Esta semana Caosfera recibe a Jorge Zarco, habitual de las filas de Splatterpunk, página de género dirigida por Vicent Hammet. Jorge nos habla de la indiscutible deuda del mítico cineasta George A. Romero con el genial escritor Richard Matheson.
El cineasta de Pittsburg (Pennsylvania) George Aaron Romero (1940-2017), siempre tuvo una deuda pendiente con el escritor fantástico y guionista de origen noruego Richard Matheson (1926-2013), forzoso manipulador de su propio legado en muchas ocasiones; ya fuera por cuestiones de trabajo u obligado a intentar evitar las consecuencias de las abominables adaptaciones que solían tener sus obras a manos de guionistas y cineastas sin talento o infectos productores y divos sin escrúpulos. ¿Han oído hablar de una abominación llamada Soy leyenda, de Will Smith, o cómo manufacturar un pestilente engendro por y para fundamentalistas religiosos a partir de una pieza dramática escrita por un ateo? El pobre Matheson debe estar revolviéndose en su tumba… Sí señores, Hollywood es una cloaca y hay ciertos guionistas (Akiva Goldsman y sus 40 estafadores) cuyo trabajo apenas vale el papel y la tinta que gastan.
Richard Matheson escribió la revisión de Edgar Allan Poe que ideara Roger Corman en la década de los sesenta —¿dónde estás, Tim Burton? ¿Buscas ideas para remakes que valgan la pena?—. También escribió una adaptación de su Soy Leyenda para el gran Terence Fisher, responsable de los mejores Drácula de Christopher Lee para la mítica Hammer —cuya credibilidad para los estudios cayó en picado por culpa de su incorregible alcoholismo—. Ahí acabó el sueño de Matheson, la posibilidad de ver su obra maestra literaria adaptada por fin en condiciones de admirable dignidad fílmica.
Matheson tenía un soberbio cuento corto, Hijo de sangre (Drink my red blood), en el que hablaba de la obsesión de un niño con la idea de convertirse en vampiro, y las consecuencias que esto tiene en su entorno más inmediato; hostilidad, relativamente justificada aunque monstruosa, hacia un inadaptado que no muestra su lado más inquietante hasta ciertos coqueteos dialécticos con el síndrome de Reinfield u obsesión con la ingesta de sangre, animal o humana. Es entonces cuando la “necesidad” de eliminarlo en aras de la seguridad de la comunidad se hace más fuerte. El relato sigue un desarrollo realista durante una gran parte del mismo, y no es hasta el último tercio que el fantástico hace acto de presencia, de ese modo característico, marca de la casa, en que Matheson sabía incluirlo. Aún quedaban bastantes años hasta la llegada de Jack Ketchum y la crudeza ultrarealista.
En 1978, George A. Romero se disponía a rodar la adaptación de la novela de Stephen King, Salem´s Lot, pero el director, en plena vorágine zombi, abogó por incluir la violencia del relato original y el festín ultragore que el encargado de los efectos especiales, el gran Tom Savini, había preparado para la ocasión, lo que obtuvo una respuesta negativa por parte del estudio que llevó el proyecto por derroteros bien distintos. Ya como una producción para la pequeña pantalla, con un presupuesto inferior, lo primero en cambiar fue la mano que había capitaneado la adaptación desde el principio; el tejano Tobbe Hooper, de carácter mucho más manejable, fue el encargado de sustituir a Romero, aunque se rumorea que hubo otro grande tras la pista de esta adaptación, nada más y nada menos que John Carpenter.
Sobre el interés que llevó a Romero a coquetear con esta adaptación sabemos que entre 1975 y 1976, había rodado en su Pittsburg natal una insólita aproximación al vampirismo que presentaba el mito como una ambigua enfermedad cercana a la porfiria. Desprovista de todo elemento fantástico y asumiendo al vampiro como una criatura totalmente “realista”, Martin (1976) es una rara avis, un perro verde tanto dentro del fantástico de los setenta como en la filmografía del padre del zombi moderno. En un principio, Romero decidió darle un tratamiento barato, en unos dieciséis milímetros hinchados posteriormente a treinta y cinco, y que en el proceso de revelado adquirirían un blanco y negro granuloso cercano al cine expresionista del alemán Murnau, al que tanto admiraba y cuyo magistral Nosferatu (1922) sirvió de principal referencia, pero Richard P, Rubinstein, el tío que ponía la pasta, se negó. El blanco y negro no vendía en los setenta; habría desconcertado a los espectadores (o eso decía Rubinstein).
Otro elemento original que acabó mutando fue la idea de hacer de Martin un anciano. Romero había tropezado con un talentoso actor adolescente, John Amplas, aficionado a montar y dirigir sus propias funciones teatrales y que por aquel entonces trabajaba en una obra sobre el mártir romano Philemón. Romero quedó impactado al instante por la fuerza y el dramatismo que desprendía el trabajo de Amplas; una especie de James Dean local —salvando las distancias—, que terminó convirtiéndose en el gran acierto de esta película rodada con cámara en mano, estética de documental, cercana al cinema verité de la época, y un elenco de actores desconocidos o pertenecientes al círculo íntimo de Romero, como Tom Savini, encargado de interpretar al novio resentido y sin trabajo de la protagonista, o el propio Romero, que hizo de sacerdote. El retrato del escenario, donde conviven inmigrantes de Europa del este, recuerda al mostrado por Michael Cimino en su pieza maestra, El cazador.
La historia nos habla de un chico de quince años que cree tener ochenta y siete. En el tren nocturno de camino a Pittsburg, ataca y droga a una mujer madura, sodomiza su cuerpo y corta sus venas con una cuchilla de afeitar. Luego bebe su sangre mientras viola el cadáver, buscando, tal y como recalca el personaje, algo de amor en sus víctimas. Un tema realmente espinoso que hoy en día, lejos de aquel libre-libertino 1976, haría gritar de indignación a la mayor parte del público. Rodada con apenas 100.000 dólares de presupuesto, Martins fue demasiado lejos incluso para la censura de la época, que dejó constancia de su paso por el metraje del film, o para la codicia de Rubinstein, artífice de la importante amputación final que sufrió la primera versión del montaje, y que convirtió las tres horas iniciales en poco más de noventa minutos. Tras dos años de reajustes, Martin se estrenó por fin en 1978, entre críticas elogiosas, mientas la gran obra maestra de su director, Zombie, terminaba su rodaje y se disponía a arrasar en los cines.
Sí, Romero le debía mucho a Matheson, como todo aficionado al terror crecido en la década de los cincuenta o sesenta. Ahora, nuestra deuda como aficionados es doble.
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