¿Teníais ganas de un nuevo relato Splatterpunk? pues ya tenéis aquí otra de las obras que pudimos leer en nuestra convocatoria. Su autor es Vicente Díaz, licenciado en comunicación audiovisual y especialista en la redacción de contenidos relacionados con el mundo del cine. Vicente es co-autor del libro "Alien, el 8º pasajero. El libro del 40 aniversario", editado recientemente por Notorius ediciones. Sin más preámbulos os dejamos con La primera en morir, un relato muy cinematográfico con el que, seguro, os lo vais a pasar pipa:
—¡Bienvenidas, subcriaturas, a una nueva edición de Mondo Viscoso, como siempre desde el legendario cine Venture, en Ya-Sabes-Qué-Ciudad! ¡Mondo Viscoso, podcast en directo que hace aullar a los licántropos y maullar a las chicas-gato! Bobby Nefasto al micrófono, hoy acompañado de alguien muy especial. Pero, antes de comenzar, os lanzo una pregunta: ¿por qué siempre hablamos de la final girl y nunca de la primera víctima? Es de todos conocido que, en las pelis, la primera muerte suele ser la más espectacular, pero la gloria siempre se la lleva la final girl, la que sobrevive, o al menos la última en morir. Nuestra invitada de hoy sabe mucho al respecto…
Los grillos y las ranas llenan de sonidos una calurosa noche veraniega. La luna llena se refleja en el estanque, donde una chica rubia disfruta del agua como Dios la trajo al mundo. Hace un rato que Kevin, su novio, decidió volver a la caravana para liarse unos porros y vaciar latas de cerveza, así que Kristy ha podido disfrutar un rato tranquila de la naturaleza, pero ya comienza a aburrirse. Nada hacia el pequeño embarcadero y se encarama a él. Por alguna razón estira de manera sensual su escultural cuerpo de animadora, como si estuviera posando para un público inexistente. Los minishorts vaqueros están sobre los tablones del embarcadero, donde los dejó, pero las zapatillas y camiseta han desaparecido.
—Muy gracioso, Kevin —exclama mientras se enfunda los minishorts.
Un crujido de ramas llama su atención. El sonido procede de unos matorrales cercanos donde cuelgan sus deportivas y su camiseta de la Universidad de Michigan.
—Y ahora es cuando sales de los matorrales y me das un susto, ¿eh? ¡Muy, MUY gracioso, Kevin!
No hay respuesta desde los matorrales. Ningún sonido y ni el mínimo movimiento. Vestida sólo con los minúsculos pantalones, Kristy comienza a caminar con cautela para recuperar sus prendas, pisando primero sobre el embarcadero, y luego sobre el suelo del bosque. Al llegar junto al matorral, se detiene un momento, sin atreverse a extender el brazo para recuperar su camiseta.
Una explosión de agua a su espalda. La joven rubia se gira y no cree lo que está viendo.
La mole ha saltado desde la profundidad del lago y ha aterrizado sobre el embarcadero, que a duras penas aguanta su peso. La cosa, de aspecto vagamente humano, está cubierta por andrajos, algas y una numerosa cantidad de cuchillos clavados por todo su cuerpo de gigante. Su melena negra enmarca algo que no es un rostro, ya que la piel ha sido quemada y arrancada hace mucho tiempo. Dos ojos vidriosos y redondos observaban desde una calavera. En su puño derecho, un hacha de leñador refleja la luna con destellos ominosos.
Kristy se ve invadida por el pánico y lanza un grito ensordecedor. Su novio, Kevin, duerme profundamente en la caravana debido a los efectos de la droga y el alcohol. La joven rubia, sin motivo lógico, comienza a correr hacia la profundidad del bosque, en lugar de escapar en dirección a la caravana. A pesar de huir con toda su energía, no parece alejarse del monstruo, que la persigue con parsimonia, sin acelerar el paso.
Intentando no tropezar con las raíces, Kristy avanza entre árboles y matorrales, arañándose la piel desnuda con las ramas. Sin dejar de correr, se atreve a lanzar una mirada a sus espaldas, por encima del hombro, justo a tiempo para ver cómo el monstruo, con su mano izquierda, arranca un cuchillo de caza de su propio pecho y se lo lanza. Tras volar por el aire, la hoja se clava profundamente en el muslo derecho de la joven, que ve asomar la punta por la parte delantera de su pierna justo antes de caer rodando por el suelo, aullando de dolor.
Tumbada de espaldas sobre las hojas secas, Kristy no puede hacer gran cosa que sollozar cuando la criatura aferra con una sola mano su cuello, levantándola en vilo sin esfuerzo. La rubia golpea inútilmente el grueso brazo, mientras que patalea en el aire, salpicando el suelo con gotas de sangre. La cosa acerca el rostro de la rubia a su pútrida calavera. De entre los dientes amarillos surge una cosa negra y podrida que en algún momento fue una lengua, y lame el bello rostro de la joven. La chica apenas tiene tiempo de asquearse ya que, con un fuerte empujón, la criatura deja clavada a Kristy en el tronco de un árbol. Una rama partida y afilada atraviesa su estrecha cintura como si se tratara de la mariposa de una colección.
Un manantial rojo brota alrededor de la rama que atraviesa su cuerpo. Los gritos aumentan cuando el ser se arranca otro cuchillo de caza de su propio abdomen y se lo clava a la joven en la clavícula, atravesando hueso, carne y madera, fijando con más firmeza a la joven en el tronco del árbol. Los gritos de Kristy se convierten en un gorgoteo cuando la sangre llena su garganta y brota de su boca.
El monstruo se queda unos instantes contemplando a la rubia clavada en el árbol, como si se tratase de una obra de arte. Acto seguido pone a su hacha a trabajar: pierna izquierda, pierna derecha, antebrazo derecho y brazo izquierdo van cayendo sobre el gran charco de sangre que se ha formado al pie del árbol. Kristy sigue viva y lanza un último grito ahogado cuando la hoja del hacha se dirige a su cuello. La melena rubia se agita en el aire mientras la cabeza vuela sobre un géiser de hemoglobina.
—Si a los verdaderos fans del cine de terror, a los veteranos, os digo La escena inicial de Sangre en el bosque IV, sabréis de inmediato quién es nuestra estrella invitada. ¡Exacto! ¡Aplausos y alaridos, subcriaturas, porque tenemos con nosotros Barbara Chase!
—¡Caray, gracias! ¡Vaya recibimiento! Tienes un público maravilloso aquí, Bobby.
—Te mereces el aplauso, Barbara. Casi nadie recuerda Sangre en el bosque IV, de hecho casi nadie recuerda la saga, pero la escena inicial es mítica.
—Para los cuatro que la vieron.
—¡Correcto! Encontrar la famosa copia no censurada era toda una aventura en los tiempos de las cintas de vídeo. No había Internet, sólo fanzines, videoclubs cochambrosos y “un tío que conoce a un tío”, pero merecía la pena encontrarla, no sólo por ver a Barbara Chase correteando en topless por el bosque, sino por el gore, bastante brutal para una película americana. ¡Esos hachazos!
—Sí, el rodaje fue un infierno, y cuando vi que censuraban la escena en Estados Unidos fue un poco frustrante, pero ese trabajo me dio un montón de papeles en la serie B, no sólo en Estados Unidos, sino también en Europa.
—Casi todos como primera víctima.
—Bueno, ya sabes... ¿qué mejor manera de comenzar una película con una rubia desnuda?
El agua cae con fuerza sobre el espectacular cuerpo de Ashley. El vapor rodea a la rubia, que siempre agradece una ducha muy, muy caliente tras una jornada en la oficina. Al escuchar el timbre del teléfono, sale de la ducha con una mueca de fastidio, se envuelve en una toalla y apresura el paso hacia la sala de estar de su apartamento en Manhattan. Por el ventanal se aprecian las luces de la ciudad, inmóviles y nítidas.
—¡Estoy llegando! ¡Estoy llegando! —le dice al teléfono.
Milagrosamente, llega a tiempo para atender a la llamada de su amiga Amber, quien le propone una cita doble para la noche del viernes. Ashley no a soporta que Amber le organice citas a ciegas, pero no cuelga el teléfono, sino que se acomoda en el sofá —sin importarle que se moje, por lo visto— y se entrega a la charla. Frente a ella, el televisor encendido muestra una telecomedia. La rubia coge el mando y baja el volumen.
—Espero que no se vuelva a repetir lo de la última vez, Amber. ¡Ese abogado era más pulpo que humano!
—Te prometo que es un partidazo. Nada de monstruos esta vez, palabra.
El cielo nocturno está raso. Ninguna nube amenaza la ciudad, pero un relámpago verde surge de la nada, impactando en la antena de televisión del edificio de apartamentos donde Ashley sigue de cháchara.
—¿Un partidazo? Sí, seguro que es de buena familia. ¡De los Frankenstein!
Un destello verde inunda la sala de estar y borra la telecomedia de la pantalla de televisión, dando paso a la imagen de un rostro de pesadilla, a medio camino entre humano e insecto, con mandíbulas babeantes de mantis religiosa y un par de ojos dotados de pérfida inteligencia brillando con una potente luz verde. La joven queda paralizada observando esa mirada.
—Te llamo más tarde —dice con tono impersonal antes de colgar el teléfono.
La mirada del engendro intensifica su poder hipnótico. Un zumbido grave que no es de este mundo es lo único que se escucha en la estancia. Obedeciendo la voluntad del monstruo, Ashley alza la palma de su mano izquierda y procede a arañarla con fuerza, pero lentamente, utilizando los dedos de la mano derecha como garras. La piel se rasga en cuatro surcos sanguinolentos. Un par de uñas se parten. El rostro de la chica no refleja dolor, ni ninguna otra emoción. Ashley se levanta del sofá, camina lentamente hacia el televisor y se arrodilla delante. Pone la mano derecha sobre la pantalla. El aparato comienza a vibrar violentamente y se transforma en una bola de luz antinatural, cuya energía hace a la joven volar hacia atrás, golpeando el sofá y cayendo inconsciente al suelo enmoquetado.
Ashley abre los ojos lentamente. Se siente mareada, pero el hechizo hipnótico se ha desvanecido. Sobre ella se alza un humanoide de color verde oscuro y cubierto de protuberancias quitinosas. La joven observa al ser rezumante de viscosidad sin entender lo que está viendo. Antes de poder levantarse, la criatura se abalanza sobre el cuerpo de joven, inmovilizándola con garras esqueléticas, pero fuertes. La toalla se ha desprendido durante el vuelo a través de la sala, así que su piel expuesta recibe una lluvia de gotas gelatinosas procedentes de la supurante monstruosidad. La rubia tiene tiempo de emitir un grito agudo antes de que el monstruo abra sus espantosas fauces, desde las que sale proyectada una lengua-aguijón que se clava en el esternón. El monstruo procede a inyectar ácido entre los prominentes senos de Ashley. De inmediato, su cuerpo se cubre de una red de venas hinchadas y violáceas
Las vasos sanguíneos revientan en numerosos lugares. El líquido oscuro y humeante se proyecta en chorros de una presión insólita, decorando toda la sala con sucios garabatos. La carne comienza a deshacerse mientras la chica sigue gritando. Sus ojos azules lloran sangre antes de estallar con violencia. El monstruo retrae su lengua-aguijón, que es inmediatamente sustituida por algo que se parece a la trompa de una mosca, pero mucho más grande y translúcida. La lengua se pega a la cara de Ashley y absorbe la carne y la piel, ya prácticamente licuadas. Se puede ver subir el jugo por la trompa semitransparente, directa hacia la abominable boca. El cráneo de la chica acaba por derretirse y colapsarse junto al resto del cuerpo. Ashley ya no es más que un charco de grumosa sustancia carmesí que el monstruo absorbe con sonoros tragos.
El teléfono vuelve a sonar. Una mano cubierta de viscosidad, pero blanca y femenina, descuelga el auricular. “Ashley” responde con una sonrisa y con un brillo verde en los ojos.
—En todo caso, nunca te has avergonzado de aparecer sin ropa en las películas.
—No, ¿por qué? Han sido muchas horas de gimnasio como para avergonzarme. Además he conseguido casi todos los papeles por no ser timorata.
—Papeles casi siempre de primera víctima, aunque en Nektron: Terror Eléctrico, aparte de morir la primera, también llegabas a matar gente.
—Ni siquiera me acuerdo ya de esa película, si te digo la verdad, Bobby.
—¡No puede ser! ¡Si es un clásico! Esa película italiana, con mil títulos, sobre el monstruo que salía de la tele y cambiaba de forma. La jauría aquí presente la conoce bien, ¿verdad público?
—¡Ah, sí! ¡Tranquilos, ya me acuerdo! Hicieron un molde de mi cuerpo para derretirlo. Luego le comía las tripas a una chica o algo así y no volvía a salir más. Ese rodaje me permitió visitar Roma por primera vez.
—¿Te habría gustado ser la final girl en alguna ocasión?
—En su momento sí, y supongo que es una espinita que siempre tendré clavada, pero todo aquello es agua pasada. Ahora soy la dueña de uno de los mejores gimnasios de Beverly Hills y todos aquellos papeles me sirvieron como plataforma de lanzamiento para lograrlo, así que no me puedo quejar.
La clase de aerobic se desarrolla con un entusiasmo excesivo tanto por parte de las alumnas como por la profesora, Amanda. Embutida en su maillot, luciendo coloridos calentadores y exhibiendo una melena rubia cardada de lo más llamativo, la joven lidera la clase con una sonrisa y moviéndose con una energía inusitada al ritmo de una pegadiza canción de baile. Es el peor trabajo, pero no deja de ir a audiciones para convertirse en una estrella cinematográfica. Al fin y al cabo, ese es el objetivo que la trajo a California.
La clase de aerobic se puede observar desde la calle a través de una enorme luna de vidrio, y es que a los dueños del gimnasio les parece que la mejor publicidad para el local es que se vea lo que hay dentro. La figura de un hombre vestido con un voluminoso abrigo baja lentamente por la acera y se planta delante del “escaparate”, examinando con atención el ejercicio de las jóvenes.
—¡Muy bien, chicas! ¡Ahora viene la parte difícil! —indica Amanda a sus alumnas.
El vientre de la joven revienta mientras el ruido del vidrio roto y de la ráfaga de plomo sepulta la música. Amanda sale disparada hacia el enorme espejo de la pared, que también es destrozado por las balas. El hombre de la calle ha sacado el M16 con lanzagranadas que llevaba oculto bajo el abrigo y está ametrallando el gimnasio. La rubia ha acabado despatarrada en el suelo, con la espalda apoyada en el espejo roto y pintado con su sangre. Observa, aterrorizada, cómo sus intestinos se desparraman por el suelo. Las balas casi han cortado en dos su cintura. Alza la mirada para contemplar a sus alumnas agitarse en un baile que poco tiene que ver con el aerobic y sí con la lluvia de balas que agujerea y destroza sus cuerpos, salpicando el gimnasio de plasma y sesos.
Cuando la última alumna se desploma en el suelo con un surtidor de sangre en el cuello, el hombre deja de disparar. El humo brota por el cañón de su arma, que apunta de nuevo a Amanda. La chica alza la mano, suplicando con el gesto que no dispare más. El hombre acciona el lanzagranadas, acertando de lleno a la rubia con el proyectil. La explosión de carne, sangre, órganos internos y miembros mutilados lo ocupa todo.
—Cuando supimos que regentabas un gimnasio, todos nos acordamos del comienzo de Ciudad de Venganza, tu única película de gran presupuesto.
—Bueno, yo no diría que fuera de gran presupuesto, pero sí tenía una producción muy por encima de lo habitual. Mucha, mucha gente vio Ciudad de Venganza, y la verdad es que gracias a ella pude meter el pie en el mundillo de Hollywood.
—No era una película de terror, sino de pura acción.
—Aunque con sangre y tripas por todos lados.
—¡Y que lo digas, Barbara, ya no las hacen así! ¿Tuviste doble de riesgo? ¡Eh, no te rías de mí!
—Lo siento, lo siento. No, yo era mi doble de riesgo, tuve un buen moratón en la espalda durante una semana por culpa de ese espejo.
—Lo tuyo siempre ha sido los papeles físicos…
—¡No sigas por ahí, Bobby! Ya sé por dónde vas…
Además de los destellos de la tormenta que entran por las vidrieras, la estancia más lujosa del castillo se ilumina por cientos de velas colocados en candelabros de toda clase. En el gran lecho con dosel, una joven rubia, Brigitte, cabalga desnuda sobre un hombre pálido, pero musculoso, con la melena y los ojos de un color negro imposible. La luz de las velas se refleja sobre la piel sudorosa de la joven, definiendo cada una de sus curvas. Con movimiento firme y fluido, el hombre pone a Brigitte a cuatro patas sobre el colchón y se coloca tras ella, prosiguiendo con su labor y aumentando la intensidad del placer, a juzgar por los gemidos de la chica. Brigitte, a pesar de moverse en los círculos más decadentes de la nobleza europea, jamás ha sentido nada así.
La puerta de la habitación se abre sola frente a la pareja. Acompañada por la luz de los relámpagos, una mujer tan pálida y con el cabello tan negro como el hombre entra la habitación, encaminándose a la cama. Envuelta en un vestido blanco de gasa, se desplaza suavemente sin que parezca que camine, como si flotara sobre el suelo. Se detiene al pie de la cama y mira con complicidad al hombre, que no se detiene. La mujer acaricia el rostro de Brigitte y la besa en la boca.
Las lenguas de las dos mujeres se entrelazan con lujuria. Después de un largo rato, algo cambia: los dedos de la mujer del cabello azabache se alargan, al igual que sus uñas, que se clavan entre los cabellos dorados de la chica, sujetando la cabeza firmemente. La boca de la mujer se llena de colmillos que atraviesan la lengua de Brigitte. Ejerciendo una fuerza propia de un animal, la vampira arranca la lengua de la joven de un tirón y lo engulle como un ave de presa mientras el hombre, también transformado en monstruo, agarra con ambas manos el cuello de Brigitte desde atrás. Desencajando sus grotescas fauces, ataca con un feroz bocado arranca a la chica la parte posterior de la cabeza.
El vampiro escupe al suelo lo que ahora parece un cuenco pringoso relleno de masa encefálica y recubierto de largo pelo amarillo e introduce su larga lengua de reptil en la masa chorreante de sangre y cerebro. El órgano ondulante se abre paso, desde atrás, hacia la cavidad bucal de la chica, inundada de sangre, para allí encontrarse con la lengua de la vampira en un beso obsceno y grotesco con el cual ambas criaturas proceden a secar las venas de Brigitte.
—¡No podemos evitarlo, Barbara! ¡Ya sabes a qué vienen estos aplausos! El recuerdo es imborrable.
—Sí, sí, sí… El comienzo de Tormenta de colmillos. El trío con los vampiros, o lo que fueran. Me lo recuerdan constantemente.
—Venga, no me dirás que no es un clásico.
—Claro, Ciudadano Kane y Tormenta de colmillos, a la par.
—¡Blasfemia! Poca gente ha tenido mejor aspecto que tú en esa escena.
—Ahora es cuando dices que sigo teniéndolo.
—Eso salta a la vista. Seguro que no has pasado por quirófano.
La sala está demasiado sucia para ser una sala de operaciones. Azulejos llenos de moho, muchos desprendidos. Fluorescentes parpadeantes. Suelo encharcado. Incluso hay una pequeña cocina, donde humea una sartén. No, no es un quirófano, pero hay instrumentos quirúrgicos sobre un mueble metálico con ruedas, y una mesa de operaciones en la que despierta Tina.
—Buongiorno, principessa! —saluda el doctor Bloodstein.
Tina sale de su sopor al instante y mira al rostro surcado de costuras del hombre, vestido con una bata de cirujano realmente sucia, donde se combinan la sangre seca y la fresca.
—¡Estabas muerto! ¡Yo te vi morir! ¡Maldito seas, Bloodstein!
—Maldito, sí, ese es el adjetivo adecuado.
Tina se da cuenta de que no puede moverse. Siente un fuerte escozor de cuello para abajo. Al bajar la vista, lanza un grito. Su cuerpo, salvo por el cuello y la cabeza, ha sido desollado. Los músculos sangrientos están expuestos al aire, carentes de la cobertura de piel.
—Si te sirve de consuelo, he de decirte que tu piel frita estaba deliciosa. Y parece ser que mi droga experimental está funcionando, porque no te has desmayado del dolor y eres incapaz de moverte.
—¡Cabrón!
—Lo que te voy a extraer ahora es el músculo vasto externo del muslo izquierdo —explica el doctor con su odioso tono de sabio despistado y campechano.
Efectivamente, el científico demuestra que sigue en forma al seccionar con habilidad y rapidez el músculo, usando para ello un bisturí. El cirujano alza el músculo en su mano y lo observa con detenimiento.
—Sinceramente, Tina, he de admitir que no me sentó muy bien que me intentaras matar.
Bloodstein azota repetidamente la cara de la joven rubia en la cara con el músculo, manchando su cara de sangre. Tina rompe a llorar.
—¿No tienes nada que decir? ¿Ya no quedan ideas en esa cabecita rubia? Habrá que comprobarlo.
La joven implora clemencia, pero el cirujano no parece enternecerse. Echa el músculo en la sartén, donde se queda chisporroteando mientras Bloodstein se acerca al mueble y escoge una sierra circular, como las que se usan en las autopsias, de entre los muchos instrumentos que allí reposan.
El doctor silba una alegre melodía mientras conecta el aparato a un enchufe y coloca el filo de la sierra sobre la frente de Tina, que no deja de mover la cabeza de un lado a otro. Bloodstein rebusca en el bolsillo de su bata. Saca un ojo humano y lo tira al suelo. Lo mismo hace con una piruleta y un matasuegras. Finalmente extrae una jeringuilla y la clava en el cuello de la joven. Inmediatamente, deja de mover la cabeza y gime ahogadamente, incapaz de gritar o hablar.
—Con esto estarás menos revoltosa.
La sierra es activada y corta la piel de frente. Pronto comienza a serrar el hueso del cráneo, provocando un ruido que da auténtica dentera. Pero, de pronto, el instrumento suelta humo y se apaga.
—No me lo puedo creer. ¿Qué pensarás de mí? ¡Vaya cirujano! —exclama Bloodstein arrojando el aparato al suelo.
Tina, inmóvil pero con los ojos abiertos como platos, es abandonada durante unos instantes, con la sangre manando por el espantoso corte de la frente. Escucha sonidos metálicos mientras Bloodstein rebusca entre sus instrumentos.
—¿Eureka? —se pregunta a sí mismo el cirujano.
Bloodstein regresa a su joven “paciente”, cuyo pelo dorado es ya casi la única parte de su cuerpo que no es de color rojo oscuro.
—No es que sea la herramienta más sofisticada, pero trabajo con lo que tengo —explica el doctor mientras exhibe un oxidado serrucho quirúrgico.
El cirujano comienza a serrar con cuidado, y está haciendo un buen trabajo intentando separar el cráneo sin dañar el cerebro, pero el hueso suelta serrín y provoca un súbito estornudo a Bloodstein. De manera involuntaria, sierra se hunde en la cabeza de Tina, que pone los ojos en blancos y muere.
—Y por por cosas como esta, los cirujanos se ponen mascarilla —se lamenta el doctor Bloodstein.
—Ya tuve quirófanos de sobra en las películas, como aquella del Doctor Nosequé.
—¡Doctor Bloodstein 3! Otro clásico. En esa película hiciste de final girl, en cierto modo.
—Bueno, heredé el papel de otra actriz, que era la final girl de la película anterior. Pero moría, otra vez, al comienzo. Casi ni recuerdo como.
—Desollada y con un serrucho incrustado en la cabeza. Da la impresión de que no estás muy contenta con tus películas.
—A ver, seamos sinceros: eran puta basura.
—Pero, Barbara… nosotros te adoramos por esas películas.
—Y me parece muy bien, me alegra de veras, pero hay que admitir eran una birria. Puro material para adolescentes pajilleros y raritos. Las hice por pasta. Era el porno o eso.
Un grito surge entre el público de la sala de cine.
—¡Desagradecida! ¡Eres quien eres gracias a nosotras!
Barbara se da cuenta de que, desde que ha entrado en el cine, no se ha fijado bien en el público. Simplemente había dado por hecho que serían los mismos tipos melenudos y grasientos que asisten a todos estos eventos, pero hay algo que no cuadra. Ante sus ojos, el público es una masa indeterminada de figuras fluctuantes, como vistas a través del aire caliente del desierto. La única figura distinguible es la persona que acaba de levantarse y gritar.
—¡Te aprovechaste de nuestras muertes y ahora nos desprecias! —acusa Brigitte.
No tiene sentido que Brigitte esté hablando. Es ficticia, está muerta y, de hecho, le falta la lengua y la parte posterior de la cabeza. Se puede ver lo que hay tras ella a través de su boca abierta y sangrante, que gotea sobre sus pechos desnudos.
La ex-actriz es consciente ahora de que no recuerda ni cómo ni cuándo entró en el cine, y observa cómo el público se hace más nítido. La butacas están ocupadas por cadáveres de jóvenes rubias, algunos simplemente degollados o apuñalados, otros reducidos a mero picadillo de carne y sangre. Todos se parecen a Barbara, quien mira, perpleja, a Bobby Nefasto, aunque es incapaz de articular una pregunta.
—¡No me mires a mí, Barbara! Ahora es el turno de preguntas del público —dice Bobby, con una sonrisa que no tiene nada de agradable.
—¡Me clavaron a un árbol! ¡Me descuartizaron! —se queja la cabeza rubia de Kristy, haciendo equilibrios sobre sus restos despedazados.
—¡Eso no es nada! Por culpa de esa ingrata, me convertí en la sopa de un demonio —acusa desde su butaca Ashley, un charco de viscosidad carmesí.
—¡Mirad qué buena figura tiene! En cambio yo, por hacer aerobic, acabé así —explican los trozos de carne humeante que fueron Amanda.
—¡A mí me torturó y me mató un cretino que hacía chistes malos! —gimotea la despellejada Tina, arrancándose el serrucho de la cabeza y agitándolo amenazadoramente en el aire.
Barbara logra tomar aire y grita con fuerza extraordinaria. Los cadáveres la imitan, soltando al unísono un grito idéntico que hace vibrar el edificio.
—¡El mítico grito de Barbara Chase! ¡Este es un momento cumbre en la historia de Mondo Viscoso! —aúlla Bobby, aparentemente extasiado.
La multitud de rubias, tanto las más o menos completas como las que están troceadas, aplastadas, licuadas o masticadas, comienza abandonar las butacas para ir acercándose lentamente al escenario.
—¡Hora de pagar tu deuda! —explica una animadora con un hacha clavada en la cara (Linda, de Asignatura Sangrienta).
Barbara consigue levantarse de su silla, aunque no termina de decidir qué hacer. Se queda clavada en el escenario a causa de la visión de pura pesadilla que tiene ante ella. Bobby la mira, sin perder su sonrisa y se acerca al micrófono.
—Bien, bien, bien… Mondo Viscoso vuelve a hacer los deseos realidad, y Barbara Chase por fin ha logrado ser la final girl. ¿Será de las que sobreviven o no llegará a la secuela? Eso depende de ella, o quizá de vuestra imaginación, mis queridas subcriaturas. Mientras tanto, como siempre, Bobby Nefasto os desea una noche infernal. ¡Hasta el próximo Mondo Viscoso!
gracias por compartir
ResponderEliminarA ti por leer :)
EliminarGracias!
ResponderEliminarA ti!
Eliminar¡Qué buen relato! ¡Me ha encantado!
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