Muchos autores de ficción suelen hacer alusión al terminó "locura" durante el desarrollo de sus historias sin siquiera saber qué es lo que significa realmente. Poseer un déficit mental de esa magnitud no se reduce simplemente a estar encerrado en un manicomio y babear detrás de cuatro paredes luego de haber pasado por una experiencia sobrenatural. La locura representa más el hecho de no tener control sobre tus pensamientos; implica dejar a un lado la identidad propia y obrar sin sentido. En mi caso, el desajuste de mis facultades mentales se originaba por las cosas tan fuera de lo común que había visto: ese cielo fantasmagórico, esa brújula maldita y esas plantas aberrantes no podían salir de mis pensamientos. Puede que ustedes no comprendan bien todo esto; no obstante, para mí, que era un escéptico, no saben lo terrible que fue este golpe sensitivo. Mi filosofía nunca antes había sufrido una ruptura de esas proporciones; ni siquiera cuando decidí enfocarme en los aspectos folclóricos y míticos que resguardaba el país. Ahora luchaba por mantenerme cuerdo, calmo, frío y calculador.
En primer lugar, sabía que no podía quedarme ahí por más tiempo. Debía salir de la maleza, encontrar una planicie despejada, una guarida y la manera de hacer fuego. La noche estaba cada vez más cerca y no contaba con ninguna manera de saber las horas. Me molestaba tener que reprimir mi turbación al no encontrar la salida, puesto que únicamente caminaba en círculos en medio de la oscuridad. Comenzaba a experimentar un pavor desgarrador que me paralizaba. Era una tortura no saber hacia dónde ir, ni en qué lapso temporal estaba; si era de día, de noche o si todo era producto de un sueño. Resultaba imposible no flaquear bajo tanta presión.
La tensión no paraba de jugarme malas pasadas. Me sentía como un esclavo de las tinieblas. Recordé la frase de un admirable escritor francés: Sólo se tiene miedo realmente de lo que no se comprende; y en base a esas palabras tenía todo el derecho a sentirme atemorizado.
Pero de pronto, muy al fondo de ese limbo enmarañado, vi brillar una luz cuyo fulgor parecía efectuar una danza luctuosa. Por instantes, sus destellos me hacían recordar las tiernas luciérnagas de la selva que, según una antigua leyenda maya, habían creado su luz en base a su nobleza e inteligencia.
Por tal motivo, corrí frenéticamente hacia ese punto centelleante con la esperanza de encontrar un refugio que me resguardara hasta la salida del sol. Poco a poco fui adquiriendo más valentía y seguridad y , al mismo tiempo, fui desechando toda mi zozobra y el resto de mis oscuros pensamientos. Sin embargo, en ese momento de euforia y para mí terrible sorpresa, surgió una abominable imagen entre la negrura. Se trataba de una distorsión sin igual; era un rostro deformado de carácter acuoso que aparentaba derretirse con violencia. Debido al entorno de azabache en el que me hallaba, los falsos rasgos humanos de ese espantajo eran enteramente horripilantes. No sabía quién era ni por qué estaba delante de mí; tan sólo pensaba, agazapado cobardemente sobre el suelo, que aquello no era una persona y, mucho menos, un ser viviente. Y en efecto tenía razón, ya que luego de percatarme de que mi cuerpo se mantenía sano y salvo sin ningún tipo de rasguño, me reincorporé nuevamente y observé embobado al espectro. Se trataba, nada más ni nada menos, que de mi propio reflejo maltrecho por un vidrio. ¡Me había espantado de mí mismo! ¡Qué tontería!
Sin motivo aparente, comencé a reír por culpa de un arranque de nerviosismo y de burla hacia mí mismo. Me sentía como un estúpido. Y entonces, al examinar los hechos con más detalle, me di cuenta de que ese vidrio pertenecía a una ventana, y esa ventana a una choza. ¡Alegría! ¡Por fin había encontrado un resguardo! Mi nuevo refugio parecía más bien un tejabán que un palacio onírico: sus paredes, todas de ladrillo, no tenían ningún tipo de recubrimiento; el moho salía por doquier; y el techo de lámina despedía un aroma intolerable de óxido malsano. En medio de la podredumbre y el desaliento, sobre una mesa de madera rodeada de sillas metálicas, radicaba el origen de mi brillo salvador; la iluminación que habría de devolverme mi humanidad. Era una simple velita, pequeña e insignificante, cuya radiación no podía calentar ni un ápice de carne.
Tomé una de las sillas y me dispuse a descansar de una vez. La fatiga y el sueño no tardaron en cobrarse factura. El silencio que se vivía ahí era tan inaguantable, que el sonido del aire entrando y saliendo de mis pulmones adquiría propiedades huracanadas. Estaba completamente solo, en la oscuridad, más de lo que un hombre podría, o mejor dicho, debería estar. Ese aislamiento comenzaba a sacarme de mis cabales, tanto que una nueva sensación de terror germinó en mi pecho. Pero… ¿Pánico a qué? ¿A la quietud, a las tinieblas o a mí mismo? Bien se dice que un hombre, por lo regular, teme tener contacto consigo mismo porque se da cuenta de sus pecados, de su verdadera cara y de todas las mentiras que ha creído y cosechado. La ansiedad de despertar de esa alucinación, de esa… dantesca comedia… es imposible de expresar.
Para tranquilizarme un poco, intenté realizar un sin número de actividades al azar, desde repasar todos y cada uno de mis apuntes hasta tararear el segundo movimiento de la obra Nocturnes, de Chopin. Inclusive, intenté recordar una poesía escrita por un joven poeta, que en su rudimentaria métrica, decía más o menos así:
El demonio sin rostro viene bajando por la montaña roja,
Descubriendo sus cuernos de manera grosera y alto tortuosa.
Los sacerdotes y sus diáconos lo esperan en el añejo bosque
Adornando el follaje con pieles y calaveras de animales sin nombre.
Los pueblerinos y los campesinos huyen aterrados,
Atravesando una bruma bajo un cielo cuasi estrellado.
“¡Alabado sea nuestro salvador!” Gritan sus viles y tontos fieles,
Mientras un ente blasfemo se alzaba tras una legión de nubes inertes.
Curiosamente, el poema no me reconfortaba en absoluto; al contrario, me hacía sentir más incómodo dado que me recordaba el dilema en el que estaba metido. En medio de toda esa confusión, era todo en cuanto podía pensar y razonar.
De pronto, tras mirar nuevamente la llama que yacía frente a mí, comencé a recobrar un poco más el sentido común y dejé de enfrascarme en pensamientos irracionales. La vela apenas era ya un trozo minúsculo de cera, y si no hacía uso de mi razonamiento, me quedaría en esa espesa negrura hasta el alba. Sin demorarme ni un sólo segundo, me dispuse a revisar todos los rincones del lugar. Los examiné de izquierda a derecha y de arriba abajo sin que quedara ni una esquina que no pasase por delante de mis ojos. Y fue justo ahí, para mi total sorpresa, que me topé con una cajonera de metal, completamente abollada, oxidada y con varios bordes filosos en su parte superior. Era un miserable cacharro, a mi parecer; y aunque en ese momento no lo supiera, muy pronto me enteraría que en una de sus secciones estaban ocultos los objetos que serían mi salvaión.
Apiladas unas tras otras como pequeños troncos de madera, un gran puñado de velas y cirios —posiblemente benditos—, emergieron de la penumbra luego de que posicionara mi candela en el lugar adecuado. Era una cantidad exorbitante y ridícula la de aquellos cilindros de color perlado, tanto así, que la lógica no estaba presente. De hecho, nada de ese lugar poseía una justificación congruente: la choza, las velas, la oscuridad… Todo parecía salido de un caleidoscópico sueño en el que la física y el orden no tenían relevancia. Sin otra alternativa a mi alcance, tomé dos cirios, los coloqué sobre la mesa y los encendí con el fuego de la primera velita que hallé al principio; su claridad y su calor eran sanadores.
El tiempo transcurrió y el Sol jamás salió por el horizonte. Pasaron una, dos, tres horas… y en cambio, el triste tinte de ébano seguía ahí, sin desvanecerse. No obstante, y como recordarán, al yo no tener reloj u otro certero instrumento que me permitiese medir aquella vital magnitud, esas dichosas horas que mencioné únicamente fueron meros cálculos salidos de mis siniestras especulaciones. En realidad, yo no sabía si habían pasado minutos, segundos o lo que fuese; únicamente tenía la noción de que había tinieblas infinitas a mi alrededor. Estaba comenzando a perder la paciencia y la locura no cesaba de seducirme con sus fantasmagóricas manos. Sin previo aviso fui presa de la fatiga y el cansancio; y en menos de lo que imaginé, me tumbé nuevamente sobre una de las sillas y me quedé dormido.
Cuando se disipó mi cansancio desperté y maldije el encontrarme en la misma situación desalentadora. La oscuridad todavía estaba ahí; ¿Qué era ese lugar? ¿Dónde estaba? ¿Cómo y por qué había llegado hasta ahí? Todas y cada una, preguntas que hubiese querido responder. Me dejé llevar por un abatimiento insoportable; quería romper en llanto, anhelaba gritar desesperado, e inclusive, deseaba morir de una vez. Esas tinieblas eran un veneno, jamás había codiciado tanto la muerte. Sin previo aviso, en una sección del tejabán que pasó desapercibida ante mis ojos, apareció una delgada línea de luz que me sacó de mis negativas reflexiones. Era recta, vertical y tenía la apariencia de una grieta que se extendía a lo largo de aquella pared sin forma. ¿Había estado ahí todo el tiempo o acaso la agitación provocada por los hechos me mantuvo ignorante? Sea como fuere, decidí acercarme a ella un tanto indeciso para poder inspeccionarla meticulosamente; y cuán grande fue mi sorpresa al ver que una pared de madera se interponía entre yo y una especie de túnel que apenas podía atisbar. Quería saber qué diablos había ahí dentro; una vez más, la indeseable curiosidad me había vuelto a tender su mano.
Después de embestir con violencia esa barrera astillada, logré acceder al pasadizo secreto, aunque algo aturdido a causa de los impactos. Una vez recuperado, me asombré enormemente cuando fui capaz de admirar los bellos detalles del lugar: su superficie estaba revestida por una capa de piedras multicolor, cuya consistencia se asemejaba mucho a la del mármol pulido; formaba un patrón muy bien definido de figuras en espiral hechas a partir de trazos rectos. Lo que más captaba mi atención es que esos dibujos eran muy parecidos a los de otros pueblos indígenas ya conocidos; mas tengo que decir, que había algo en ellos que los hacía ligeramente diferentes. Parecían más primitivos y daba la sensación, al mismo tiempo, de que se trataba de ornamentos de otras civilizaciones anteriores. ¿Eran en realidad vestigios de la vieja Ichnelixliztlitlhaxn o eran acaso de la misma Atlántida? La cuestión no era tan descabellada, ya que la leyenda de una ciudad utópica es tan universal como la agricultura misma. Bajo mis pies estaba un cuerpo de cristalina agua que permanecía estancada gracias a un leve hundimiento del suelo; era tan transparente, que podían verse mis calzas y otros detalles a su alrededor. La tensión superficial del fluido se reflejaba en la parte superior del conducto que ocasionaba un espectáculo maravilloso; su destello se extendía hasta el lóbrego confinamiento en el que me encontraba. ¿Qué luz provocaba dicho fenómeno? Sin Sol, sin luna y sin estrellas la lógica estaba en mi contra nuevamente. Intenté no preocuparme más tras deducir que era inútil desvelar el misterio, me limité a tomar fotos y a caminar. Esperaba encontrar una salida, y con ella, El Cielo.