viernes, 31 de mayo de 2019

El secreto de Blancanieves




  
 Sabemos que estáis deseando leer los relatos que nos llegaron con motivo de la convocatoria de nuestra antología splatterpunk, Gritos sucios. ¡Por fin ha llegado el momento! Esta semana os traemos un macabro cuento de nuestra compañera Mandragora Brujah, a quien podéis seguir los pasos en La mansión del doctor Clock y en el grupo de facebook El pueblo maldito del Doctor Clock, donde podéis encontrar interesantes aportaciones y compartir vuestras inquietudes. Sin más os dejo con este perverso homenaje a los cuentos que marcaron nuestra infancia.



  Se dice que algunos libros los inspira el demonio. No sabemos si esta afirmación puede ser cierta, pero el relato que os voy a referir hará que esta apreciación cobre fundamento. 



  Sucedió hace mucho tiempo en una lejana comarca donde gobernaba un rey llamado Siriaco. Dicho rey vivía en un inmenso castillo con su hijo, el príncipe Rodrigo. A diferencia de su padre, un hombre valiente y grande, Rodrigo era pequeño, miedoso y de rostro inocente. Siriaco solía burlarse de él y, además, le reprochaba el parecido con su madre y difunta esposa. La reina murió durante el parto, y su marido tenía la terrible costumbre de cargar a su hijo con esta ominosa culpa. 

  Para demostrarle a su padre que estaba equivocado y probarse a sí mismo, Rodrigo se marchó a la guerra. Su experiencia en el campo de batalla le hizo cambiar por completo. Fue la primera vez que vio la muerte de frente. Jamás imaginó que el verdadero infierno era obra de los hombres. Para su desgracia, aquel horror que tanto le impresionaba logró insensibilizarle y poco a poco se acostumbró a los alaridos de dolor que impregnaban el aire. Las terribles visiones de la carne cercenada ya no le impresionaban, el olor de las vísceras palpitantes le excitaba y disfrutaba haciendo rodar las cabezas de sus enemigos. Sonreía al ver los pequeños trozos de extremidades colgando entre las ramas. Inmerso en su ira inaplacable, continuó derramando océanos de sangre. La podredumbre se adueñó de aquella tierra fértil y el zumbido de las moscas se convirtió en un himno macabro. Aquella cruzada sangrienta era lo mejor que le había pasado. Borró los recuerdos de su niñez y sintió que renacía en el cuerpo de un hombre regio y poderoso. 

  Cuando llegaron los tiempos de paz, tuvo que regresar; mas pronto experimentó el aburrimiento. Necesitaba adrenalina, esto le llevó a sumergirse en el alcohol y el vicio. Organizaba fiestas donde la violencia era una constante. Su sed de sangre le llevó a inventar unos “juegos" macabros apoyados por sus amigos de la nobleza. Las víctimas solían ser prisioneros y campesinos. Mandaba traer a sus pobres familias y las hacía correr en un campo cercado. Unos salvajes perros de montería se encargaban de atraparlos. Magullados y moribundos, los cuerpos eran atados con sogas y arrastrados hasta la muerte. Como premio, tiraba los restos a sus fieles canes. Pero su perversión iba mucho mas allá y en ocasiones él mismo se cubría con pieles de lobo y se unía a la jauría para disfrutar del macabro festín. 

  A las mujeres les esperaba otro destino no menos terrible. Las llevaba a un cuarto oscuro para desnudarlas y cubrirlas con túnicas blancas. Les hacía danzar y les obligaba a comportarse como animales para después arrancarles sus exiguas vestimentas y poseerlas ferozmente. 

  Le encantaba coleccionar trofeos. Sus favoritos eran las cabezas. Las exhibía con orgullo en una vitrina y disfrutaba con la visión de sus rostros desencajados. Se excitaba acariciándolas mientras contemplaba sus cuencas vacías y el color verdoso de la carne descompuesta. Para inmortalizar su pasión, mandó llamar a un artista llamado Jeremías, el cual le hizo un retrato a tamaño natural. Posó desnudo sobre un altar de cráneos con su espada en la mano. La ferocidad de su rostro y la brutal erección de su miembro viril eran imponentes, tanto que los invitados se paraban a contemplar la escena a medio camino entre la fascinación y el pavor.

  —¡Ya es tiempo que te cases y me des un heredero! 

  Fue la determinante orden de su padre, que amenazó con desheredarlo. Para más inri, le advirtió que si en el plazo de un mes no había elegido a su futura esposa, él mismo lo haría. Desesperado, pensó en buscar a las vírgenes más hermosas del reino. Tal era su egolatría, que a pesar de conocer la fama de apolíneo y arrogante que lo definía, pensó que cualquier mujer moriría de amor por él. 

  Malhumorado por la determinación de su progenitor, marchó a una taberna. Allí se mofó de unos borrachos que, entre biliosos vómitos y rebuznos, le contaron una increíble historia. Esta historia hablaba de una extraña hembra que habitaba el bosque. Pero no una mujer cualquiera, sino una de las mas bellas que se hubiesen visto. Unos afirmaban que era un ángel perdido, otros un hada bondadosa. También había quienes aseguraban que se trataba en realidad de una bruja, pero jamás pudieron dar crédito a ninguna de estas afirmaciones. 

  —¡Eso son mentiras! —gritó Rodrigo—. No existe ninguna mujer así.

   —Si la hubieras visto con estos —dijo uno de los borrachos tocándose los ojos—, cogiendo moras en el bosque no dirías eso. Sabrías que es muy real. 

  Comenzó a describirla con pelos y señales, utilizando palabras lascivas y vulgares propias de su vocabulario.

  Rodrigo emitió una carcajada.

  —¡No te creo! pero aún así iré en su busca. Si lo que dices es cierto te pagaré con una bolsa de oro, de lo contrario espera a mi verdugo. 

  —Te tomo la palabra. Para encontrarla deberás ir hasta un lejano lugar llamado paraíso.

  Todos miraron a Rodrigo. Ninguno de los presentes habló, solo hicieron muecas burlonas mientras el hombre se marchaba.

  A primera hora partió a lomos de su alazán. Les acompañaba una neblina persistente. Atravesaron extensos campos y se adentraron en bosques tenebrosos donde se escuchaban sonidos inquietantes y desconocidos. Imaginó que cabalgaba a través de rocosos desiertos y sorteaba pantanos delos cuales emanaban fétidos hedores. Creyó enloquecer, y comprendió que todas esas alucinaciones no eran sino fruto de un encantamiento. La fiebre quemaba su frente, pero su obsesión era más fuerte y le dio fuerzas para continuar. Su mirada estaba plagada de destellos rojizos e infernales, el viento susurraba infamias e imprecaciones a sus espaldas.

  Escuchó el familiar sonido de un cauce y lo siguió. Descubrió un pequeño arroyo y sació su sed. Los rayos solares impactaban sobre las prístinas aguas. Cegado por los maravillosos destellos, empezó a experimentar un inexplicable sopor y no pudo evitar quedarse profundamente dormido. Despertó alertado por los sonidos inquietos del caballo y vio que le habían robado la espada. A pesar de sentirse indefenso continuó con su aventura.

  Tras largo tiempo cabalgando divisó un claro en el bosque y, al fondo, vio lo que parecía un extraño muro de piedra repleto de moho y musgo. Quiso escalar el muro, pero era demasiado alto, así que lo fue bordeando hasta que encontró varias hayas que crecían próximas y vio la oportunidad perfecta. Se acercó junto a los árboles y, dispuesto a trepar por el más cercano, se subió de pie sobre el caballo y comenzó a agarrarse con fuerza a las ramas. Cuando logró cierta altura no pudo creer lo que vio: se trataba de hermoso un jardín iluminado por una luz tenue y rosada. La deliciosa fragancia que emanaba de exóticas flores invadió sus pulmones. Tuvo la certeza que ese era el lugar del que le habló aquel sucio aldeano. Se aferró a la rama más próxima y saltó sobre el muro con cuidado de no caer. Creyó apreciar sobre la hierba las huellas de unos pies que identificó como delicados y femeninos. Sonrió al pensar que había encontrado a la hermosa mujer.

  Se aferró a uno de los coloridos árboles frutales que encontró junto al muro y, por fin bajó al jardín. Siguió los delicados pasos, que le llevaron a un estrecho camino. Al final del sendero se topó con una pequeña cabaña. Golpeó la puerta que, para su sorpresa, se abrió fácilmente. Los muebles eran pequeños y todo estaba muy limpio. Sobre una mesa encontró toda clase de frutas. Cogió una manzana y la devoró. Estaba exquisita, tanto que decidió comerse el resto de la fruta. Cuando estuvo satisfecho, se acostó en una de las pequeñas camas y cayó rendido. 

  Cuando despertó le atrajo un aroma dulce y persistente. Alzó la vista y quedó ensimismado: una hermosa mujer lo miraba fijamente. Era la mujer más bella que había visto nunca. Sus cabellos eran largos y negros como el ala de un cuervo y la expresión de su rostro era dulce y lánguida. Sintió un deseo irrefrenable de de besarla y acariciarla. Se acercó a ella y la besó. Intentó desnudarla, pero entonces sintió un fuerte golpe en la nuca y quedó inconsciente.

  Cuando volvió a recuperar la conciencia percibió un olor rancio y sintió un terrible dolor en todo el cuerpo. Permanecía sentado sobre una silla, amarrado de pies y manos. A su alrededor se amontonaban unos hombrecillos que llevaban grandes gorros. Eran horribles, reían y se relamían. Advirtió el brillo maligno de sus pupilas y sintió pánico. Percibieron el olor del miedo y se burlaron con sus voces chillonas:

  —¡Aquí llega Blancanieves! la mujer a la que tanto buscabas...

  La joven adquirió un aspecto siniestro y se acercó con unos movimientos mecánicos. La expresión de su rostro era fría. Cuando abrió los labios, una mezcla de sangre y bilis le resbaló por las comisuras. Se agachó sobre su víctima y le bajó las mallas. Echó la cabeza atrás para mostrar sus afilados colmillos que, deseosos de sangre, perforaron el pene de aquel orgulloso incauto que se deshizo en alaridos. En cuestión de minutos quedó exhausto por culpa de la hemorragia y su boca se silenció para siempre. 

  Un hombre vestido con una capucha de cuero marrón y el torso desnudo comenzó a afilar los cuchillos que había sobre la mesa. Sonriente, profirió estas palabras: 

  —¡Hola hijo, te estaba esperando junto a toda la familia, ahí tienes a tu abuela! 

  Señaló a una anciana mendiga que acababa de llegar. Estaba envuelta en vapor y, sentada en el piso, murmuraba algo incomprensible. Clavó las uñas en la raída madera y dibujó un pentagrama a sus pies. Un cuervo entró por la ventana, se posó sobre el pentáculo y dijo con voz cavernosa: ¡Nunca mas! 

  —Sabia que ibas a encontrar la mujer correcta para ti. ¿Has visto qué hermosa se ha puesto tu hermana? 


  Desde el interior de un armario donde había colgado un espejo enorme, se asomó una niña vestida con una caperuza roja. La niña llegó acompañada de un lobo. Juntos, esperaban participar del suculento banquete. 

  Todos miraron a la hermosa Blancanieves, que besó los labios pálidos de su difunto hermano, Rodrigo. El hombre de la capucha asintió y dejó que el ritual se completase antes de lacerar aquella carne joven y varonil. 

  La luna de sangre anunciaba un nuevo comienzo. 





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