¡Nuevo relato splatterpunk! Hoy os presentamos a Carlos Enrique Saldivar, director de la revista impresa Argonautas y la revista de ficción brevísima Minúsculo al cubo, además del fanzine físico El horla. También es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero negro, además de finalista de los premios Andromeda, en la categoría ficción, amén de muchos otros certámenes. Carlos Enrique os invita a presenciar un nacimiento que jamás podréis olvidar...
—¡Carajo! —gritó Juana en aquel hogar que siempre fue ruidoso, turbulento.
Además de ella, solo estaba ahí su hermano pequeño Julio, de trece años.
—¡Carajo! ¡Ay, mierda! —volvió a gritar, y continuó chillando toda la tarde mientras Julio se entretenía mirando un película de zombis bastante aterradora, no acorde con su edad, en la cual una hermosa joven de cabellos rojos y cortos se quitaba sus ropas y se ponía a bailar desnuda sobre las tumbas de un cementerio.
«Empieza la mierda, empieza la mierda», se decía Julio a sí mismo, cuando se hacía más intenso el zumbido dentro de su cabeza. Todo le dio vueltas, sintió nauseas. No obstante, el malestar acabó con rapidez y el chico siguió disfrutando del film.
La chica de diecisiete años gritaba con desesperación, aún se quejaba cuando cayó al suelo, no paraba de chillar. Había intentado llamar a sus padres para que llegasen temprano y le trajeran algún medicamento que calmase sus dolores, pero el teléfono no funcionaba, estaba muerto. Qué raro. Un día antes llamó a su enamorado para que viniera a verla hoy aprovechando la salida de sus progenitores. No pudo hablar con él, pues no estaba en su casa, Juana le dejó un mensaje en el contestador, le dijo que le devolviera la llamada cuanto antes.
Volviendo al día de hoy: insistió con el teléfono, quiso llamar a una amiga; por desgracia, el aparato no servía, ¿se le habría terminado el saldo?, Juana no quiso dilucidar qué había ocurrido con el artefacto, se sentía demasiado mal y optó por ir a echarse en su cama. No obstante, el padecimiento no se reducía, tuvo que ponerse de pie de nuevo y bajó las escaleras doblándose de dolor. Le pidió ayuda a su hermano, el cual no la escuchaba, pues seguía mirando la televisión sonriente. Ella lo maldijo.
«Si te duele, avísame», le había dicho él, «si te duele, avísame». Hace días, tocó a la puerta de la habitación de su hermana y se lo mencionó con una mirada fría que hizo que ella sintiera un poco de temor. En ese momento, cuando Julio cerró la puerta de inmediato y se retiró, la muchacha pensó en el dolor, no solo en el físico, sino en el mental, en el hecho de traer un bebé al mundo sin tener la más mínima posibilidad de criarlo sola; con las justas había terminado el colegio y no había pensado en estudiar una carrera universitaria, mucho menos tenía un trabajo. Se puso a llorar y se dijo que Julio no debió de hablarle y decirle esas tonterías, aunque tuviera la mejor intención. Ese chiquillo no estaba bien de la cabeza, pero ella no era el mejor ejemplo de cordura. Se calentó, se la metieron, y ahora estaba encinta de un tipo al cual le interesaba poco o nada el actual estado de la adolescente.
Eso fue hace días. Esto es hoy:
Julio volteó a verla cuando ella se alejaba de la sala intentando ir a la calle: «Iré a la farmacia, no, mejor al hospital, ya vengo, carajo, no puedo ni caminar, ayúdame no puedo ni moverme, putamadre, no me ayudas en nada».
La sirvienta había salido, no estaba en casa, es su día libre, mierda. Juana la estaba llamando hasta que recordó que la empleada del hogar no llegaría hasta el día siguiente. Sin obtener respuesta de nadie, le dio un ataque de pánico, cayó de rodillas en el pasillo rumbo a la salida de su casa, el pesado bulto de su estomago le impedía realizar movimientos. Se paró haciendo un gran esfuerzo, avanzó unos metros, quiso abrir la puerta, pero esta se hallaba cerrada con llave. Sus padres salieron hacía dos horas (almuerzo de aniversario) y no volvían. Ellos se encargaban de Juana. Recordó las palabras de su madre:
«Ahora que tienes seis meses de embarazo debes cuidarte mucho, y nosotros hemos de protegerte, no te dejaré sola, no lo haré, bebé, eres mi nenita todavía, y tendrás un pequeñín al que le daremos todo nuestro amor. Velaremos por ti, nos tienes cerca, ya que ese idiota de tu enamorado no hace nada, es un delincuente».
Juana también recordó las palabras de su padre:
«Si me hubieras oído, no estarías con esa panzota, ahora no puede ni trabajar, mierda, embarazada a los diecisiete años. ¿Qué crees que pensará Julio? ¿Ese es el ejemplo que le das a tu hermano? ¡El pobre ha pasado por varios psicólogos y psiquiatras! Es un niño nada más, pero, claro, solo pensaste en ti, en tirar con la primera huevada que se te puso en frente. ¿Y ahora? Contrataré una empleada para que te cuide. ¡Pobre de ti que andes con antojitos! ¡Y no quiero que ese vago que te preñó se presente por aquí! Es un fumón, sin oficio ni beneficio, solo sirve para hacer hijos, ya me enteré de que tiene una chibolita con otra menor de edad. La cagaste, Juana, la cagaste, idiota, ¿quién sabe dónde estará ahora ese perro? Ni tú lo sabes. Ni se te ocurra buscarlo».
Su madre le dijo que la cuidaría, pero la vieja zorra cerró la puerta de entrada con llave, claro, así no podría salir ni recibir visitas, nunca la dejarían sola. La empleada de hogar estaba contratada a tiempo completo, pero hacía días pidió permiso para salir veinticuatro horas, pues tenía un familiar enfermo. Ya que no había nadie más en la vivienda, sus padres le dejaron el número del restaurante donde se encontraban, pero el teléfono no tenía línea, tampoco hallaba su celular. ¿Por qué? Juana necesitaba ayuda y no podía acceder a la calle, para tomar un taxi e ir a la clínica. Tenía dinero en la cartera, sin embargo lo que necesitaba en ese momento era la llave de la casa. Quizá Julio tuviese una copia, pero no le hacía caso, se encontraba sumido en el perverso mundo de sus gustos. Julio podía tener una copia de la llave, no estaba bien de la cabeza, pero quizá se mandó a hacer una sin permiso de nadie.
Ella pensó en su padre, viejo imbécil: «qué sabes tú del amor, vives renegado de todo, amargado, te peleas a menudo con mi mamá, tienes un buen trabajo, ganas bien, y todos sabemos que ascendiste destruyendo a otros, aunque es verdad que, de algún modo, te importa tu familia y siempre nos diste todo a nosotros, tus hijos; incluso, cuando sucedió el accidente con Julito y le dieron tratamiento psiquiátrico y se sanó (quizá no del todo), apoyaste a la familia, sabes de negocios más que de afecto, sabes de responsabilidad, para eso nos pariste, ¿no? Pero qué sabes de amor, qué sabes de la fascinante pasión sexual que puede unir a dos jóvenes, que los hace olvidar las consecuencias de sus encuentros prohibidos, lo cual hace más delirante y hermosa la relación que yo tengo con Enrique. ¿Qué sabes tú, papá?»
Sus padres no sabían nada de nada, solo ella sabía de los misterios del sexo y la entrega total a otro cuerpo. Ahora estaba sola y el bebé parecía que se venía, se le ocurrió la idea de salir a la ventana y pedir ayuda, llamar a un vecino. Logró abrir las cortinas, mas no pudo abrir las ventanas, los dolores no le permitían moverse. Ella pensó en su hermano.
Él seguía encapsulado en el sillón. Juana se sentó junto a él, le rogó, le imploró por ayuda. Julio apagó el televisor, acto seguido la miró con un gesto helado, sin expresión. Sus delgadas facciones se convirtieron en una cadavérica mueca. Le habló, le recordó cuando eran más pequeños y Juana lo golpeaba y acechaba siempre que podía, sin que él pudiera defenderse. Luego ella les recomendó a sus papás que él fuera encerrado en una institución psiquiátrica después de que atacó a un compañero con una tijera, casi lo mató, su hermano era impredecible, peligroso, por ello lo recluyeron, lo inyectaron a diario y le hicieron toda clase de exámenes. Hacía dos años de aquello. Ambos hermanos tuvieron que cambiarse de colegio; él, porque lo habían expulsado del anterior (además de que los padres del niño que fue su víctima lo denunciaron); ella, por la vergüenza. Julio reconoció el «error» cometido, pasó por un infierno del cual pudo salir cuando fingió sentirse bien con la medicación, y los doctores le dieron de alta. Pero la mierda aún estaba ahí, no se iba, la mierda se encontraba sentada a su lado, hablándole.
Las delgadas facciones de la encinta parecían rogarle perdón. Su rostro se puso pálido, sus gestos se retorcieron formando una expresión de dolor. Cabellos lacios, piel trigueña, estatura baja, contextura flaca. Tenía un polo amarillo que cubría su inmensa barriga. No aguantó, Juana empezó a gritar y a retorcerse sobre el sillón.
—No sé qué pasa, solo tiene seis meses, me dijeron que nacería en nueve, será niño, como tú, Julito, tu sobrino, está pateando.
Quería llegar al fondo de la mente de su hermano. Este la miró sin mostrar emociones. Sucinto como era, dijo:
—Pronto serán siete meses. Dentro de cuatro días. Sietemesino. A veces pasa.
—¡Es cierto! —gritó ella—. ¡Es cierto, ayúdame! ¡Conchasumadre, no aguanto más! —cayó de de costado al piso—. Tendrás que ayudar con el parto, hermanito.
—¿De verdad? —el niño sonrió y se acercó a Juana—. ¿Me permitirás ayudar?
—¡Claro que sí! Saca la cara por la ventana y pide ayuda. ¡Que ya no aguanto!
—Así no. Si me gritas, mejor hazlo todo tú sola. Así no me gusta que me traten.
—¡Saca esa cara de mierda que tienes por la ventana y llama a la vecina para…!
—Pídelo por favor, y de repente me animo —prendió de nuevo la televisión.
—¡Ahora, estúpido! —Juana abofeteó a su hermano, él logró protegerse con las manos. Nunca le había puesto un dedo encima a su hermana porque sus padres le habían prohibido que lo hiciera. Era un chico extraño y enfermo, nació con una señal oscura en la mente, les había hecho daño a otros, pero a su familia nunca, no podía, su familia era casi parte de él y Julio era narcisista. Su familia le había enseñado que nunca se le levanta la mano al papá, a la mamá o la hermana, y él no se atrevía a responderles de mala manera a sus padres, porque si no, lo abofetearían, como ya habían hecho un par de veces, ¿por qué esas reglas no se aplicaban con él y con los demás sí? No era justo. Su hermana siempre se aprovechó de eso para tratarlo mal, humillarlo, chantajearlo, decirle que lo delataría, pues el niño tenía bajas calificaciones y ella le revisaba los cuadernos. El muchachito ahora estudiaba en una nueva escuela y no había dado mayores problemas, pero en la casa y en el barrio a menudo cometía travesuras y excesos. Una vez desapareció el gato del vecino, Juana recordó que había visto a su hermano jugando con el animal, sabía que el niño era culpable de lo que fuese que le hubiera ocurrido al felino. Así lo dominaba, lo controlaba y lo tenía comiendo de su mano, al menos casi siempre. En casa él se portaba bien, pero a veces decía cosas obscenas cuando creía que nadie lo oía (Juana lo espiaba y lo escuchaba), o miraba revistas pornográficas que le prestaban sus compañeros de escuela (Juana solo debía buscar debajo del colchón de su hermano y las hallaba). Ella aprovechaba tales circunstancias para tratarlo como su esclavo. Por eso él la odiaba. La odiaba con todas sus fuerzas, pero si le contestaba ella lo golpeaba, tenía más fuerza y contaba con la venia de sus progenitores para agredirle (como un correctivo, decían ellos). Una vez lo chancó en la cabeza con un palo de escoba, Julio sangró, pero no la acusó, solamente se preguntó por qué, si era imprescindible cuidar a la familia, respetarla, valorarla, no tocarle ni un pelo, ella le hacía todo ello. Las normas no se ponían en práctica con él, eso lo enojaba. ¿No sería lo correcto romper las reglas si Juana las había quebrantado primero? ¿No sería justo, e incluso necesario, devolverle los maltratos a su hermana? No lo había hecho antes, pero nunca es tarde para demostrar «valentía». ¿Sería este un buen momento para darle su merecido? Puede que sí, además se hallaba un tanto indefensa. O mejor no, ella estaba encinta y hubiera sido un pecado atacar a una chica embarazada, desesperada por tener dolores en el vientre. Él ahora solo quería ayudarla… y así lo haría. Claro que lo haría, era su hermana, y él era la única persona disponible en la casa para echarle una mano con el gran problema que la estaba atenazando.
Pero no llamaría a la vecina que vivía frente a su casa. No, no lo haría, le había costado mucho cerrar la puerta con llave y esconderla, le costó menos asegurar los postigos de las ventanas para que nadie, excepto él, las pudiera abrir con facilidad, le costó menos esfuerzo golpear en la cabeza a la sirvienta y amarrarla en el sótano, le costó aún menos desconectar los teléfonos unas horas. Lo que sí le había demandado un poco más de esfuerzo había sido deshacerse para siempre del imbécil ese, el que había causado todo el lío, bueno, lo habían provocado él y Juanita, porque un bebé no lo hace una persona sola, pero ella era su hermana, era menos culpable. El responsable de mierda era él, por eso había pagado con su vida. Ahora que lo pensaba, la sirvienta, de nombre Camucha, no había tenido nada que ver en todo el entuerto, no debió pegarle en la cabeza, amarrarla y dejarla en el sótano, ella viviría, o tal vez no, sería bueno echarle una mirada. De repente la mató por gusto, tenía que ir a verla ya mismo; la amarra de tela en su boca no le permitiría hacer ruido. Pensó en el momento fatal en que Camucha le dijo a sus padres y a él que su familiar ya se estaba recuperando y ya no saldría este día (jueves), sino el fin de semana. Juana no la había escuchado, menos mal, por eso sus padres salieron a su cena de aniversario con total tranquilidad, pensaron que la sirvienta se encargaría de cuidar de su hija, y así hubiera sido si Julio no hubiera intervenido. Juana estaba en su cuarto durmiendo, por eso creyó que Camucha se había tomado el día libre. Julio se dijo que el día apenas comenzaba, no podía concentrarse en la televisión. «Me acecha la mierda, me acecha la mierda», pensó. Era una especie de araña gigante que se posaba en su cráneo, que clavaba sus ocho patitas en los extremos de su cabeza y sus dos enormes dientes en su hueso frontal, y le dolía, pero no era como pegarse un martillazo en una mano o caerse de la bicicleta de culo, este era un dolor diferente, que parecía arrancarle la cabeza y llevarla hacía quién sabe qué malditos lugares ignorados por la razón humana. No quería pensar en eso, quería ayudar a su hermana, a pesar de que ella casi le había arrancado un mechón de pelos para obligarlo a ayudarla.
—Si gustas, grita tú, yo no gritaré —dijo Julio de modo resuelto apagando el televisor.
Su hermana le dio un puñete, el chico sintió algo moverse dentro de su boca y creyó que iba a escupir un diente, pero solo expulsó un poco de flema con sangre. Volvió a decir en su mente que el día apenas comenzaba, a pesar de que ya era la hora de almuerzo. Se dijo que era curioso, no sentía hambre. Miró a Juana, quien le decía llorando, roja como un tomate:
—¡Llama a los vecinos por la ventana o te rompo más dientes! ¡Llama, mongolito de mierda! ¡Llama, llama, llama, llama, llama…!
—Está bien, llamaré, pero cállate, gritando no arreglas nada. Llamaré desde arriba.
Julio se dirigió al segundo piso. Pensó en las ventanas, todas las de la casa tenían barrotes, un seguro antirrobos le dijeron sus padres. El niño se dijo si no era una especie de cárcel más bien, que evitaba que los hijos fueran a la calle. No había azotea, la única forma de observar el mundo de afuera era mirando a través los espacios vacíos que había entre media docena de fierros, estuviera abierta o cerrada la ventana. En cuanto llegó al cuarto de sus progenitores, descorrió la cortina, destrabó los postigos que él mismo había asegurado una hora antes, abrió la ventana y no gritó, no dijo una palabra. Llamar a un vecino arruinaría su plan, y todo estaba marchando bien. Juana podía aullar todo lo que quisiera, nadie iba a escucharla, su residencia estaba un tanto alejada del resto, en una zona exclusiva. Incluso hubiera resultado difícil pasarle la voz a la vecina de la casa de enfrente, que a menudo salía a pasear a sus perros o a regar sus plantas. Por supuesto, Julio podría ubicar a alguien paseando o gritarle al guardia que cuidaba la cuadra, y que tenía su caseta a mitad de la calle, pero no había señales de él, de seguro se había ido a almorzar. Solo estaban Julio y su hermana. No podía ser más perfecto. Era tiempo de dar el siguiente paso.
—¡Llama, carajo! ¡Cómo quieres que no grite si me duele! —Juana lloriqueaba mientras abrazaba el sillón más grande de su sala—. ¡Duele, duele, duele! ¿Qué me pasa? ¡Duele! ¡Me desmayo! ¡Duele, duele! —lloraba de un modo desesperado, el cual hubiera vuelto loco a cualquiera que tuviera poca paciencia y los nervios en vilo. Su hermano se recostó en la cama de sus padres. Luego, a los cinco minutos, bajó al primer piso.
—Nadie me atiende, no hay nadie en la calle.
—¡Mentira! —chilló Juana—. ¡Mentira! ¡No gritaste! Iré yo, iré yo, no aguanto más...
Su hermano se acerco a ella y le dijo:
—Si el bebe esta por nacer, entonces yo te ayudaré... no debes preocuparte de na…
Su hermana lo empujó babeando, caminaba por toda la sala. Al principio dio algunas vueltas, después se percató de cuál era su meta real: quería subir las escaleras para llegar a la ventana más grande, la del cuarto de sus padres y llamar desde ahí. No pudo ni subir un escalón, pensó que estaba cometiendo una tontería. Se dirigió a la ventana del primer piso, la de la sala. Volvió a empujar a su hermano, le dijo:
—¡Quítate, idiota, enfermo! Abrió la cortina de par en par. A lo lejos vio a dos personas: un señor pasando con terno y corbata, apurado, y una chiquilla manejando bicicleta.
—¿Conque no había nadie? Mentiroso de mierda, asqueroso, me las pagarás cuando lleguen mis papás, le diré todo lo que me has hecho. ¡Abre! No abre esta puta ventana. ¡Julio, ábrela. ¡ÁBRELA!
Su hermano se acercó detrás de ella y le dijo al oído:
—Estás muy histérica, tendré que callarte por las malas.
—¡Abre la puta ventana, enfermo de mierda, ábrela! —Juana cayó de rodillas y siguió gritando, vomitó un poco y lloró. En voz baja dijo:
—Ábrela, y pide ayuda, Julio, que me muero, me muero.
Su hermano, de pie delante de ella, le respondió:
—Así te quería ver: de rodillas ante mí. Siento mucho lo que te voy a hacer. —El chico cogió un martillo que tenía escondido detrás de él—. Nadie te ayudará, solo yo. Estoy aquí y seré yo quien te salve. Yo te ayudaré a dar a luz.
(Por un momento quiso decir «dar a la luz»).
Le pegó fuerte en la cara y ella de desmayo.
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Cuando Juana se despertó, estaba atada a la mesa de madera de la cocina, la cual era grande y resistente. Su cabeza y sus talones llegaban a los filos de la misma, sus brazos y piernas estaba amarrados con una soga gruesa que a su vez estaba sujeta a las patas de la mesa. En esa posición solo podía mover las caderas, el vientre, el cuello y la cabeza. Quiso hablar y no pudo, no solo porque tenía un trapo en la boca que se le impedía, sino también porque estaba horrorizada ante el cuadro que tenía frente a sí. No más hablar. No más gritar. Su hermano sí que hablaba en la tenue luz de la cocina, a través de cuya ventana entraba poca luz. Era un día nublado. El aire alrededor lucía opaco, daba la impresión de que el ambiente se oscurecía a cada segundo, como los ojos de Julio, quien sujetaba un cuchillo de cocina.
—Llego la hora de ayudarte —dijo él.
Cuando Juana miró al frente, allí se encontraba su novio, el padre de su futuro hijo, era el Jano, no, no. Enrique, estaba sentado, pero estaba… dormido. Ella se retorció tratando de escapar, pero no pudo, su boca estaba amarrada con el trapo hasta dentro de su boca. Ella agradeció que no se lo hubiera metido hasta la garganta, en seguida recordó una broma que Enrique sobre el tema del pene y la garganta cuando tenían sexo, quiso reírse, mas su lengua no se movía. Miraba a su enamorado en silencio y se asustó más.
—Silencio —dijo Julio sacando otro cuchillo. Acto seguido afiló una con otra las dos herramientas punzocortantes que tenía en las manos—. Los vecinos no te han oído gritar, se hallan muy lejos, nadie debe oírte. Ya has gritado mucho, sé que te duele, ¿qué tanto miras? Ah, es cierto, está muerto. Jano o El Jano… ¿por qué le dicen así? ¿Porque te llamas Juana y eres (o fuiste) su mujer? Cuando me llamó por teléfono dijo que se llamaba Enrique, así que lo invité a venir. Ya deja de verlo de esa manera, no se va a levantar, está muerto, lo he envenenado. Creo que lo mejor será que no mires nada. Por aquí tengo una venda a tu medida… No te resistas, si no te pegaré de nuevo. No veas nada, solo escucha. Te cuento, cuando mis padres se fueron, este manganzón vino a buscarte; es como si hubiera esperado en la esquina a que salieran para presentarse. Tú dormías. Le dije que esperara en la cocina y le di de beber gaseosa mezclada con cianuro. ¿Cómo lo conseguí? Del trabajo de nuestro papá, por supuesto, tiene sustancias peligrosas en el laboratorio de química. No puedo creer aún que me haya llevado con él a su chamba hace unos días, pero sobre todo no puedo creer que, estando ahí, me haya dejado solo cinco minutos.
»Ahora mira al que te llenó: este huevonazo tomó mucha gaseosa, casi un litro y murió en silencio. Lo escondí en el desván. La sirvienta me descubrió quiso gritar, pero la golpeé con el mismo martillo con que te pegué a ti. A ella la puse en el sótano, no quise matarla, ya la revisé, su cráneo tiene un charco de sangre y no respira, así que la rematé, fue lo mejor. La golpeé como seis veces. Sentí un placer similar a cuando le clavé las dos puntas de la tijera a ese imbécil que me jodía en el colegio, quise darle en los ojos, pero el muy cojudo levantó la cara en el último instante y le di en las mejillas. No sé por qué hago esto, pero me siento muy bien. No es que quiera hacerte daño, quiero ayudarte, quiero que venga este mundo ese lindo bebé. Mis padres no podrán entrar, puse trancas a las puertas delantera y trasera. Antes de que vengan las quitaré. No vendrán pronto, reconecté teléfono y hace unos minutos llamaron, han ido de compras, les dije que todo iba bien. Sí, hace rato yo corté el teléfono, cerré todo con llave, y atranqué un poco las ventanas. Te di un poco de veneno para ratas también, para acelerar la venida del bebé y ahorrarte uno o dos meses más de angustias, y para evitar que me las crees a mí.
Juana abrió los ojos con asco y siguió gimiendo para sus adentros, doblaba su cuerpo sobre la mesa, sacudiéndose, debatiéndose, haciendo bailar el rectángulo de madera. Su hermano la golpeó en las piernas con el martillo para que no pateara, lo hizo con fuerza y ella dejo de patalear. Juana lloraba, ya no se debatía. Su hermano le cortó el pantalón con una tijera y se lo sacó de un tirón, de inmediato le cortó el calzón rosa y se lo arrancó. Le cortó el polo y el sostén, dejando ver los grandes senos no acordes para una chica de su edad. Su hermano le inyectó en el brazo algo que dijo haber conseguido en el mismo lugar donde había hallado el cianuro. La jovencita se mareó y empezó a ver estrellas. Apenas oía.
—Para que veas que soy bueno —le dijo—. Cuando despiertes todo habrá terminado, porque todo acabará pronto, y quizá ya no volvamos nunca más a hablar de frente. Cuando despiertes todo estará bien.
Su hermana no sintió dolor, no se movió. Estaba adormecida. Su hermano le abrió las piernas y miró con quien observa el fondo de una caverna. Le gritó:
—¡Puja, ahora, puja! ¡Puja, tonta, puja! ¡Puja, puja, puja!
No obstante, su hermana estaba casi desmayada y no podía pujar, se sentía débil y de un momento a otro contempló la irrealidad de las cosas, en otros instantes se veía inmersa en un mundo alterno, uno lleno de negrura y desolación, gobernado por un demonio.
Su hermano metió la mano hasta el fondo, la sacó, la olió, hizo un gesto de asco y dijo:
—¿Y ahora? No puedo sacarlo. Bueno, menos mal que afilé mis cuchillos...
Cuando Julio tomó los cuchillos de cocina, ella regresó a la realidad y pudo notar lo que le hacían. Quiso escapar de nuevo, pero algo andaba mal, no sentía nada, la inyección le hizo efecto, si lo hubiera sentido hubiese sido un dolor indescriptible. Ella no percibía las heridas y no pudo verlas, porque antes de cortarla él le puso una venda en los ojos. Así, desnuda como estaba, Juana sintió frío, como el de la nevera cercana, que estaba próxima a ella. Luego percibió que sobre su vientre hacían algo, aunque ella no podía saber qué era.
Pasaron varios minutos, su hermano la inyectó de nuevo. Ella volvió a desvanecerse. A ratos se despertaba, como si hubiera estado sumida en ensueños. Y lo vio, porque se le cayó la venda. Lo vio acariciando un cuerpecito, sosteniéndolo con un mantel. El cordón umbilical cortado colgaba. Ella quiso vomitar cuando su hermano la miro sonriendo y dijo:
—No ha llorado, no respira; lo siento, Juanita, trataré de revivirla. Es mujercita, ¿quién dijo que sería varón? Es... no… hubiera sido mujercita. No sé cómo reanimarla. Lo siento.
Julio se dijo que la mierda había empezado, había atacado y había terminado, y él no se dio cuenta hasta el final de todo. Las puertas de la casa sonaron fuerte, eran los padres que habían regresado y no podían entrar a su propia residencia. Llamaban a la sirvienta, a sus hijos. Dejaron de oírse ruidos tras un cuarto de hora y los padres volvieron con un cerrajero. Juana los oyó, escuchó las voces altas que pedían a alguien más abrir la puerta trasera con rapidez. Por favor, que entren de una vez, que ayuden a mi bebé, mi bebé, mi bebé…
Julio echó al bebé en el fregadero, lo miró como si se tratara de una zanahoria. No era un bebé desarrollado, no parecía un feto. No parecía nada. No era nada. No vivía, no lloraba, solo sangraba. El chiquillo botó el cadáver de Enrique de la silla y se sentó en esta. Cogió un trozo de cordón umbilical y realizó un gesto incomprensible, como intentando ahorcarse con el resto humano. Musitaba: «ayudé, ayudé, ayudé, te ayudé, Juanita, yo te ayudé…».
Juana no lo escuchó. Se hallaba desvanecida sobre la mesa. Se durmió para siempre en una convulsión fatal, no por el exceso de droga y veneno, no por atisbar a su bebé, que se encontraba muerto también en los brazos de su verdugo, no por los innumerables tajos que habían deshecho su cuerpo. Ella murió al caérsele la venda y mirarse a sí misma, al darse cuenta del enorme charco de sangre en su ser. Juana no pudo explicarse en aquellos aterradores segundos cómo es que estaba viva cuando vio el gran agujero que tenía desde la parte baja del estómago hasta la vagina. Sus órganos internos ahora estaban al aire y latían sobre ella. La infeliz comprendió el por qué de aquel extraño frío mezclado con esa sensación de calor, pero dicha visión solo duró dos o tres segundos, un breve y demoledor lapso en que lo comprendió todo, su cerebro pareció derretirse y su corazón se paralizó.
Trece minutos después, cuando la madre y el padre entraron a la casa, y vieron el retorcido cuadro, Julio musitaba con rapidez, enredado su cuello y rostro con el cordón umbilical, cogiendo sus manos como si tuviera frío, mirando fijo el cadáver: «Si te duele, avísame, yo te cuidaré, avísame para sanarte. Al fin hemos podido ver el interior de tus entrañas, vacías llenas de mugre, las he limpiado, ahora estás mejor. Yo te saqué aquello que te llenaba de mierda, yo ayudé, yo ayudé, yo ayudé…».
Recluido en la clínica, sigue repitiendo esas mismas palabras hasta el día de hoy.
Que fuerte.
ResponderEliminarGracias por comentar, Alejandra. Lo que debe ser un buen relato splatterpunk ;)
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