Restos de los soldados de la 11ª compañía del regimiento Bozen
tras el atentado de Vía Rasella.
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¡Nuestro colaborador David López Cabia vuelve a la carga! Y en esta ocasión nos cuenta otro de los episodios más memorables de la Segunda Guerra Mundial: el atentado del grupo partisano GAP contra la 11ª compañía del regimiento Bozen y la represalia posterior ordenada personalmente por Hitler. La historia nunca de sorprendernos, para bien o para mal...
Con la caída de Mussolini poco después de producirse la invasión de Sicilia, el Tercer Reich de Hitler no podía permitirse dejar su flanco sur descubierto, por lo que las tropas alemanas procedieron a ocupar militarmente el país.
Los partisanos italianos se convirtieron en un verdadero quebradero de cabeza para las autoridades de ocupación. Reprimir cualquier tipo de resistencia pasó a ser una obsesión. En consecuencia, la presencia policial y militar en Roma aumentó. Para tal propósito, los alemanes enviaron a elementos del regimiento Bozen de las SS. Dicho regimiento se había creado en octubre de 1943, en la zona sur del Tirol. Respecto a sus integrantes, cabe destacar que eran voluntarios. Al frente del regimiento estaba el general Karl Wolf.
Los hombres del regimiento Bozen. Imagen sujeta a
derechos de autor.
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Los antecedentes del regimiento Bozen eran francamente aterradores, pues sus tropas habían cometido atrocidades en el norte de Italia contra la población civil, todo en aras de justificar la lucha contra los partisanos.
Pues bien, una de sus compañías, la 11ª, fue destinada a la capital italiana. El propósito de la compañía era ser entrenada para controlar a la muchedumbre, así como sofocar cualquier tipo de insurrección.
Uno de los tenientes, cuyo apellido era Wolgast, era conocido entre la tropa con el jocoso mote de Vollgas (el hombre lleno de gas). Este oficial hacía a los soldados cantar mientras marchaban por las calles de Roma. Los hombres de Wolgast cantaban Hupf, Mein Mädel, es decir, Salta, mi muchacha.
La imagen de los SS desfilando por la Ciudad Eterna, perfectamente uniformados y equipados imponía mucho más que respeto. Sus botas repiqueteaban implacablemente sobre el asfalto. Una vez concluido su adiestramiento, llegaba el momento de regresar a los cuarteles, todo siguiendo una estricta rutina.
Los hábitos de los hombres de la 11ª compañía del regimiento Bozen no pasaron inadvertidos para los partisanos italianos, que observaron con gran atención sus movimientos. Una calle pasó a ser el lugar para atentar contra aquella compañía: Vía Rasella.
Pues bien, Vía Rasella ofrecía un angosto paso entre dos calles anchas. Por tanto, se les presentaba un blanco fácil en subida atravesando un paso estrecho. Aquel lugar ofrecía una más que atractiva oportunidad para los partisanos italianos.
Llegó el 23 de marzo de 1944, los cielos lucían despejados, el calor apretaba y la 11ª compañía del regimiento Bozen avanzaba inexorablemente. Los SS marchaban orgullosos mientras cantaban. Otro día más en su anodina existencia. Después de pasar por la Piazza del Popolo, pasaron la escalintata de la Plaza de España. Todo parecía en calma, pero los Bozen llevaban sus armas dispuestas para disparar.
Pasaron ante los pequeños comercios y las plantas que asomaban por las ventanas de las casas. Un barrendero fumaba en pipa mientras limpiaba un desagüe. El barrendero resultó ser insignificante para las tropas de las SS, sin embargo, se trataba de un partisano que respondía al nombre de Paolo.
El supuesto carro de basura de Paolo o mejor dicho, Rosario Bentivegna, que era su verdadera identidad, ocultaba una desagradable sorpresa. Bajo la basura se escondían nada más y nada menos que dieciocho kilos de explosivos.
Los soldados de las SS, en perfecta formación, con aire marcial, pasaron ante Paolo. El partisano acercó la pipa hacia la mecha. Para desesperación de Paolo, la mecha tardó en prender. Se despojó de su gorra y la dejó sobre el carro, lo que indicaba que el atentado estaba en marcha. Paolo se alejó de la escena del crimen y se deshizo de su uniforme de barrendero.
La catástrofe se cernió sobre los integrantes de la 11ª compañía. La explosión causó estragos en la columna alemana. En medio de la detonación y la humareda se mezclaron miembros mutilados, cristales hechos añicos, fragmentos de estuco e incluso una cabeza. Tal fue el efecto de la explosión que uno de los testigos describió a una de las víctimas como “una papilla con abrigo”.
Los alemanes, completamente sorprendidos y aturdidos, trataron de rehacerse. Desquiciados, comenzaron a disparar contra los edificios de las inmediaciones.
Las autoridades italianas y alemanas no dudaron en acudir al lugar del atentado. El questore Caruso fue el primero en presentarse. El panorama era desolador. Los supervivientes apilaban los cadáveres destrozados, conformando una fila que se extendía a lo largo de quince metros. Es más, el propio Caruso fue recibido con disparos.
Pietro Caruso, Jefe de la policía italiana.
Imagen sujeta a derechos de autor.
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A continuación hizo acto de presencia el general Mälzer, cuyo almuerzo con Kappler, el jefe de la policía en Roma, había sido interrumpido por el ataque de los partisanos. El propio Mälzer, conmocionado por lo dantesco de aquel lugar regado por charcos de sangre exigió venganza para los caídos.
Fotos del proceso que tendría lugar más adelante contra
Herbert Kappler
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La policía italiana y los alemanes procedieron a desalojar a los civiles de los edificios aledaños. La situación estaba degenerando y los alemanes disparaban a los tejados y ventanas. Y Mälzer continuaba rabiando de ira, amenazando con volar toda la manzana.
No obstante, Kappler llegó al lugar del atentado para hacerse cargo de la investigación. Un furioso Mälzer se retiró con reluctancia. La mayoría de los civiles que habían sido detenidos terminaron por ser liberados.
La noticia del ataque a la 11ª compañía del regimiento Bozen terminó por llegar a oídos de Hitler, que se encontraba en Wolfschanze, en Prusia Oriental. El Führer quería una represalia que “hiciera temblar al mundo”. La muerte de los soldados debía ser vengada a toda costa. Por cada alemán caído debían morir diez italianos.
Así pues, Kappler, en calidad de jefe de la policía en Roma, debía redactar la lista de ejecuciones. Sin embargo, no disponía del número de hombres necesarios. Entre los cautivos no disponía de nadie relacionado con el atentado de Vía Rasella. Para mayor problema de Kappler, a cada hora que pasaba, el número de alemanes muertos aumentaba, por lo que se encontraba con la dificultad de confeccionar una macabra lista de venganza cada vez más extensa.
Los nombres de italianos, presos pendientes de juicio y judíos quedaron mecanografiados en las listas de Kappler.
El 24 de marzo de 1944, Kappler y sus hombres se encargaron de perpetrar las represalias. Los prisioneros salieron en camiones desde el cuartel de la Gestapo en Vía Tasso, rumbo a las Cuevas Ardeatinas, situadas en las afueras de Roma. Las fosas eran un lugar abandonado, relativamente apartado a las que se accedía a través de laberintos húmedos.
Las fosas Ardeatinas, donde tuvo lugar la masacre.
Imagen sujeta a derechos de autor.
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Se advirtió a los verdugos de que si no participaban en la ejecución, morirían junto a los italianos. Después, arribaron los prisioneros, cuyos transportes se detuvieron en un claro cercano a las Cuevas Ardeatinas. Éstos, descendieron atados de dos en dos.
Los primeros cinco prisioneros fueron conducidos al interior de las cuevas seguidos por sus cinco verdugos. Se les ordenó arrodillarse y a continuación, fueron ejecutados de un disparo en la cabeza. El propio Kappler participó en el proceso de ejecución. Mientras tanto, el capitán Priebke, como ayudante de Kappler, tomaba nota de las ejecuciones. Priebke no se limitó a contabilizar las muertes, sino que también tomo parte activa en la masacre. Sin embargo, aquella matanza terminó por tornarse en algo realmente tortuoso. Las víctimas comenzaban a resistirse y los cadáveres se apilaban en las fosas, obstruyendo el paso.
Kappler, tratando de evitar que la moral de los verdugos decayese, ordenó repartir brandy entre sus hombres. Aquello no hizo sino entorpecer el proceso. Los hombres de Kappler se volvieron más torpes a causa de los efectos del alcohol, por lo que tuvieron que disparar hasta en cuatro ocasiones para terminar con la vida de algunos de los condenados. En lugar de disparar en el cerebro, las balas impactaban en la cara, arrancaban los ojos o destrozaban las narices.
Se suponía que, según las órdenes de Hitler, 330 personas debían morir, pero la cifra de víctimas terminó a ascendiendo a 335 al terminar la ejecución. Una vez concluida la matanza, los ingenieros procedieron a volar los accesos a las Cuevas Ardeatinas. Los cadáveres debían quedar ocultos, sepultados en las fosas, escondiendo el crimen que Kappler y sus hombres habían perpetrado.
La única información que recibieron las familias de algunos ejecutados fue que sus seres queridos habían muerto y que podían pasar a recoger sus pertenencias al cuartel general de la Gestapo en Vía Tasso. Tres meses después, los cadáveres fueron encontrados en las fosas. De los muertos solo quedaban sus huesos envueltos en ropas harapientas.
Con el final de la Segunda Guerra Mundial, los responsables de la masacre de las Cuevas Ardeatinas fueron sometidos a juicio. Tanto Albert Kesselring como Kurt Mälzer salieron indemnes, aunque Kappler fue condenado a prisión. En 1977, con la ayuda de su esposa consiguió escapar de la cárcel y al año siguiente murió.
Víctimas de las fosas Ardeatinas. Imagen sujeta a
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BIBLIOGRAFÍA
El día de la batalla, Rick Atkinson, Editorial Crítica
La batalla por Roma, Robert Katz, Editorial Turner
PARA SABER MÁS
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