terror que encontramos en una convención de fanáticos del vampirismo. Tantos que ya me cuesta recordar sus nombres.

     —Dime que me quieres —me susurró en el cine veinte años atrás, en pleno metraje de la versión de Drácula que dirigió Coppola. 

     Y yo se lo dije sin titubear, mirándole a los ojos, apartando de su cara un mechón de cabello que me obstaculizaba besarle los labios. Labios que, por aquel entonces, no sabían a muerte.

     

     La conocí un par de semanas antes en un tugurio, cerca del barrio de Malasaña, que yo solía frecuentar al salir de la fábrica donde trabajaba como aprendiz de tornero. Sentí su embrujo desde el primer instante en el que se cruzaron nuestros destinos, cuando me miraba y sonreía; ya fuera tras la barra, poniendo copas o bailando sobre aquella tarima, cuando hacía las veces de gogó. Aquel era el sueño de cualquier “pagafantas”, salir con la espectacular camarera del garito donde tomas cervezas. Fui la envidia de muchos. Pero Almudena, o Kasha, no era mujer de un solo hombre, me lo dejó claro desde el primer momento, aunque aquello, lejos de importunarme, provocó en mí una excitación morbosa que hasta entonces desconocía. 

    —No podemos ser novios, ¿pretendes que paseemos cogidos de la mano por el parque? Yo no soy así —Y yo creí morir cuando esas palabras se me clavaron, con el mismo brío con el que el profesor Van Helsing hundía sus estacas en el pecho de los vampiros que tanto admirábamos—. Pero si lo deseas serás mi siervo, ¿acaso Drácula no posee uno? 

     Recuerdo verla sacar una pequeña navaja de su bolso, la que usaba para cortar el hachís que por aquel entonces fumábamos y hacerse un corte en la palma de su mano. 

     —Bebe de mí y vivirás para siempre —me dijo acercando su diestra a mis labios. 

     Y yo bebí, y así simulé sellar un vínculo con mi dueña no muerta sin sospechar que esa unión sería más real y letal de lo que jamás hubiera imaginado. 

    Junto a Kasha me sentía anulado, hipnotizado, sometido; no era más que un títere en sus manos. Si el poder vampírico realmente existía nunca cobró mayor sentido como en aquellos días. 

    Nos hicimos asiduos de clubs liberales donde sombras anónimas refocilaban entre gemidos y luces de neón. El ritual siempre era el mismo, ella danzaba en medio de la pista mientras un corrillo de individuos ávidos de sexo la despojaba de sus ropas; luego, de uno en uno o entre varios, la poseían. Se sentía excitada al ser observada, con más motivo si el voyeur era yo. A veces participaba, otras simplemente me limitaba a mirar. Luego, agónico por los celos y tras vestirme, la esperaba fuera fumándome un cigarrillo mientras me preguntaba qué clase de hombre se dejaría humillar de esa forma por su pareja; así hasta recordar que no manteníamos ese tipo de vínculo convencional, que yo no era más que un pelele sometido a su voluntad y, lo que era aún peor, que a mí aquella situación me gustaba.

    —Dime que me quieres —me susurraba cuando, exhausta de sexo, aún sudorosa y oliendo a otros hombres o mujeres, se acercaba a mí al finalizar cada orgía.

     —Te quiero, Almudena.

  Le contestaba a veces jocoso, pues sabía que ella detestaba el nombre con el que fue bautizada. Acto seguido me abofeteaba. Supongo que esa era mi forma de rebelarme, de hacerle ver que aún no era suyo del todo, que aún me quedaba un ápice de dignidad.

   —Kasha, gusano. Me llamo Kasha —me corregía siempre.

    Ella se convirtió en la piedra angular de mi existencia, lo único que daba sentido a mi vida. Hasta tal punto fue esto que, cuando me hallaba rodeado de personas distintas, me sentía aislado, vacío, nervioso; era un yonqui de su cuerpo y de su alma podrida, aunque a menudo dudaba que poseyera una. Con el paso de los años fui alejándome poco a poco de mis allegados, ni siquiera en mis momentos de soledad, los días que ella desaparecía para irse por ahí con otros, fui capaz de descolgar el teléfono para preocuparme por mi familia o los pocos amigos que me quedaban. Mi existencia le pertenecía, yo no era más que el perro fiel que esperaba tras la puerta de casa la llegada de su dueña.

     —Deseo probar la sangre.

     Eso fue lo único que dijo un buen día, tras haber pasado dos semanas desaparecida. Unas palabras que supusieron un punto de inflexión en nuestra tortuosa relación, si es que se podía llamar así. No tenía bastante con haber contaminado nuestro hogar con toda una suerte de elementos decorativos que la asemejaban a una especie de museo de la iconografía vampírica: posters, maquetas, mobiliario propio de la mansión de la mismísima familia Addams y, por supuesto, ese detestable ataúd donde pasaba las horas del día recostada. Aquello suponía dar un paso más en una afición que ya rayaba la obsesión. Por supuesto era yo, como sirviente leal, quien debería seguir adquiriendo la sangre y, con cara de gilipollas, soportar las miradas inquisitivas del carnicero, de los clientes y de las cajeras del supermercado que, de cuando en cuando, me preguntaban con ironía si me la envolvían para regalo. Yo siempre me excusaba aludiendo a las excelentes propiedades vitamínicas que posee la casquería y al amplio juego culinario que ofrece; de hecho no erraba en esta última afirmación porque a través de internet descubrí un sinfín de variantes para cocinar la sangre: frita al vino blanco, frita con cebolla, frita a la riojana, frita con pasta…

     —Deseo probar la sangre cruda, líquida, como hacen los auténticos vampiros.

     Ese fue su nuevo propósito y yo, lejos de frenarla y ante el temor de perderla, me limité a contemplar cómo se preparaba sus cócteles de savia humana con la misma naturalidad con la que yo me preparaba un gazpacho.

    —Deseo probar la sangre humana, no puedo alimentarme durante toda mi existencia de animales; eso va contra la naturaleza de un depredador sobrenatural. ¿Acaso no recuerdas la conversación que mantuvieron Lestat de Lioncourt y Louis de Pointe du Lac?

     Sí, la recordaba. Es difícil olvidar el pasaje de una película que te han obligado a ver cuarenta y siete veces, según mi último recuento. En Entrevista con el vampiro el psicótico vampiro Lestat, hastiado de su solitaria vida inmortal, decide otorgarle el don de la eternidad a Louis, un joven terrateniente con sentimiento de culpa por la muerte de su hermano. Pero Louis demostró que no era un vampiro al uso, pues renegaba de su existencia de asesino inmortal y saciaba su apetito alimentándose de la sangre de ratas y gallinas. Esto sacaba de quicio al pérfido Lestat que siempre recriminaba la actitud de su compañero tratando de convencerle de que un auténtico vampiro debía alimentarse de sangre humana.

    De modo que ahí estábamos los dos, visitando clubs clandestinos de fetichismo y sadomasoquismo donde Kasha se deleitaba torturando a otros súbditos ocasionales a los que desangraba con disimulo para alimentarse; siempre disfrazada con su atuendo de vampiresa clásica, como si se tratara de una diva recién salida de una vieja película de la Hammer. 

     No tardó en labrarse una reputación en esos círculos de depravación; La Bathory de Madrid, la condesa de Vallecas…, estos y otros sobrenombres que alimentaron su ego y, lo que era peor, su demencia. 

     —Su amiga es increíble —farfulló en una ocasión un tipo magullado, enano y tatuado con un bozal de cuero que se me acercó entre las sombras—. No sabe usted la suerte que tiene.

     Pero aquello tampoco la satisfizo. Necesitaba más.

   Fue una madrugada, al regresar de una de nuestras bacanales, cuando al pasar por un callejón nos salió al encuentro un muchacho que portaba una navaja. 

    —¡Dadme la pasta, sin gilipolleces! —nos gritó blandiendo el metal que relucía como un relámpago a la luz de la luna.

  Tras quedarme paralizado, mirar a mi alrededor y comprender que los escasos transeúntes no moverían un dedo para auxiliarnos, me dispuse a entregarle mi billetera con la vaga esperanza de que el delincuente tomara el dinero y nos dejara en paz. Pero Kasha se adelantó con una reacción que ni en mis peores pesadillas habría imaginado, como supongo que tampoco se la habría imaginado aquel pobre desgraciado. Saltó sobre nuestro asaltante y le cercenó la yugular de un mordisco. Pero no contenta con eso, comenzó a dentellear y sorber el flujo que manaba con ímpetu del gaznate de aquel miserable. La imagen del reguero de sangre oscura bajo la luz de la luna me atormentó durante semanas. Esa era la primera vez que veía cómo mataban a una persona, y no sería la última.

     Los ecos de las sirenas de los coches patrulla me sacaron de mi trance, no había tiempo que perder. Agarré de la cintura a aquella bestia que una vez fue mi amada y la cargué sobre mis hombros sin prestar atención a los chillidos de los espectadores que contemplaban estupefactos la escena. Corrí como nunca, haciendo acopio de unas fuerzas que en mí creía ajenas, dejando atrás los gritos que finalmente tornaron en silencio. Exhausto, caí de rodillas al suelo y no alcé la mirada hasta que una mano tocó mi barbilla. Kasha me miraba con ojos que refulgían en la noche como los de una alimaña, mientras su sonrisa de dientes blancos se abría hueco en su rostro teñido de oscuro carmesí. Entonces dijo algo que jamás olvidaré:

    —Ahora soy una auténtica hija de la noche, una nosferatu.

     Ese fue su bautismo de sangre. 

  Durante semanas pensé que tarde o temprano las autoridades nos acabarían encontrando, esperaba que en cualquier momento alguien irrumpiera en nuestro hogar para abatirnos a tiros. Y de no hacerlo la policía, algún compinche de aquel pobre infeliz daría con nuestro paradero. Sin embargo no sucedió nada.




     —Ya sabes lo que debes hacer ahora —Me dice Kasha.

     Sí, lo sé. Envuelvo el cuerpo de Mónica en el plástico y lo arrastro hacia la bañera. En el cuarto de baño dispongo de los utensilios necesarios para liberar su alma impura: una estaca de madera de rosal que clavaré en su corazón y una sierra que utilizaré para cortar su cabeza. Luego, de madrugada y rezando para que ningún vecino noctámbulo me vea, llevaré los restos a un descampado donde me encargaré de incinerarlos y darles sepultura. Kasha insiste en seguir el ritual común de exterminio vampírico instaurado en sus orígenes por el profesor Van Helsing, archienemigo de Drácula, y de cuyos métodos se ha documentado en un sinfín de películas. Según ella, así evitamos que sus víctimas puedan resucitar convertidas a su vez en nuevos chupasangres. Juro que he tratado de convencerla de que eso no sucederá, de que los jodidos vampiros no existen, de que debemos poner freno a esta locura, de que no está bien lo que hacemos; pero antes de que pueda emitir juicio alguno ella siempre pronuncia ese sortilegio que me hace suyo:

     —Dime que me quieres.

   Y yo se lo digo sin titubear, aunque en mí ya no suene como antes. Se lo digo sin mirar sus ojos, mientras mantengo la vista despistada en un horizonte que no existe. Se lo digo mientras pienso en clavar una estaca en su corazón y brindarle la muerte que tanto anhela, el único final posible para un auténtico vampiro.

Pablo Cajas Millán








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