sábado, 9 de octubre de 2021

Kuso: el vórtice escatológico

 




¡Nueva entrada! Por motivos de peso, ayer no pude traeros nuevo material, pero no os preocupéis. Aquí tenéis la aportación cultural de esta semana, ¡toda una sorpresa! Nos llega de la mano de José Ángel Conde, quien amablemente me ha enviado esta curiosa propuesta: la mierda como recurso estético e impactante en el mundo del arte (literatura, arte gráfico, cine, etc). Y, tras esta curiosa (y sucia) introducción llena de referencias que no os podéis perder (leed con mucha atención, y apuntad), nos habla de la producción Kuso, dirigida por Flying Lotus, en mi opinión toda una sorpresa visual. ¿Os atrevéis a bucear en las entrañas de lo grotesco? Razón aquí




Un conocido, bastante nihilista, me comentaba una vez algo así como que “el artista, en su función de provocador, ya no tiene con qué provocar; si acaso con su propia mierda”. Vaya por delante que no se refería a la “mierda” en sentido figurado, sino en su acepción más concreta y material. Quizás en ese momento él no tenía en mente al artista Piero Manzoni (quien tan pronto o tan tarde como en 1959 enlató sus propias deposiciones y las puso a la venta a elevado precio en una galería de arte), ni movimientos como el “Accionismo Vienés”, ni provocadores del calibre (por poner un ejemplo) de GG Allin o las incontables veces que el arte de la performance se ha servido de los excrementos hasta casi establecer un cliché, antes de que Marina Abramovic convirtiera la disciplina en algo sofisticado y chic. Lo cierto es que él quería dejar patente el cansancio o el escepticismo que sentía ante el hecho de que la transgresión estética pudiera haber alcanzado ya sus límites. Pudiera ser que no hubiera ya nada más que expresar, nada que pudiera sorprender en una época en la que toda tendencia, filosofía o ideología se han vuelto “post/pos”, ese prefijo tan usado, abusado y subjetivamente interpretado (lo cual, a su vez, resulta también netamente “postmoderno”) pero que entre sus múltiples acepciones aún sigue admitiendo la de referirse a “algo que ya ha sido superado”.





Iniciación a la abyección

  En este sentido, pues, parece que la mierda, mucho más que otros fluidos y/o elementos, sigue siendo una herramienta estética o argumental que aún puede constituirse en poderoso vehículo de vanguardia artística, a veces con tan sólo nombrarla o visionarla, sin necesidad de dotarla de un sentido operativo, artificial o creativo. En la mierda, como también ocurre con la muerte, es donde se revela con mayor claridad la paradoja de algo que se niega pero que sin embargo existe, lo cual se nos antoja un oportuno paralelismo con la omnipresencia del simulacro y la posverdad (de nuevo el dichoso prefijo) en el paisaje perceptivo contemporáneo. “De la mierda no se habla. Pero ningún objeto, ni siquiera el sexo, ha dado tanto que hablar, y esto ha ocurrido siempre”, afirma el francés Dominique Laporte en su irregular pero revelador estudio Historia de la mierda. Y sin embargo ya San Agustín (¿o quizá Bernardo de Claraval?) afirma que inter faeces et urinas nascimur (“hemos nacido entre heces y orina”). No deja de ser curioso que algo tan cotidiano e inevitable como el excremento adquiera tales propiedades de subversión. La mejor respuesta a esto, aparte de las consideraciones freudianas “clásicas” en torno a la etapa anal y algunos de los presupuestos lacanianos, quizá nos la proporcione el concepto de lo “abyecto” desarrollado por la teórica franco-búlgara Julia Kristeva en su libro de 1980 Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l’abjection (Poderes del horror. Ensayo sobre la abyección en el original francés, mal traducido al español como Poderes de la perversión).




  El término “abyecto” posee una etimología compleja. Su significado actual más común derivaría en principio del latín abiicere (“rebajar”, “envilecer”). Sin embargo, la atribución que a Kristeva le interesa es la que lo relaciona con abicere (“abandonar”) y ab más iacere (“arrojar”), para así poder definirlo como lo que es expulsado, lo que debe ser arrojado de uno mismo para poder llegar a adquirir una identidad propia, tanto psíquica como sexual y social, una personalidad “humana” que rechace lo que entra en la esfera de lo más propiamente “bajo”, “salvaje” y “animal”. Paradójicamente lo “abyecto” forma parte también de nosotros, de nuestro propio cuerpo, como ocurre en el caso de los excrementos (a los que se puede añadir, entre otros, la basura, los cadáveres e incluso los genitales de ambos sexos), pero si queremos ser reconocidos y aceptados como sujetos en el marco de la “civilización” debemos seguir la ley que nos imponen la náusea, el terror o el desagrado que sentimos ante la presencia de lo “abyecto” de forma que no pasemos de considerarlo como un objeto, algo que ya no nos pertenece y que sólo compete al mundo exterior, consolidándose así el tabú. “Esos humores, esta impureza, esta mierda, son aquello que la vida apenas soporta, y con esfuerzo. Me encuentro en los límites de mi condición de viviente. De esos límites se desprende mi cuerpo como viviente”.

  Como se ve es este un concepto relacionado con la autoexploración, la aceptación y el rechazo de lo propio, con los límites. Por lo tanto es también una categoría con una fuerte dimensión cultural que incluso sobrepasa el espectro del arte para impregnar las costumbres y el pensamiento, ya que la abyección supone la ruptura del tabú y la negación del orden y el sistema establecidos, entrando en el terreno de lo prohibido. “No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas”. Y es en la sublimación de este conflicto, entre lo que está dentro y lo que está afuera, entre la subjetividad y la sociedad, donde se encuentra un poderoso motivo artístico que, según Kristeva, no sólo no va contra la cultura sino que supone un importante motivo de progreso y transformación al cuestionarse las normas y códigos sociales. Así pues el recurso estético de la abyección, más o menos encubierto o más o menos explícito, ha sido una constante en la historia del arte y, por supuesto, la mierda más en concreto, manifestación abyecta por antonomasia, se constituye como uno de sus principales motivos “creadores de contenido”.

  En cuanto a los efectos buscados o conseguidos con el uso expresivo de las heces estos son muy variados: uno de los más claros es el del humor catártico que permita al subconsciente aflorar en lo lúdico pero sin escapar al control del policía de lo consensuado; en muchas ocasiones cumplen también una función brechtiana, como es la de crear un distanciamiento que invite a la reflexión o bien centrar la atención e impactar mediante la repulsión; pero quizá el más complejo e interesante sea el de su relación con lo sublime, esa categoría estética que es percibida como lo superior y lo bello que se eleva, por encima de lo cotidiano, lo vulgar y lo vil. Parece otra paradoja el hecho de que los excrementos puedan ser algo “sublime” pero lo cierto es que su aparición es capaz de arrobar y paralizar al sujeto al punto de ir más allá del símbolo y provocar una suspensión de los sentidos y del gusto que escapen a la descripción, muy en la línea de las teorías de Antonin Artaud sobre el “Teatro de la Crueldad”, con lo que dejan de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo. Para Kristeva, de nuevo, lo sublime y lo abyecto proceden de la misma manera: “Lo abyecto está rodeado de sublime. No es el mismo momento del trayecto, pero es el mismo sujeto y el mismo discurso. Pues lo sublime tampoco tiene objeto”. Y, ¿por qué no?, parafilias aparte, quizá también funcione como objeto de deseo, estimulando nuestra atracción hacia lo “prohibido”. Es en este sentido que lo abyecto es destacado como una de las innumerables obsesiones del ya de por sí obsesivo Salvador Dalí: “No sabemos si detrás de los tres grandes simulacros, la mierda, la sangre y la putrefacción, no se oculta justamente la deseada tierra de los tesoros. Conocedores de los simulacros, hemos aprendido desde hace mucho tiempo a reconocer la imagen del deseo detrás de los simulacros del terror e incluso el despertar de las edades de oro detrás de los ignominiosos simulacros escatológicos” (L’Anne Pourri (“El asno podrido”), en Le Surréalisme au service de la Révolution, nº1, 1930). En cualquier caso, por su naturaleza inevitablemente iconoclasta es muy difícil que el recurso a la mierda adquiera connotaciones apolíneas o que propicie un remanso nivelador aristotélico o reflexivo; la mierda siempre será carnal, visceral y extrema.


"El asno podrido", Salvador Dalí



Los rituales marrones

  La materia “innombrable” ha estado presente, por supuesto, en los principales movimientos de vanguardia artística desde Marcel Duchamp hasta la actualidad, pero también se ha aposentado, haciendo un somero resumen, en la novela picaresca y gran parte de la literatura barroca (Quevedo, Rabelais); a la vez como expresión del deseo y arma política en la obra de Sade y en la novela libertina del siglo XVIII en adelante; en la narración científica llevada hasta las últimas consecuencias del Naturalismo decimonónico (Zola) que luego se trasplantaría a gran parte de la novela experimental (Cela, Marsé, Goytisolo) y a las más cortantes letras de la “ficción transgresiva” (Jean Genet, Céline, William S. Burroughs, Chuck Palahniuk) y el “realismo sucio” (Henry Miller, Bukowski); en buena parte del teatro experimental del siglo XX (Antonin Artaud, Fernando Arrabal, Werner Schwab, La Fura dels Baus); en las diversas formas de expresión contracultural y arte underground, con especial calado en el movimiento punk; en las innumerables propuestas del terrorismo estético…

  Hay que destacar también el especial protagonismo que ha tenido en tres de las tendencias más radicales e influyentes de finales del pasado siglo, las cuales se complementan e interpenetran tanto entre sí que resulta un duro trabajo para los críticos el diferenciarlas (como si fuera necesario): el “arte abyecto” que alcanzó gran popularidad y relevancia sobre todo en la década de los 90, muy vinculado al arte posmoderno y, aunque más recordado por su vertiente necrofílica (Von Hagens, Joel-Peter Witkin), con una poderosa inclinación fecal en la obra de artistas como Kiki Smith, Paul McCarthy, Helen Chadwick, Andrés Serrano o Damien Hirst; la “Nueva Carne”, la religión mutante intitulada por el cineasta David Cronenberg, cuya naturaleza proteica le permite extender su plasma (y su mierda) a canales tan variados como el horror corporal (la saga cinematográfica The human centipede del holandés Tom Six), el cyberpunk (Floria Sigismondi, Dave Cooper), el eroguro (Hideshi Hino, Junji Ito, Shintaro Kago), la fotografía (Cindy Sherman), la escultura (Robert Gober) o la performance (Carolee Schneemann); y el splatterpunk, que en los últimos años ha visto cómo las omnipresentes vísceras y sangre del gore han ido dejando paso al fetichismo más excretor, hasta el punto de que casi se puede hablar de un subgénero del subgénero (¿cómo llamarlo? ¿Shitpunk? ¿Poopunk?) en literatura (comenzando con “la Biblia de la Mierda”, Vacas de Matthew Stokoe, hasta impregnar muchas de las obras de la corriente conocida como “bizarro”), cine o cómic (el rectal camino que abrieran Charles Burns, Miguel Ángel Martín y Paco Alcázar en los noventa y que hoy es continuado por agentes provocadores como Stéphane Blanquet, MolgH o Joan Cornellá).

  Y sin embargo la pantalla… Sin embargo la pantalla, esa fagocitadora esteticista y arrogante, ha encerrado la mierda muchas veces entre las dimensiones de su ratio. Incluso el vanidoso mundo de la interpretación seguiría usando entre las bambalinas del celuloide la expresión “mucha mierda”, la cual se dice tomada del teatro barroco, para desear suerte. En el caso concreto del cine ésta aparece desde el principio vinculada con las películas de arte y ensayo cuando Luis Buñuel y Salvador Dalí llevaron el surrealismo a la pantalla en Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930). El cine de autor se ha sentido interesado en muchas ocasiones por la dimensión “sublime” de la escatología, hasta el punto de que en muchos directores es algo recurrente durante toda su filmografía, como es el caso del propio Buñuel, Federico Fellini, el ínclito Fernando Arrabal, Pier Paolo Pasolini (el que la convirtió en obra maestra adaptando, como no, a Sade en Saló o los 120 días de Sodoma, 1975), John Waters, Pedro Almodóvar o Albert Serra. La lista y las intenciones de los directores que se han atrevido a enfrentarse frontalmente con el público lanzando mierda a sus retinas es extensa aunque definitivamente poco popular: la agitación política en la crónica de la saciedad y la holganza burguesa de Marco Ferreri en Le grande bouffe (1973) y el agitprop autogestionado de Dusan Makavej, gurú de la “Ola Negra” yugoslava, en las comunas “accionistas” de Sweet movie (1974); el esteticismo y la experimentación en buena parte del cine deconstructor y paranoico-crítico de Jan Švankmajer (Los conspiradores del placer, 1996) y en el “realismo mágico” nihilista de Jean-Claude Lauzon en Leolo (1996); la parafilia sexual en la coreana Mentiras (Gojitmal, 1999) de Jang Sun-woo y Visitor Q (2001) de Takashi Miike; la pintura de bodegones audiovisuales de inmundicia y subdesarrollo en Qué difícil es ser un dios (2013), del ruso Aleksey German; el underground más extremo e inquietante, rozando la marginalidad, en la pesadilla postapocalíptica y autocoprófaga Vase de noces (1975) del belga Thierry Zéno, en la crónica de la vejación progresiva The green elephant (Zelyonyy slonik, 1999) de la rusa Svetlana Baskova y en el sadomasoquismo del “cine de la crueldad”, repulsión de apariencia documental, del alemán Marian Dora (la trilogía Debris documentar (2003), Melancholie der Engel (2009) y Carcinoma (2014)). Pero, aunque en pocas, porque la norma es que aleje a las audiencias, mierda (de la física) también ha habido en películas taquilleras fuera de la comedia, y en algunos casos en abundancia, como Trainspotting (1996) de Danny Boyle, donde era omnipresente, o El libro negro (2006) de Paul Verhoeven, donde contribuía al dramatismo de la historia.

  Por supuesto las aguas mayores han reinado sin tapujos en los maleables terrenos del cine basura, aumentando de forma exponencial en los últimos años hasta permitirnos especular, como ya se ha comentado, con la existencia de un subgénero shitpunk. El apostolado iniciado por John Waters y su musa coprófaga Divine en Pink Flamingos (1972) será continuado por una auténtica legión de discípulos de la caspa en aras tanto del humor más gamberro como de la agitación y la provocación más inmediatas y contundentes. A la cabeza de esta industria independiente de las defecaciones se encuentra por supuesto el cine de la factoría Troma (las shakespearianas Tromeo y Julieta (1997) y Shakespeare’s shitstorm (2020), junto con la apoteósica Poultrygeist: Night of the Chicken Dead (2006)) pero también son emblemáticos la pureza de los dignísimos inicios de Peter Jackson (Bad taste (1987), Meet the febles (1989)), los excesos del torture porn (Atroz (2015) del mexicano Lex Ortega), divertidísimas salvajadas niponas como Zombie Ass: Toilet of the Dead (2015) de Noboru Iguchi o la madre de todas las mierdas, Monsturd (2003), de la pareja basura yanqui Rick Popko y Dan West.

  podemos olvidarnos del siempre agradecido aunque nunca suficientemente valorado género de la comedia. Lo que se ha dado en llamar el “humor marrón”, valga la metonimia, los Campos Elíseos del mal gusto, ha sido un sello distintivo de la comedia norteamericana contemporánea. Ya estaba en gran parte de las películas que convirtieron en clásicos al tándem formado por Jim Abrahams y los hermanos Zucker (Aterriza como puedas (1980), Top secret! (1984)) pero en el cambio de milenio ha ejercido un auténtico imperialismo escatológico capitaneado por los hermanos Farrelly, secundado por los inicios más indies de Kevin Smith (Mallrats (1995), Dogma (1999)), vuelto a entronizar por la astracanada máxima de Sacha Baron Cohen y continuado por el Todd Phillips preJoker, realizador que “causalmente” también firmó el documental Hated (1993) sobre la figura del monarca “copropunk” de la provocación: GG Allin. Una tendencia que en Europa ha contado con las excelsas contribuciones del francés Michel Gondry en su cortometraje One day (2001), y del esperpento netamente ibérico de Santiago Segura en su saga Torrente y de Juanma Bajo Ulloa en su polémico Rey Gitano (2015).

  Precisamente en el equivalente del esperpento en la cultura anglosajona, la variante estética de comedia extrema basada en el exceso que se ha dado en llamar camp, es donde con más libertad se practica la coprofilia, especialmente en el campo de las series animadas por sus mayores posibilidades expresivas y técnicas. No en vano ya Susan Sontag en Notas sobre lo camp (1969) comenta que es una estética abyecta y declara: “me siento fuertemente atraída por el camp, y ofendida por ello con intensidad casi igual”. Con los precedentes de la imagen fija en los cromos de La pandilla basura (Garbage Pail Kids) y la deformidad surrealista y corporal en el lápiz del maestro Bill Plympton en los ochenta, la MTV comenzaría su ingeniería social con el primer éxito mediático de los irreverentes Beavis y Butthead, perpetrados por Mike Judge, y desde entonces los ríos de mierda animados no han dejado de correr, sobre todo desde que South Park (Matt Stone y Trey Parker) la normalizara e incluso la convirtiera en personaje: el carismático Señor Mojón (Mr. Hankey). Otro celebre zurullo con vida propia sería Unchi, la caca saltarina amiga de la niña robot Arale, protagonista de Dr. Slump (Akira Toriyama), un ejemplo de anime entre los miles en los que la escatología se asume como una parte de la historia más, asegurándose así el cachondeo y la parodia desmedida en los límites del absurdo pero aun así para todos las públicos, como la que se hace del kaiju Ultraman en el icono asiático Kinnikuman (Muscleman en occidente) del dúo Yudetamago, un superhéroe imbécil capaz de volar gracias a la fuerza de sus ventosidades al que tenemos que añadir por fuerza al mayor héroe de la etapa anal: el destructor de normas Crayon Shin-Chan, creado por Yoshito Usui. Ya en imagen real el camp británico nos ha dejado también su maestría “marrón” (y muchas veces negrísima) en series inolvidables y tan internacionales como, con permiso del grupo Monty Python, las marionetas de Spitting image (Peter Fluck, Roger Law y Martin Lambie-Nairn) o los muñecos humanos de Little Britain (David Walliams y Matt Lucas).

  En los últimos años la fecalidad se ha seguido (y se seguirá) mostrando como un buen acicate contra el puritanismo y la ñoñería, sobre todo en el terreno del cine independiente, categoría siempre discutible en lo financiero pero no tanto en lo artístico. Lo que sí es sintomático es que varias películas la hayan adoptado como tema más que como herramienta, hasta el punto de constituirse en la esencia de su moraleja e incluso en parte de sus títulos. Pero aún hay más sincronicidades si cabe cuando notamos que las fechas de producción y lanzamiento coinciden. Así empezamos en 2013, cuando vieron la luz al final del túnel de desagüe dos rompedores viajes hacia la abyección voluntaria: la rebeldía a través de la falta de higiene de la alemana Wetlands de David Wnendt y la aceptación del nihilismo de alcantarilla al margen de la sociedad en la canadiense Septic man (2013) de Jesse T. Cook, esta última con guion de Tony Burguess, impulsor de Pontypool (novela y película) y uno de los grandes analistas de las nuevas formas de alienación. Y terminamos en 2017 con dos descomposiciones del cuerpo en la escatología, la enfermedad y la deformidad, como corresponde a la esencia del más puro body horror, narradas ambas en segmentos en apariencia arbitrariamente entrelazados: la española Pieles, de Eduardo Casanova, muy deudora, cómo no, del cine de John Waters y Pedro Almodóvar, y la norteamericana Kuso, de Flying Lotus, la cual no se estrenó en los cines españoles y pasó directamente a alguna de las plataformas de streaming más “alternativas”. Esta última merece estudio aparte, ya que es un perfecto y condensado resumen de los diferentes usos y tendencias que ha suscitado la mierda en el celuloide, en especial de su vertiente iconoclasta y perturbadora. La ópera prima de Flying Lotus es una de las películas más vanguardistas del milenio precisamente porque desbanca y descoloca a los propios puristas de la vanguardia y su visionado hace estragos entre el público y la crítica, dividiendo audiencias y provocando la misma indignación, incomprensión y fascinación que siempre ha acompañado a las obras decididamente rupturistas. Y la mayor pureza de ello es que quizá ni siquiera fuera ésta la intención de su autor, más preocupado por desplegar su libertad creativa, pero lo cierto es que Kuso es un desafío a los cánones del gusto y a la zona de confort audiovisual del propio espectador, como si quisiera decirle “No huyas de tu pantalla para compartir tu confusión o tu indignación con nadie; quédate, observa y enfréntate a ello tú solo como un valiente”.


Escena de la emblemática "Trainspotting",
tan solo uno de los ejemplos más gráficos del 
llamado "cine de mierda".



El maestre de la bajeza

  Flying Lotus, apodado por algunos “Flylo” (otro nombre a sumar a su lista de alter egos “Juno Leed”, “Lunchpail”, “Captain Murphy”, etc), es el alias del estadounidense Steven Ellison, sobrino nieto de la pianista de jazz Alice Coltrane (mujer del dios de la música negra John Coltrane) y conocido sobre todo como músico, productor y DJ. Lotus se ha ganado el respeto en la dificilísima industria discográfica a base de desarrollar una obra original e inclasificable que ha sabido mantenerse al margen de los derroteros comerciales, con la dificultad que eso conlleva en un mercado tan competitivo y depredador. La mayor parte de su producción, sobre todo dentro de su discográfica propia (ahora también productora audiovisual) Brainfeeder, podría enmarcarse, según los expertos (el que suscribe no lo es), dentro de la música ambiental, más en concreto en el estilo ambient acid jazz del cual es considerado uno de sus mejores paladines, pero con un marcado afán rupturista experimental basado sobre todo en el collage de muy diversos estilos y en la deconstrucción musical mediante el virtuosismo en el empleo del arte del sample. No es una música fácil pero la escucha entrenada la convierte en un chill out crepuscular que abraza de forma mágica los presupuestos perturbadores y participativos del jazz en casi todas sus variantes, con un estilo y repercusión muy en la línea de la vertiente abierta por el genio oscuro Aphex Twin, lo cual hacía inevitable que sus carreras acabaran confluyendo. Las cualidades mutantes de su música se trasplantarán también a su cine, como veremos. Porque Flying Lotus es mucho más que un Quincy Jones postmoderno y se nos revela como un auténtico artista renacentista, un creador inquieto que después de dirigir Kuso ha añadido a su curriculum capacidades como la de animador, diseñador, director artístico, ilustrador, actor, guionista e incluso titiritero. Se sobreentiende también que haya estado siempre al cargo de sus propios videoclips, puesto que ningún artista moderno puede permitirse el no ser su propio asesor de imagen, hasta el punto de que muchos le achacan que Kuso es un encadenamiento de los mismos en formato largometraje, incluso mera autopromoción. Dicho todo esto podemos afirmar, en consonancia con su primera contribución fílmica, que la creatividad de Lotus es tal que se desborda con la misma naturalidad y copiosidad con que se vacía un esfínter.

  Ocupándonos ya de su obra fílmica, es conveniente apuntar que Flying Lotus llegó a ir a la escuela de cine en Los Ángeles antes de convertirse en músico, por lo que siempre ha estado interesado en hacer cine. Su experiencia en el videoclip le ha permitido colaborar con una serie de artistas con los que ir conformando con el tiempo un más que interesante grupo con obsesiones estéticas afines, cuya sinergia será decisiva para la definitiva eclosión de Kuso. Como principales impulsores del proyecto, aparte del propio Steven Ellison, debemos referirnos sobre todo a la triada formada por David Firth, Eddie Alcázar y Zack Fox.

  David Firth es un polifacético creador británico que ha desarrollado su creatividad en diversos campos (música, interpretación, doblaje, locución, videoarte), en especial en el campo de la animación en internet a través de canales propios, aunque también para la BBC o sitios web como Newgrounds. La suya es una obra perturbadora y controvertida, también en cierto modo experimental, que, consciente de los estragos que causa la autocensura, se preocupa mucho por poner a prueba los límites del humor, siendo este más oscuro que negro al ocuparse de temas como la psicopatía o las enfermedades mentales, con una gran capacidad para la presentación de ambientes de pesadilla (Salad Fingers, Socks) pero también para el esperpento más grotesco y escatológico (Burnt Face Man, Not Stanley) y empleando diversos estilos de animación. Un genio que nos presenta un mundo en el que el horror no nos intenta alertar ni concienciar de nada, sino que es parte del devenir cotidiano, una especie de reverso tenebroso de y paralelo a nuestra “normalidad”. Firth será el director del macabro e impactante videoclip de Flying Lotus Ready Err Not, una pieza de tono gore que no da concesiones y que muestra ya el buen entendimiento entre los dos artistas. Tanto es así que Brainfeeder producirá en 2017 el primer cortometraje de Firth, el inquietante y distópico Cream, y sólo será cuestión de tiempo que estas confluencias cristalizaran en el largometraje, donde la labor de Firth como coguionista, animador e incluso actor resultaría imprescindible.

  El segundo talento en juego es el del cineasta norteamericano Eddie Alcázar, director y productor en alza que se ha destacado sobre todo en los terrenos de la publicidad, el videoclip, el documental (Tapia, 2013) y el cortometraje (The Vandal, 2021), con un especial dominio de los efectos visuales y la animación 3D. Alcázar dota a su producción de una oscura estética cyberpunk que recuerda bastante a la del deseado Chris Cunningham, en donde la limpieza de la imagen y los entornos de alta tecnología contrastan con el culto a la deformidad y las mutaciones en consonancia con el espíritu de la “Nueva Carne”. Su primera colaboración con Flying Lotus es el cortometraje FUCKKKYOUUU (2016) donde ambos comparten dirección en una sugestiva y tenebrosa propuesta de horror corporal exhibida en Sundance. Fruto de este encuentro surgiría el primer largometraje de Alcázar, Perfect (2018), un notable ejercicio de gnosis fílmica influido por la ciencia-ficción de los setenta que coproducirían Brainfeeder y el mismísimo Steven Soderbergh. Finalmente Alcázar se encargaría de la producción de Kuso, siendo en gran parte responsable de su definitiva y lograda factura visual.

  Por último tenemos a Zack Fox, cómico, rapero y youtuber afroamericano no demasiado conocido en España que ha conseguido una reputación viral basada sobre todo en su producción musical y visual para redes sociales y otros múltiples canales de expresión vinculados a internet. Su irreverencia y tendencia a la escatología, endémicos de la comedia norteamericana contemporánea, sumados a la exageración e irrealidad propia del camp, dejan huella en gran parte de la narrativa de Kuso, donde su trabajo como guionista y actor ha contribuido sin duda a que una parte de la crítica la calificara como una “comedia de horror”.

  A estos nombres hay que sumar, delante y detrás de las cámaras, personalidades como el productor y músico afroamericano George Clinton, en un carismático papel, los cómicos Tim Heidecker y Anders Holm, la actriz y modelo Krista Allen, el actor porno Lexington Steele o los músicos Aphex Twin, Thundercat, Busdriver y Akira Yamaoka. De hecho la compenetración de esta pléyade de colaboradores le ha valido a Kuso el ser calificada por muchos como una “película de colegas”, de autoría colectiva y con intenciones más bien lúdicas, lo cual es discutible pero tampoco importa en cuanto no afecta al resultado, que es lo que nos interesa. Parece más bien como si Flying Lotus se hubiera preocupado por formar una autentica milicia artística de vanguardia, una cábala de feísmo, provocación, underground y eclecticismo con el fin de recopilar algunos de los caminos expresivos de los últimos años y prefigurar los futuros. Pero sigamos con la génesis del film.

  Según Lotus la idea de Kuso surge de un gif que descubrió en internet donde él y Thom Yorke (casualmente nacidos el mismo día 7 de octubre, aunque en distintos años) mantienen una conversación ficticia sobre sus diferentes sesiones de DJ durante una fiesta, el cual le impactó mucho: “Era un gif realmente tonto, era tan divertido. Y pensé que podría hacer eso, podría hacer algunos gifs locos que fuesen animaciones y así involucrarme de nuevo con las cosas visuales”. Lotus comienza entonces a experimentar con los programas Photoshop y After Effects con la inestimable ayuda de David Firth: “Empecé a hacer cosas en Photoshop. Ahí fue cuando empecé a hacer todos estos personajes con furúnculos y lesiones de piel y photoshopeando cosas en las caras de la gente”. Después de su debut junto a Eddie Alcázar en 2016 Flying Lotus se encarga de mover un cortometraje denominado Royal, ya en solitario, que acabaría integrándose dentro del metraje definitivo de Kuso. Llegados a este punto su estética ya estaba más que consolidada y se había formado un universo propio basado en una psicodelia expresionista y oscura, una anticomedia loca por incordiar y rebozar las retinas acomodadas en los restos de su propia inmundicia, la bajeza que todos arrastramos y que nadie quiere ver.

KUSO. Imagen sujeta a derechos de autor.



Los túneles del inframundo

  El propio título de la película ya es una declaración de intenciones: Kuso es una interjección japonesa que significa “mierda”, en el sentido de “basura”, “chatarra”, “excremento”, y que últimamente se ha hecho famosa dentro de la comunidad asiática de internet tras su introducción en Taiwán en torno al año 2000, con lo que ha pasado también a utilizarse para describir cualquier cosa graciosa o divertida pero también para definir videojuegos ridículos o cutres. Con esto parece que se quiere afirmar un propósito más bien lúdico, como corresponde al más militante cine trash. “Sabía que quería hacer cosas con prótesis y monstruos y criaturas, algo entretenido. No quería hacer un drama serio en mi primera vuelta, quería divertirme haciéndolo, y si no pasaba nada con la película, pues al menos lo íbamos a pasar bien”, expresa el propio Flying Lotus, pero es manifiesto que Kuso va más allá de un puro divertimento, porque también inquieta y mucho. Lo cierto es que otras declaraciones de su creador son contradictorias al respecto, probablemente con intención, dado su enorme talento para la autopromoción. Pero nos parece mucho más creíble cuando Lotus afirma:

  “La idea detrás de Kuso es simple. Se trata de todo lo que me da miedo”.

  El personaje de Marlon Brando en El último tango en París ya ejercía de psicopompo anal cuando decía, en uno de esos reveladores, revolucionarios y geniales diálogos de retrete entre él y Maria Schneider, “No te librarás del sentimiento de soledad hasta que te hayas metido en el culo de la muerte. Hasta encontrar las tripas del miedo”. Lo que venía a significar, todo ello metafóricamente (¿o no?), que para llegar a la verdad había que forzar la entrada a través del ojo del culo, un pórtico que ofrece resistencia y eventualmente dolor al ser abierto, para luego iniciar un camino de retroceso hacia las entrañas de uno mismo, hacia lo más asqueroso, abyecto y difícil de soportar. Pues bien, Flying Lotus hace lo propio en Kuso, pero de una manera bastante peculiar. Por lo tanto, no nos engañemos: el título viene a cuento porque el auténtico leit-motiv de la película es la Mierda, con mayúsculas, pero no sólo porque sus fotogramas rebosen de ella sino porque es una auténtica inmersión en lo abyecto, en lo que es propiamente nuestro pero negado, en cuanto temido, por el conjunto de la sociedad, obsesionada con establecer capas y capas de falsedad y simulacro hasta el punto de destruir el significado del concepto de “realidad”, negando el cuerpo y la mente propios en beneficio de un platonismo digital y fractal. El mismo Lotus confiesa que concibió su opera prima como un atentado contra “la cultura de la belleza instalada en Instagram”: “Estaba cansado de que todo aparente ser tan limpio, reluciente y bonito. Estaba harto de tanto terror no recomendado a menores de 13 años. Quería hacer algo que me recordara aquellas imágenes que me chamuscaron el cerebro cuando era niño. Como aquella escena de Robocop en la que matan a Murphy y le arrancan los brazos a balazos... Nunca olvidaré aquella mierda. De niño tenía pesadillas con aquello y quería hacerle eso a alguien ahora".

  Gran parte de la “prensa” la ha definido como “la película más asquerosa de la historia del cine”, lo cual no deja de sonar a estrategia comercial en un tiempo en el que toda opinión se erige en subterfugio o señuelo para el beneficio económico o la ingeniería social. Tampoco la mayoría del público que ha despreciado Kuso en masa ha sido consciente del ataque frontal a sus valores que supone, más cuando el adoctrinamiento permanente del marketing les impone el consumo rápido y el desprecio del análisis, abundando por lo tanto en la superficialidad de la opinión. Se puede aducir que tal “ataque” no deje de ser a su modo también superficial pero creemos que los efectos de la película son de largo recorrido y que los posos de sus heces empezarán a ser apreciados cuando una cierta audiencia hastiada de artificios se decida a renunciar a todo y a perderse en sus túneles, a adorar sus demonios y convertirla en objeto de culto. Sólo el que se atreva a detenerse ante lo que le perturba podrá alcanzar un goce estético verdaderamente puro. Ya lo dice uno de los personajes de la misma, un ser interdimensional similar a un pompón con gigantismo, mientras observa en la televisión como una varilla de acero atraviesa un pene erecto: "Esto es arte. Esto es mierda. El arte es mierda".

  Y entonces ¿qué concepto del arte propone Kuso y cómo lo hace? Flying Lotus es plenamente consciente de que todo está inventado y por eso se dedica a destruirlo (o deconstruirlo), tanto en su música como en su obra visual, y lo hace de fuera adentro: usando la estética preciosista que quiere denunciar para transmitir la subversión de su mensaje, es decir, con las propias armas de lo establecido para poder golpearlo con mayor impacto, de forma más inesperada.

  Empezando por la factura visual, Kuso no recurre al espectro underground sucio del ultragore alemán, sino que su escatología está deliberadamente pasada por el filtro parental de diseño de la MTV, la truculencia en alta definición con amplia y saturada gama cromática, imagen artificiosa dispuesta con la composición visual manierista que imponen los cánones estéticos del perfeccionismo publicitario hípster. Flying Lotus se apropia del preciosismo instagramer generando una imagen vistosa para un contenido aberrante, como si quisiera decirnos “Ey, lo que estás viendo está muy buen envuelto, pero sigue siendo una mierda”. En ese sentido tiene muchos puntos en común con la categoría cinematográfica del “Feísmo Hiperbólico”, acuñada por el historiador Carlos A. Cuellar Alejandro y emparentada con el expresionismo, donde la amoralidad y la ambigüedad se exponen con una puesta en escena barroca de cuidada dirección artística, virtuosismo técnico y abundante uso de efectos especiales, cualidades esgrimidas por cineastas europeos como Jean-Pierre Jeunet, Pitof, Alex de la Iglesia o Javier Fesser. Otras influencias reconocidas son las de los inicios de Peter Jackson, David Lynch, el horror japonés y la serie B, Shinya Tsukamoto, Gaspar Noe…“No tomé cosas directas de Lynch, pero siempre he visto sus películas y soy un gran admirador de él, así que estoy seguro de que hay alguna influencia. Pero más que todo, mis influencias vinieron de Japón. Me encantan Takashi Miike, Shintaro Kago y Shinya Tsukamoto. Este último es definitivamente uno de mis favoritos. He estudiado sus películas y soy un gran admirador de la estética cinematográfica japonesa y definitivamente se nota en mi trabajo. Pero me encanta David Lynch”.

  Pero detrás del pulido formal se nota también que hay una narrativa del cansancio, de la fatiga precisamente ante esa saturación de códigos superficiales, la taxonomía de Bloom aplicada a los iconos tardocapitalistas. Flying Lotus adopta esa misma narrativa de YouTube y las redes sociales, de la hiperrealidad destruyendo la realidad y, por encima de todo, una fragmentación constante y mareante que diluye o desintegra el significado. El montaje de Kuso parece mimetizar ese fluir constante de impresiones sin objeto aparente mediante la técnica de los episodios fragmentados de forma estratégica para producir ese efecto de discontinuidad, de narrativa interrumpida hasta el paroxismo por la interactividad que destruye lo lineal, pero sin que sepamos bien quién o qué interactúa. Una imitación de la lógica del videoclip (o mejor, de los efímeros videos virales) y el discurso del zapping, en resumen, del palimpsesto perceptivo que es el paisaje habitual del espectador del tercer milenio. La suya es una rebelión dentro del sistema y en el flujo de esta corriente digital Lotus propone una abyección esteticista que retuerce de forma paródica y esperpéntica la “filosofía” contemporánea, propagada en mayor medida por las redes sociales: mostrarlo todo, esencia del splatterpunk, pero de forma artificial, pasado antes por el filtro extremo de la simulación y la censura de las políticas comunitarias, debajo de las cuales el mensaje de Kuso operaría como un virus subterráneo. No es que vaya a cambiar nada y tampoco lo pretende, pero no está de más exponer lo artificial y las debilidades de su imperio. Ya hemos superado Matrix: la virtualidad está por fin instaurada. Pero ¿la ilusión de la capacidad de elección que da la interactividad, la impersonal búsqueda de la satisfacción permanente y la huida de lo que nos perturba, no serán las mismas rejas con las que hemos confeccionado una cárcel expresiva que ha anestesiado nuestro paladar estético, una burbuja donde ya nada puede emocionarnos ni sorprendernos? ¿Puede entonces ser la mierda una poderosa arma para romper el simulacro? En manos de Lotus parece que sí. ¿Es esta la esencia posthumana (valga el omnipresente prefijo, ya lo advertí) de otra “Nueva Carne”, el nacimiento del nuevo Shitpunk? Dame algo auténtico, dame algo de verdad, aunque sea hiriente, aunque sea brutal, aunque me haga vomitar.

  De entrada es una batalla perdida intentar enmarcar a Kuso en un género. No es horror, aunque asquee; no es comedia, aunque en muchas ocasiones haga reír. Se hace difícil, pero quizá tendremos que rendirnos por una vez y aceptar que Flying Lotus ha creado algo nuevo. Quizá lo que pretende transmitirnos es la liberación sensorial de uno de esos inconfesados y subterráneos momentos zen que todos hemos vivido alguna vez sentados en nuestros inodoros, mientras nos aliviábamos de tan pesada carga orgánica (¿humana?), utilizando para ello todos los medios, formatos y estilos a su disposición (imagen real, CGI, videoclip, sitcom, horror, camp, animación tradicional y digital, stop motion, marionetas, animatronics) por muy incoherentes que parezcan: el arte es el único lugar donde el fin justifica los medios. Flying Lotus logra ensamblar todo este mestizaje visual en un monstruo amorfo de numerosos y caóticos tentáculos que bien podría ser uno de los Primordiales de Lovecraft, pero procedente de un planeta muy muy terrenal, un asteroide blando vernáculo cuya órbita nos atrae y repele a la vez. ¿Y qué hay dentro de él? Es una estática/estética de fluidos donde los excrementos se mezclan con el pus, el semen y los vómitos. Las secreciones más repulsivas del cuerpo humano adquieren un valor narrativo como lo que es expulsado para producir una revelación y un estado alterado de la conciencia, lo abyecto, de lo que esta película es casi un manifiesto encubierto. Auténtico horror corporal, terrorismo estético que busca confrontar al espectador con su propia abyección y sacarle así de su zona de confort. Aparte de las deyecciones, los cuerpos también se deforman como si fueran una materia maleable porque el estado terminal de los personajes va más allá de lo sublime y lo ridículo, de lo humano y lo fantástico, entrando en los terrenos del slapstick más desaforado. ¿Qué pretende Lotus? ¿Denunciar o fomentar la inmadurez con ese humor escatológico que nos retrotrae a la etapa anal y que domina la comedia norteamericana? No se puede negar que en Kuso haya mucho, muchísimo cachondeo, pero lo cierto es que esas mismas escenas que nos resultan graciosas pueden dejarnos un poso de intranquilidad cuando somos conscientes de qué nos estamos riendo. Es por eso que las intenciones de este humor son de todo menos inocentes; nos sitúan frontalmente frente a nuestro sentido del gusto, exponiéndolo y subvirtiéndolo.

  Quizá la auténtica solución al enigma Kuso sea su aparente falta de contenido, quizá se explique por sí solo si lo concebimos como un artefacto que nos permite la apertura de un vórtice escatológico. La historia, más bien la excusa argumental, es tan simple que parece inexistente, de hecho tan sólo es esbozada y en ningún momento explicada ni desarrollada. Se parte de una catástrofe “natural”, al parecer el peor terremoto de la historia de la ciudad de Los Ángeles según nos “informan” los pertinentes noticieros, aunque no sabemos si el resto del metraje continuamos en esta localización o sí el cataclismo ha alcanzado proporciones bíblicas extendiéndose por todo el planeta. La transmisión, la “normalidad”, se ve interrumpida por la repentina aparición del psicopompo interpretado por Regan Farquhar, el rapero crooner más conocido como Busdriver, que con su verborrea spoken Word, insultantemente existencial, nos arrastra sin preguntar dentro del cráter de la Zona Cero, cantando insistentemente el estribillo “Tu dios viene del subsuelo”, “Nadie te salvará jamás”. Es evidente que estamos entrando en el inframundo, en sentido literal y figurado, y que se nos abre un pórtico esfínter hacia nuestro lado más oscuro. A partir de aquí se despliegan diferentes ramas de historias aparentemente inconexas que se interrumpen unas a otras en un ritmo sincopado similar al del jazz, agresivo y críptico al principio pero que termina por epatar (en el buen y en el mal sentido) al espectador que sea capaz de tener la paciencia necesaria para llegar hasta el final. El tronco común de estos relatos es el desarrollarse en una situación y unos escenarios postapocalípticos, donde pululan los mutantes supervivientes de la catástrofe (insisto en que no se vuelve a contar qué ha pasado exactamente) exhibiendo sus cuerpos tumorados y sus pieles enfermas, pero sin parecer mostrar ninguna penuria ni trauma por ello, sino más bien disfrutando de su trastorno (trastorno desde nuestro punto de vista) y aprovechando todas las posibilidades de sus deformaciones y alteraciones corporales. También hay unos extraños seres interdimensionales que conviven con los humanos, algunos ya formados y otros en proceso de desarrollo, exhibiendo las más delirantes y dantescas formas: montículos de excrementos capaces de provocar alucinaciones y de otorgar poderes; homínidos con apariencia de peluche que fuman grifa mientras discuten sobre estética; parásitos cucaracha como Mister Quiggle, que vive dentro del doctor Clinton (George Clinton); o verrugas que cobran vida y conciencia propia como Royal (David Firth). Un auténtico bestiario coral poblando un ecosistema que sólo parece hostil para nosotros, una adaptación al medio que sacude nuestros esquemas de socialización. Las normas y la percepción son de lo más relativo, parece querer decirnos Lotus con las grotescas evoluciones de sus personajes, un microclima de costumbres y conducta marciano pero operativo. Los protagonistas buscan dentro de sí mismos, hallando paraísos en el interior de sus propios cuerpos, en túneles profundos o en las drogas. Su hiper(ir)realidad es su misma mierda, lo que los hace repulsivos, en cuyos recovecos se complacen en viajar. Pero no hay exterior, el viaje es a través de la cinta de Moebius de sus intestinos, un bucle especular en el que sólo pueden encontrarse a sí mismos o autodestruirse, atravesando ríos de excrementos, el horror personal y vital. La auténtica pesadilla de los transhumanistas, al menos mientras sigamos en la sala de espera de su utopía inmaterial. Se puede decir que la propuesta de Flying Lotus se anticipó a nuestro presente pandémico ofreciendo un regreso al cuerpo, al miedo a sus cambios, con todas sus manifestaciones escatológicas, una caída en la abyección como prueba extrema y traumática con la que abrir la puerta al conocimiento.

  Los túneles de historias y personajes parecen corresponderse con la disposición de los Qlifots que conforman el Árbol de la Muerte, según una compleja teoría esotérica que puede ayudarnos a descifrar en gran parte el sentido final del viaje interior por el que nos guía el psiconauta Flying Lotus. Según la Cábala hebrea el universo se organiza en torno a un esquema o diagrama de conocimiento conocido como el Árbol de la Vida, compuesto por diferentes estadios o niveles llamados Sefirot que se unen entre sí por diferentes senderos o caminos iniciáticos. El reverso negativo de este mapa es el Árbol de la Muerte, una especie de “reverso tenebroso” del conocimiento donde las Sefirot son sustituidas por los Qlifots, interconectados a su vez por los llamados “Túneles de Set”, como los definió el ocultista Kenneth Grant, discípulo de Aleister Crowley. Estos Qlifots o conchas primigenias contienen algo así como los excrementos o sedimentos de mundos y entidades antiguos que no llegaron a formarse del todo pero que albergan un gran poder y una vía de aprendizaje alternativa, más dura y más extrema, hasta el punto de poder llevar al practicante a la locura. Se puede establecer el paralelismo de que es a través de estos túneles oscuros de la mente por donde se mueven los personajes de Kuso. El terremoto, la convulsión, sería ese esfínter que debe ser abierto para pasar al reino del conocimiento a través de la suciedad, en un viaje al centro del estómago, al mismo “Chakra de la Vergüenza”. Son Morlocks que ensayan nuevas formas de vida intentando recuperar lo que les queda de la organización social anterior a la catástrofe, que se muestra podrida y en descomposición. ¿Se trata quizá de esa “nueva normalidad” que pretende hacer “sostenible” un sistema socioeconómico que cae por su propio peso, por aquello tan marxista de “sus propias contradicciones”?. “La futilidad prevalece en el lugar que solía llamar el cielo” canta en un videoclip de creación propia uno de los mutantes artistas, cuya deformidad le confiere un aspecto físico similar al de la niña Regan en El exorcista, o “No hay espíritu, sólo carcasas”, antes de que uno de sus “amos” o compañeros de piso interdimensionales le provoque abortar un feto con forma de pene, el cual después tiene intención de fumarse. Es el descenso a la animalidad y a la bajeza, la reducción o la involución a la mera supervivencia después de millones de años de (¿fallida?) civilización. Kuso es un purgatorio del cual sus habitantes no son conscientes (¿nos pasa lo mismo a nosotros?) y quizá por ello nunca salgan de él. Quizá sólo les quede bucear en grutas anales y rectales en busca de los detritus de la civilización que les pudieran conducir a la redención de un mundo hastiado, ya implotado hacia el intestino cultural, siguiendo la “lógica” de Braudillard, cuando ya todo la “realidad” está acotada y precintada.

  La verdadera arma de Kuso son los efectos que provoca, mejor cuanto más nocivos son, así que considerar la película de Flying Lotus como “una mierda” quizá no sea más que validar sus intenciones. No lo sé, descúbrelo tú solo. En esta vida es importante sacar los dientes y apretar. Podemos citar en esto a Antonin Artaud, el gran destructor de convenciones y sociedades y (quizá por ello) a su vez destruido, el “anarquista coronado” que convirtió su propia vida y su propia mente en un manifiesto, expresado en poemas como La búsqueda de la fecalidad. Dejemos que sea él, pues, quien lance de nuevo la última bomba fétida:

Allí donde huele a mierda

huele a ser.

El hombre hubiera podido muy bien no cagar,

no abrir el bolsillo anal,

pero eligió cagar

como hubiera elegido vivir

en vez de aceptar vivir muerto.









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