Un viernes más Caosfera amplía su estupenda lista de invitados. Hoy tenemos el placer de contar con el escritor y guionista Isaac Barrao, que nos trae un relato de su antología Salvaje, un compendio de terror salvaje y brutal que podéis conseguir AQUÍ. ¿Sois amantes de las emociones fuertes? Entonces habéis llegado al lugar que buscabais...
Toda mi vida he intentado encajar en la sociedad, en este mundo imperfecto dominado por… ¿quién sabe? Desde que tengo uso de razón, los límites dictatoriales de nuestra democracia me han dicho lo que tengo que hacer, me han enseñado a seguir unos parámetros concretos que dictaminan lo que está bien, recalcando con sumo esmero las prohibiciones y el castigo que conlleva transgredir las normas. Me han obligado a ir al colegio, al instituto e incluso a la universidad. No es que esté en contra de aprender, pero sí aborrezco la manera que tienen de obligarte a formar parte de la colmena, a esclavizarte, a robotizarte como si fueras el engranaje de una máquina diseñada por esos “quién sabe”, para llenar sus arcas. Sólo desean maximizar su ego y poder.
Desde mi punto de vista, durante los cuarenta años de vida que llevo habitando este mundo bajo mi condición de mujer, me he amoldado al orden establecido con la fe absoluta de que era mi deber y mi razón de existir. Me han vendado los ojos con reality shows de máxima audiencia, he seguido los programas del corazón hasta altas horas de la madrugada, absorbiendo las vidas de esos famosos que no dejan de ser más que simples marionetas incrustadas en la misma maquinaria que nos maneja a todos. He trabajado duro, horas y más horas, día tras día, con el “estigma” democrático tatuado en mi corazón, ilusionada con llegar a ascender la pirámide capitalista para reunirme con “ellos”. He visto cómo nuestra sociedad, estructurada con la deliberada intención de servir y enriquecer a las altas élites, es engañada por “ellos”, esos dioses de carne y hueso que nos tratan como marionetas y que, por razones que no puedo o no quiero entender, se esconden, se difuminan, se integran sibilinamente en nuestra sociedad e incluso entre nuestras familias. Controlan y espían cada uno de nuestros movimientos, pretendiendo estar siempre un paso por delante de nosotros, haciendo y deshaciendo. ¡Joder! He visto cómo padres de familia, madres, abuelos y hermanos, priorizan el poder económico. Es triste el egoísmo del ser humano y su bajeza con tal llegar a escalar ese ficticio nivel de felicidad material; se convierten en monstruos capaces de abandonar a sus seres queridos, para ellos meros obstáculos insignificantes. He visto cómo los arcángeles manipuladores cortan los hilos que nos mantienen dentro del rebaño y acabamos destinados a comedores sociales. No tienen vergüenza, degradan y humillan la creencias que nuestras familias nos inculcan con tanto amor, nos explusan de nuestras propias casas y se jactan sin pudor de su poder mientras muchos no podemos pagar la luz ni alimentar a nuestros descendientes. He visto recortado nuestro bienestar, el triste cierre de quirófanos, la migración de los médicos en busca de una mejor suerte. He llorado al pensar en la muerte de amigos y familiares por culpa de largas listas de espera. Todo por falta de dinero, un dinero que desaparece por culpa de tarjetas opacas que sólo sirven para despilfarrar en yates, fiestas, cenas, prostitutas o joyas. Y permitimos que el sudor de nuestra frente sea despilfarrado de una manera obscena. He visto cómo después de permitir, ignorar y convivir con todo esto, intentamos seguir dentro del redil. Sin embargo lo peor de todo, lo más escabroso del asunto, es que continuamos instruyendo a nuestros hijos del mismo modo que “ellos” hicieron con nosotros.
¿Qué más os voy a contar? Todo lo que pueda decir o pensar, la mayoría ya lo sabéis. Al igual que yo, lo habéis visto.
Sí, hemos visto y vivido.
Mi nombre es lo de menos. Ahora la vida es diferente, y me doy cuenta de que esto carecía de importancia, la verdad. Todo se ha ido a la mierda. No lo digo de forma metafórica, refiriéndome a esa asquerosa crisis que nos azotó hace unos ocho años y barrió nuestros ideales y creencias como un huracán.
Hoy es 1 de enero de 2015. ¿Cuándo empezó todo? No lo sé, pero a decir verdad no me importa, a nadie le importa. Las campanadas del reloj de la Puerta del Sol sonaron mientras las cadenas retransmitían un sonido peculiar. Pero nadie las escuchó, al menos del modo en que estamos acostumbrados.
Hace cuarenta y ocho horas que estoy sentada en el tejado de mi casa, a las afueras de la ciudad. Empuño la escopeta de caza de mi padre; él me enseñó a utilizarla. Estoy segura de que nunca se hubiera imaginado que le reventaría la tapa de los sesos con ella. No me malinterpretéis, vosotros en mi lugar hubiérais actuado del mismo modo. Con mi madre hice lo mismo después de que mi marido le desgarrara la yugular a mordiscos, transformándola en uno de esos monstruos sin alma ni sentimientos. Todos ellos tenían un único objetivo reflejado en sus ojos opacos: devorar mi azucarada y tierna carne. Para ella, aquello fue un instinto primario. Sin titubear, descargué el arma dos veces sobre la mujer que me dio la vida, la misma que me instruyó para encajar en la sociedad del mismo modo que hicieron con ella. La primera expansión de plomo le acertó de lleno en el estómago y desparramó sus intestinos en la moqueta del suelo. Su avance se ralentizó unos segundos y me dio tiempo a subir las escaleras que dan al tejado. La segunda vez le apunté desde las alturas y le acerté en la cabeza, aliviando su sufrimiento para siempre.
Mi querido marido sigue ahí abajo, apostado en la escalera. Hace horas que escucho cómo sus dedos rasgan la trampilla de madera por la que entré. Puedo imaginarme sus uñas descarnándose bajo las astillas y la sangre deslizándose entre sus dedos.
No estoy segura de que lo que estoy escribiendo en esta pequeña libreta llegue a ser leído por alguien. Pero si se diera el caso, espero que entienda mis sentimientos.
No me juzguéis. Voy a deciros una cosa: me siento bien, feliz.
A pesar de haber vivido esa falsa vida que “ellos” me concedieron con la exclusiva finalidad de contribuir a su riqueza, también tuve la suerte de estudiar una ingeniería que me permitió trabajar en la central nuclear que puedo ver de lejos en este momento, aunque un poco borrosa debido al agotamiento de mis ojos.
Es irónico, ¿sabéis? En sus películas, Romero sólo tenía razón en una cosa: los muertos caminaban sobre la tierra. Pero ellos no son lo único que hay que temer. Cuando los generadores auxiliares de emergencia se apaguen para siempre, no habrá nada que refrigere el combustible. Entonces la radioactividad de más de doscientas mil bombas atómicas será liberada de la planta. No hace falta que entre en absurdos tecnicismos para que podáis entender el final de la humanidad o el principio de algo mejor, según se mire.
Soy libre. Por una vez en mi vida, ¡soy libre! ¿No lo entendéis? ¡Somos libres! Jamás en nuestra miserable y programada existencia nos habíamos librado de “ellos”. Doy gracias a Dios y rezo para que los pocos que quedamos en este mundo sintamos la manifestación de la verdad antes de que esas aberraciones que anhelan nuestra carne acaben con nosotros. Rezo para que respiréis la libertad que se os brinda, para que saboreéis el libre albedrío sin miedo a equivocaros, para que sintáis vuestra alma recorriendo cada centímetro de la piel del mismo modo que lo estoy viviendo yo en este momento. Seamos felices antes de abandonar el infierno y dirigirnos a un lugar mejor, tal vez un universo que destierra el egoísmo, la ira, el odio, la carne, la envidia…, donde el amor es aceptado como única alternativa viable hacia la salvación. ¿Os imagináis que hubiéramos descubierto esta absoluta verdad antes de que sucediera la catástrofe? No sé, puede que nuestro paso por aquí fuese obligatorio, antes de que se nos concediese la ascensión…
Mi querido y amado marido acaba de atravesar la trampilla de madera. Ruge como una bestia salvaje, dominado por el rojo elixir que corre en mis venas. En su desfigurado rostro se dibuja un pensamiento: clavar sus dientes podridos en mi piel. Pero ¿sabéis qué? Yo sigo viendo su alma, el dulce reflejo amoroso que eclipsa la tormentosa maldad que le obliga a atacarme, a devorarme, a seguir sus instintos primarios sin ataduras, sin reglas, atendiendo egoistamente a su felicidad… Pensadlo.
No voy a resistirme.
Prefiero morir entre los dientes de mi amor. Sé lo que la radioactividad provocará en mi piel, sin embargo, no es la manera de morir lo que me asusta. No estoy segura de poder aguantar el peso de nuestros pecados como especie ni la destrucción de la madre Tierra, que nos acogió como sus hijos más amados. Hicimos caso omiso de sus constantes advertencias a pesar de que nos guardó y alimentó incluso sabiendo que nos convertiríamos no sólo en sus verdugos, sino en los nuestros.
Mirad hacia atrás, hacia el mundo que permanecerá para siempre atrapado en una destructiva telaraña, desfigurado por el interés y los prejuicios de unos pocos, y decidme: ¿cómo os sentís?
Ahora… Ahora soy libre. Sois libres.
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